miércoles, 22 de diciembre de 2010

Capítulo 3 parte 4


4

— ¡Deja ya de avasallarme con tus preguntas, Enitt!— me gritó Winter, irritada—. Hace ya muchos años, ¡déjalo atrás!
— ¿Por qué te niegas a contestar?— inquirí yo sin darme por vencido.
— ¡No hay nada más que contestar!— la hechicera suspiró y trató de calmarse—. Ya te lo he contado dos veces… Fue una peligrosa incursión a la torre, debíamos reconquistarla. Estaba infestada de elfos oscuros; sólo Ross, Ari, tú, yo y un hechicero de la Orden contra la horda de defensores. Ella tuvo la mala suerte de caer ante la espada de uno, como podía haberle ocurrido a cualquiera de nosotros. No pudimos hacer nada. Fue mala suerte, no le busques tres pies al gato.
— Pero, ¿Cómo…
— ¡No!— me interrumpió hecha una furia de nuevo.— ¡No pienso contarte nada más! Haces mal en hurgar en la herida. Si pediste olvidarlo, y de eso eres consciente, ¿por qué quieres volver al punto de partida? ¿Qué es lo que buscas? ¿Te has vuelto tonto?
— No. Es sólo que Eisset ha insinuado…
— Eisset nunca te tragó, Enitt —me confesó con otra interrupción—. Mira, comprendo lo que sientes. Estás pasando por lo que debiste pasar entonces, pues para ti ocurrió ayer, los años no han curado tus heridas, han sido sólo un paréntesis. Pero