lunes, 27 de diciembre de 2010

Capítulo 4 parte 5

5

Winter notó la llamada telepática justo al acabar de comer y buscó el espejo esmaltado en su zurrón. El rostro angustiado de Seamus apareció en la superficie, y les explicó la situación con todo detalle. El grupo escuchó con preocupación las novedades, que ratificaban aquello que se habían temido. Cuando Winter bajó el espejo una vez terminada la comunicación, todos miraron a los dragones. Los tres habían vuelto, tras la última batalla, a su atractiva apariencia humana.
— Parto sin demora a dar aviso a los demás dragones— dijo Anthas— . Nos incorporaremos a la lucha en el plazo más breve posible.
— Y yo volaré directo al desfiladero— añadió Excelenior.
— ¿No puedes comunicarte telepáticamente?— preguntó Briego a Anthas—. El tiempo es decisivo ahora. Entiendo la estrategia del rey Isir, pero con vosotros apoyándole se perderían menos hombres.
— Vivimos en nuestro propio plano del Abismo, por ello es inútil usar la telepatía. Tengo que informar de viva voz sobre lo que ha ocurrido y del lugar a donde debemos dirigirnos.
— ¿Regresarás?— preguntó Eisset al dragón dorado—. Presiento que volverán a atacarnos…
— No, mi sitio está en la batalla. No somos muchos, así que hago más falta allí. Creo que os las arreglaréis bien sin nosotros dos – aseguró, fijando su mirada en la niña.
Eisset no estaba de acuerdo y siguió mirándole con una muda súplica, pero ambos dragones habían tomado una decisión.
Anthas y Excelenior se alejaron lo suficiente y se transformaron en sus verdaderos seres. Antes de levantar el vuelo dirigieron al grupo una breve reverencia y partieron a sus destinos.
— Debemos continuar— dijo Liander—. Preparad los caballos. Mucho me temo que la misión del rey Isir sea un suicidio. Sus hombres no tendrán salvación si no cerramos pronto la Puerta.
Mientras todos se ocupaban de sus monturas, la sacerdotisa se acercó a Proctor y se colocó ante él, sus ojos reflejaban un temor inaudito en una persona como ella. Pero ella había vivido toda su vida ajena a la violencia y a la lucha, y la experiencia de la otra tarde había roto su ilusoria sensación de seguridad. Realmente, su bautismo de fuego había sido en una batalla fuera de lo común, y se había estrenado con un aplomo y valentía que pocos neófitos  habrían mostrado. Lo extraño hubiese sido que no sintiera miedo.
— Tú no te vas, ¿verdad?
— No, yo no —confirmó Proctor— . Pertenezco a Los Siete, y tenemos una misión no menos importante.
Eisset le abrazó repentinamente, sorprendiendo al gran Señor. Tras el estupor inicial, Proctor respondió al abrazo lentamente, reconfortándola, con la mirada posada en los ojos de Winter. La hechicera aguantó su mirada y enarcó una ceja al tiempo que una tímida sonrisa asomaba en sus labios. Era obvio que habían mantenido una conversación telepática, y a todas luces ella había espoleado a Proctor para que respondiera al abrazo de la sacerdotisa, adobando el consejo con algún adjetivo descortés. Winter sacudió ligeramente la cabeza, aún con la sonrisa pintada en los labios, y después fijó su atención en guardar el delicado espejo esmaltado en el elegante zurrón atado a la silla de su caballo.
— Seguiremos hasta el ocaso, como hemos hecho estos dos últimos días — ordenó Liander—. Entonces acamparemos para pasar la noche.
Cabalgaron en silencio, alertas y en tensión, pero tampoco ese día les salió nadie al paso. Cuando el sol quedó en una estrecha franja de luz en el horizonte, buscaron amparo en un bosque y detuvieron la marcha. Prepararon una fogata y cenaron a su alrededor viandas frías que no requerían cocinarse. Eisset preparó un lecho para la niña y la acostó tan pronto se terminó su comida, pues a la pequeña se le cerraban los ojos de agotamiento.
— ¿No encontráis extraño lo que ha ocurrido?— preguntó Enitt, aceptando de Winter un humeante vaso de latón que contenía café.
— ¿A qué te refieres?— le dijo Liander, alargando la mano para coger el que se le ofrecía.
— Habíamos especulado en que no abrirían la Puerta antes de tener la Piedra.
— Es extraño, desde luego— opinó Proctor.
— Yo ya no entiendo nada — añadió Briego, dando un sorbo a la ardiente infusión—. Parece como si no estuvieran coordinados entre ellos, o son más tontos de lo que pensamos. Acabaron con aquel grupo porque los confundieron con nosotros, poniéndonos sobre aviso, y luego abren la Puerta sin tener la Piedra, ¿cabe más ineptitud o hay algo que ignoramos?
— Tal vez dieran por hecho que nos arrebatarían la Piedra  reflexionó Sivar, rechazando con un gesto el vaso que le tendía Winter—. Quizá, en la inercia de una planificación de tal magnitud, no han podido detener sus planes.
— Lo cierto es que seguimos teniendo ventaja— dijo Enitt—. Querrán enmendar su fracaso.
— Por supuesto— se mostró de acuerdo Liander—. Son mala gente, pero no son idiotas, a pesar de la opinión de Briego. Lo volverán a intentar, y están seguros de que lo lograrán: de ahí que siguieran adelante con sus planes… Ese archidiablo es un enemigo formidable, mucho me temo que volveremos a vernos las caras con él.
— No lo creo probable— dijo Winter—. Ha sido expulsado y no puede volver a entrar en nuestro plano, si no es por la Puerta. Y no estamos nada cerca. Enviarán otros entes.
— Vaya un consuelo— se quejó el bárbaro.
— Hemos librado muchas batallas, Briego, no veo diferencia con las que están por venir— dijo Ross.
— ¿Que no ves diferencia?— bramó el gigante— ¿Cuántas veces te has batido contra un archidiablo y sus huestes demoníacas?
— La espada no distingue la carne que corta, ¿tú sí?— respondió el tabernero con su estoicismo tan característico.
Briego le miró como con ganas de mandarle a un lugar muy lejano y no muy agradable, pero consideraba demasiado a Ross como para faltarle al respeto.
— La espada es ciega, pero yo no— apuntilló—. Lucharé como siempre lo he hecho, pero odio a las criaturas de otros planos. No están sujetas a ninguna lógica, no mueren como se ha de morir. Anteayer mismo  estuvimos a un paso del desastre, y lo sabéis tan bien como yo. Si no hubiera sido por la intervención de la niña…
— Qué misterio, por cierto— intervino Eisset—. ¿Quién es? O, ¿qué es?
— Tal vez nunca lo averigüemos —opinó Enitt—. Pero su presencia en aquél lugar, dado el poder que posee, no me parece fruto de la casualidad.
— Lo cierto es que en este conflicto se mueven fuerzas y estrategias más allá de nuestra comprensión. Ya os dije que, si se abría la puerta, podría significar el fin del mundo. Como consecuencia, las fuerzas ocultas de este plano, inactivas en tiempos de paz, emergerán y actuarán para frenar el desequilibrio. Los dragones somos una de esas fuerzas, pero hay más. Algunas incluso más antiguas e incluso desconocidas por nosotros— dijo Proctor—. No estáis solos en esto, y eso sí es un consuelo.
Todos guardaron un prolongado silencio reflexivo tras las palabras de Proctor.
— Será mejor que nos acostemos— sugirió Liander—. Reemprenderemos la marcha antes del amanecer. Estableceremos de nuevo guardias por parejas y  turnos de dos horas que echaremos a suertes otra vez.
Sivar recogió ocho palitos y los cortó en diferentes largadas. Luego los ofreció a cada uno y se quedó con el sobrante.
— Recordad: el palo más largo empareja con el palo más corto— dijo el elfo.
Enitt miró su palo y lo comparó con los de sus compañeros. El suyo era el más corto, y el de Winter era el más largo. El hombre de los cabellos blancos miró a la hechicera y le hizo un guiño. Ella se sonrió.

Eisset y Ross, centinelas de la segunda guardia, les despertaron a eso de las dos de la madrugada —hora de la tercera— y se apresuraron a acostarse y cubrirse con las mantas hasta la cabeza mientras Winter se desperezaba y Enitt se vestía la cota de mallas. El aire invernal cortaba la respiración esa noche, el viento levantaba las capas haciéndolas inútiles y buscaba resquicios en la ropa por donde colarse y acariciar con su gélida mano la piel caliente e indefensa. Enitt se envolvió en su manta, avanzó hasta el perímetro exterior del campamento y se sentó en una roca. Winter, envuelta en su capa, le siguió, temblorosa; al llegar a su lado él abrió la manta y le ofreció cobijo, que ella aceptó. La hechicera se arrebujó contra él, sacudida por varios escalofríos, y apoyó su cabeza en el hombro de Enitt, perezosa.   
— Si haces eso, te quedarás dormida— la advirtió él.
— Si cierro los ojos será porque me estaré congelando, no porque me duerma…— protestó ella.— Siempre que siento tanto frío me arrepiento de no haberme especializado en magia de fuego…
 Enitt miró al firmamento: el gélido y seco viento había limpiado la atmósfera y las estrellas se mostraban con una nitidez fuera de lo común.
— Nunca he visto un cielo tan estrellado. Es bellísimo.
— Si notas que me estremezco no creas que es por la belleza de tu cielo… — dijo ella de mal humor.
— A veces me desconciertas… ¿es que acaso nada conmueve tu corazón?— bromeó el.
— Estoy helada y tengo sueño, ¿cómo demonios quieres que me conmueva?— le espetó ella tiritando.
Enitt rió por lo bajo, el carácter de Winter no le amedrentaba en absoluto.
— Ven, acércate más a mí— dijo él.
Ella lo hizo así y Enitt pasó su brazo sobre sus hombros por debajo de la manta. Winter exhaló un suspiro y el aire expulsado fue visible en forma de vaho.
— Uh —exclamó quedamente la hechicera con una risita—. Como se despierte alguno de los durmientes y nos vea, creerá que estamos haciendo manitas…
Enitt guardó un prolongado silencio, parecía librar una lucha interna. Por fin se decidió a hablar, arrastrando las palabras.
— Artea… Referente a la otra noche…
— Si vas a decirme que te arrepientes, ahórratelo —le soltó ella enfadada, clavando sus ojos verdes en la mirada azul de Enitt.
— No, no me arrepiento. Pero no estuvo bien. En ese momento eras… vulnerable, y creo que te debo una disculpa.
— Vamos, esto es lo último que habría esperado oír nunca —se rió ella de él, más enfadada todavía—. ¿Me ves acaso como una frágil damisela con poco seso? ¿Es que estabas tan cegado por el deseo que no escuchaste una palabra de lo que te dije?
— Te escuché, claro que te escuché. ¿Por qué te enfadas así?
— No sabes lo que quieres, por eso me pides disculpas. Pero yo si sé lo que quiero, como te dije.
Guardaron de nuevo un silencio afectado por dudas y anhelos, mirando al fuego que consumía el último tronco, a las estrellas que les hacían guiños de complicidad sin entender la frustración que sentían, a las negras siluetas de los árboles mecidos por las indómitas ráfagas de viento, mirando a cualquier cosa que no fueran los ojos del otro.
— No quisiera hacerte daño, como te lo hizo Proctor— dijo él rompiendo el silencio.
— Proctor hirió mi orgullo, pero tú destrozarás mi corazón— susurró Winter con una mirada de dolor. Como Enitt no dijo nada, ella salió de debajo de la manta y se puso de pie, apretando su capa contra el cuerpo—. No hay nada más que añadir. Nada de disculpas, por los Dioses, que ambos somos adultos.
Winter se dio la vuelta y echó a andar rodeando el perímetro del campamento, pero Enitt se levantó en un impulso, dejando la manta en la roca, y fue tras ella. En el momento en que la alcanzó la hizo girar para enfrentarla a sí. Enitt la abrazó y la besó en los labios despacio, saboreando el momento, sin la urgencia del otro día. Y le embriagó su contacto, apartó de su mente todos los prejuicios y se concentró en sentir, en averiguar lo que sabía que sentía realmente por ella. Quería superar el miedo al pasado y empezar a vivir de una vez por todas, dejarlo de una vez atrás para enfrentar el futuro... junto a Artea, ¿por qué no?
— Que no sé lo que quiero…— dijo él—. Claro que sé lo que quiero. Temía que, cuando recuerde a Ari completamente, lo que siento por ti quedara reducido a un triste reflejo. Temía herirte, que salieras perdiendo… Pero ella ya no está, es a tí a quien rodean mis brazos. Por mucho que la amara, también es amor lo que siento hoy por ti… aunque sea un amor pequeñito.
— Oh, Enitt…— musitó ella estremecida.
La besó de nuevo, contento de haber tomado esa decisión, y sintió el corazón extrañamente aligerado.
Winter temblaba con violencia bajo la capa; Enitt finalizó el cautivador beso y la miró  a los ojos, preocupado, en la tenue luz de los restos de la  fogata.
— ¿Aún tienes tanto frío?
— No —dijo ella dulcemente—. Esta vez no es el frío.


El primero de los tercios enviados por el rey Isir de Delania  cargó contra las huestes de la oscuridad antes de que el grueso de sus regimientos lograra alcanzar el Valle de los Vientos, lugar donde desembocaba el Desfiladero de la Rosasangre. El espectáculo que ofrecían los ejércitos que vomitaba la Puerta de los Planos hubiera helado el corazón del más veterano de los guerreros, pero no el del mariscal Theodore Anis, porque, según decían, carecía de él. Sus tropas de vanguardia, consistentes en mil quinientos soldados de caballería, arrasaron con las pocas fuerzas de demonios y diablos que marchaban ya por el valle, y contuvo en el cuello de botella —que constituía la salida del desfiladero— a la fuerza principal del enemigo. Pronto se unieron a él, por los flancos, las otras dos compañías capitaneadas por los mariscales Sullus y Travis, consistentes en otras tres mil unidades entre arqueros y más caballería, cuya misión era impedir la expansión del temible ejército de las sombras, a la espera del grueso de infantería procedente de la capital, Sux— más lento en los desplazamientos—, que venía de camino. Criaturas aladas, desconocidas hasta ese momento, dotadas de garras como cuchillas, sobrevolaban a los soldados y se dejaban caer en picado destrozando a los hombres a pesar de sus armaduras. Los arqueros daban cuenta de ellos, pero su número parecía aumentar con cada baja y no al contrario, para su desesperanza. Todas las criaturas a las que los hombres atravesaban con sus armas simplemente se desvanecían en el aire y volvían a salir por La Puerta como si tal cosa. El suelo se teñía de sangre con el paso de las horas, saetas ardientes volaban iluminando el cielo que empezaba a oscurecer y los cuerpos caídos de sus compañeros se acumulaban a los pies de los guerreros, pero los hombres conseguían su propósito de evitar el avance de las sombras luchando con una bravura jamás vista. Y fue entonces, al caer la noche,  justo en el momento en que el optimismo empezaba a aflorar en sus corazones, cuando aparecieron por retaguardia los elfos oscuros, dejándoles cercados. La oscuridad les favorecía, pues sus ojos estaban adaptados para ajustarse a la franja infrarroja, al contrario que los ojos humanos. Los elfos oscuros eran guerreros consumados de una ferocidad y maestría letales, luchadores entrenados desde la más tierna infancia en el arte de las armas, nada dados, además, al combate limpio. Lanzaban globos de oscuridad mágicos, que perturbaban a los hombres y les dejaban en inferioridad de condiciones en un combate a ciegas que sólo sus oponentes dominaban. La lucha se recrudeció, pero cambió en contra de los humanos; ni siquiera el solitario dragón dorado que apareció para apoyarles sirvió de nada. Ofrecieron resistencia hasta el último hombre y cayeron defendiendo el mundo libre en el cual querían vivir. Cuatro mil quinientos hombres aniquilados en sólo unas horas no era un comienzo nada halagüeño para los reinos libres de Álderan, en cambio, para las turbas de Balician, era la demostración de su clara superioridad. Los ejércitos de la oscuridad, encabezados por el caballero Krons, marcharon pisando su sangre y sus cadáveres sin ningún respeto, y se expandieron por el valle mientras Excelenior  volaba a poner sobre aviso a la infantería del fracaso y masacre de las tropas de vanguardia. De la Puerta de los Planos no cesaban de salir hordas de entes de otras dimensiones, a cual más espeluznante, que engrosaban un ejército que crecía desmesuradamente para hacerlo invencible.

La guardia casi había concluido. Winter y Enitt pasaron el resto de su turno atentos a la oscuridad, a pesar de los hechizos de alarma que rodeaban el campamento. Caminaban en círculos, bordeando el perímetro, cogidos de la mano y en un silencio prudente. No hacían falta palabras, el simple contacto de sus manos lo decía todo. La emoción que sentían ambos por el paso dado hacia una relación en toda regla les envolvía también en una súbita y extraña timidez, en un ligero temor de que las palabras estropearan el momento. Por ahora, no necesitaban más.
La niña se incorporó repentinamente en su lecho y echó un rápido vistazo a su alrededor, inquieta. Winter la vio y soltó a Enitt, y había dado un sólo paso hacia ella cuando una flecha atravesó el espacio que un segundo antes ocupara su cuerpo. Los hechizos de alarma se activaron entonces,  y también la Piedra de Izen, llenando la noche de luz y del ruido estruendoroso de mil tambores. El resto de Los Siete y Eisset despertaron sobresaltados y cogieron apresuradamente sus armas, mientras Proctor adoptaba su verdadera forma una vez más. El campamento se convirtió en un caos.
Sombras,  espectros, zheeremitas y elfos oscuros irrumpieron y se precipitaron contra ellos. Winter lanzó un hechizo para dotar las armas de sus compañeros con la magia necesaria para luchar contra las sombras y los espectros al tiempo que corría a situarse junto a la pequeña. Los elfos oscuros y los zheeremitas eran más convencionales a la hora de morir, no era necesaria ninguna magia en los aceros para matarles. Luego se protegió a sí misma con un conjuro que la proveía de una armadura invisible, y de inmediato entró en combate con sus hechizos de hielo.
Briego profirió un grito de guerra y se abalanzó con su espada sobre un elfo oscuro que apuntaba con su ballesta a Winter, pero el elfo tiró el arma y sacó de sus fundas, rápido como el rayo, dos estoques que usó para detener la acometida del bárbaro. El drow giraba y saltaba, realizaba paradas y lanzaba duros mandobles que mantenían a raya a Briego. Pero una certera flecha de Sivar le atravesó el cuello, y el elfo se desplomó ahogándose en su propia sangre. Briego no se detuvo a darle las gracias al alquimista, de inmediato seleccionó otro elfo oscuro como objetivo y se lanzó contra él. Briego no soportaba a los elfos oscuros ni a los zheeremitas, pero  prefería batirse con ellos que con los seres de ultratumba.
Sivar alternaba su arco con su daga y sable, sorteando los globos de oscuridad que los elfos oscuros empezaron a lanzar. Los Siete sabían luchar contra esa clase de enemigo, pues lo habían hecho con frecuencia, así que conocían sus tácticas y habían aprendido a contrarrestarlas. Cuando lanzaban un globo de oscuridad, procuraban salir de él rápidamente para que Sivar usara sus flechas sin miedo a dañar al compañero. Dotado con un sexto sentido para ello, el elfo raramente fallaba su cometido. Así pues, en ese momento usaba el arco contra los globos de oscuridad y blandía la daga y el sable cuando un enemigo se acercaba demasiado.
Enitt se lanzó instintivamente contra las sombras y espectros que le rodearon, intentando que no le rozaran con su toque frío y entumecedor, capaz de paralizar y drenar la energía de la víctima, aunque no siempre lo conseguía. Su espada brillaba con un resplandor rojizo que desenmascaraba a las sombras, muy difíciles de ver en la oscuridad, y subía y bajaba intentando alcanzar a los escurridizos enemigos. Cuando la hoja mágica alcanzaba a alguno, se producía un estallido negro que expandía un polvo oscuro y la víctima se volatilizaba. Enitt se descubrió muy diestro en la lucha contra ese tipo de no—muertos, se movía con agilidad esquivando las lúgubres manos incorpóreas que se extendían hacia él y contraatacaba con mandobles que raramente fallaban el blanco. Winter le ayudaba con sus hechizos cuando podía, ocupada en escudar a la niña y defenderse ella misma de los ataques de los enemigos que lograban sortear a Briego y a Sivar.
Ross y Liander se las veían, espalda contra espalda, con el grupo de zheeremitas que constituían el mayor peligro de entre los sicarios enviados contra ellos. Tenían muchas dificultades en decapitarles, que era el primer paso para acabar con las temibles criaturas, porque cuando la hoja se les acercaba demasiado se teleportaban y al punto regresaban. Proctor protegía a sus compañeros con conjuros poderosos, que al menos evitaban que los zheeremitas pudieran dominar sus mentes. El dragón plateado,   sin poder utilizar el fuego de su aliento por miedo a calcinar a alguno de sus compañeros, sabía que, a pesar de ello, unos cuantos zheeremitas no eran rivales para él; era cuestión de tiempo que cayeran víctimas de sus potentes hechizos o de sus terribles fauces. Las duras escamas que protegían sus cuerpos reptilianos no les servirían contra las poderosas garras de un dragón.
Eisset hacía cuanto podía para ayudar, desde sanar a aquellos de su grupo que habían sufrido alguna herida de poca importancia a desviar flechas que de vez en cuando caían sobre ellos. La pobre sacerdotisa echó a correr despavorida hasta situarse junto a Proctor cuando dos elfos oscuros lograron acercarse a ella, blandiendo unas pequeñas ballestas que dispararon en su dirección. Eisset sintió dos pinchazos y comenzó a sentirse mal; comprendiendo que las pequeñas saetas estaban recubiertas con algún tipo de veneno y que no tardaría en caer presa de sus efectos, buscó casi sin tener consciencia de ello la protección del más poderoso de Los Siete, a quien ella además amaba, y luego cayó entre sus patas. Proctor, al verla caer, reparó en aquellos que la perseguían y, preso de una furia primigenia, los lanzó por los aires de un zarpazo para luego darles muerte destrozándolos con sus garras.  De pronto, un potente chorro de energía negra impactó contra el flanco del dragón. Proctor lanzó un bramido y conjuró un escudo que detuvo el flujo, mientras buscaba la fuente; pero ésta se detuvo antes de revelarse.
En un estallido de polvo negro, como consecuencia de las acciones de Enitt, acabó la última sombra que quedaba de las ocho que cercaron inicialmente al hombre de pelo blanco; los espectros habían resultado más fáciles de abatir, a pesar de ser más numerosos. Enitt corrió junto a Briego para ayudarle en su lucha contra los peligrosos elfos oscuros. No quedaban muchos ya, pero los que continuaban con vida se batían con la desesperación de aquél que sabe que la alternativa a la victoria es la muerte. Esa misma desesperación les llevó a cometer errores, que los otros no desaprovecharon. Encontraron la muerte, tal como sus compañeros, de manos de aquellos de quienes se creían verdugos.   
Winter, acusando el cansancio que solía ser consecuencia de la concentración y desgaste de la propia fuerza vital, se sobresaltó al darse cuenta de que la misteriosa niña no se encontraba ya a su lado. Giró en derredor buscándola, angustiada y enfadada a la vez por la imprudencia de la pequeña, y la vio caminando despacio hacia una zona oscura, con la mirada fija en algo que Winter no podía ver. La hechicera estiró el cuello, buscando en la oscuridad el objeto de la atención de la niña, y creyó observar por un instante una forma incorpórea: allí había alguien, oculto por un hechizo de invisibilidad. Mientras Proctor acababa con el último zheeremita, Winter lanzó un contraconjuro para que la persona oculta se revelara.
Todos miraron sorprendidos, ya que habían dado por concluida la lucha, a la alta figura vestida con una túnica negra que se materializó entre los árboles.
—¡Es él! —gritó Eisset— ¡Es Solomon, el Enlace que buscamos!
El mago, viéndose descubierto, abrió apresuradamente un portal para huir de la amenaza  y lo traspasó con muchas prisas. La niña se apresuró detrás  suyo, y Winter tras la niña. Cuando Enitt echó a correr para detener a la hechicera, ambas traspasaron el círculo mágico y éste se cerró súbitamente y desapareció. El hombre de los cabellos blancos pasó de largo el lugar donde se erigía el portal un segundo antes y se detuvo bruscamente al chocar contra un árbol, rebotando hacia atrás y cayendo al suelo. Cuando Briego y Ross acudieron a su lado, vieron que el golpe no revestía gravedad y le ayudaron a ponerse en pie.
— Se han ido… —musitó aturdido—. Han cruzado a sus dominios, están a su merced…Debemos rescatarlas antes de que sea demasiado tarde.
— Nos pondremos en camino ahora mismo, Enitt —dijo Liander acercándose a ellos.
—¡No, eso no es suficiente! Aún estamos muy lejos. Proctor… Proctor puede volar, y podría llevarme en su grupa… Si la sacerdotisa consulta la Piedra y nos concreta un poco más la situación de la guarida de ese mago, podríamos llegar en muy poco tiempo... Proctor, ¿estarías dispuesto a ello?
— Por supuesto —aseguró el enorme dragón plateado con su vozarrón—. No permitiremos que Winter sufra ningún daño. Eisset, ¿podrías usar la Piedra para ayudarnos, querida?
— Ahora mismo.

Solomon entró a través del portal en su sala de mando con el corazón martilleándole en el pecho, de miedo y rabia. Antes de que el portal mágico se cerrara, dos figuras irrumpieron en la estancia precipitadamente a través de éste, y el mago no perdió tiempo en averiguar su identidad. Lanzó una bola de fuego contra los  intrusos, reconociéndolas entonces. Winter empujó al suelo a la niña y rodó para esquivar el mortífero conjuro, preparando un contraataque que no tardó en llegar. El salón se convirtió en un campo de batalla, los muebles se astillaron y ardieron por el efecto de los hechizos desviados y un humo que quemaba la garganta y escocía los ojos llenó la estancia. Winter luchaba desesperada, sabiendo que estaban condenadas: no tardarían en aparecer esbirros de Solomon alertados por el estruendo de la reyerta, y ambas acabarían apresadas como poco.
— ¡Espabila, niña!— le dijo Winter— ¿No vas a ayudarme con esto? ¡O despliegas esos poderes que vi o estamos perdidas!
Pero la pequeña no sólo siguió sin intervenir, sino que ni siquiera pareció entender lo que la hechicera le dijo. Un diablo menor se asomó por la puerta y desapareció de nuevo, la mujer oyó perfectamente sus gritos de alarma por los pasillos del fortín.
Las puertas de doble hoja del salón se abrieron con brusquedad al poco,  vomitando elfos oscuros, hombres de feroz aspecto y esqueletos.
Cuando esto sucedió, Winter atacó a los recién llegados con un conjuro para evitar que las alcanzaran, lo cual brindó la oportunidad esperada por Solomon.  El mago le lanzó un hechizo aturdidor  y ella cayó de rodillas, incapaz de defenderse, y se vio rodeada por los esbirros. La hechicera se colocó protectoramente ante la niña con evidente esfuerzo, cercada por amenazadoras espadas, y se encaró al Enlace que se acercaba a ella con una expresión jactanciosa en el rostro.
— Vaya un par de estúpidas —escupió Solomon con desprecio—. Acabáis de hacerme un gran favor al poneros a mi alcance. Ahora tengo algo con qué negociar la entrega de la Piedra: vuestras vidas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario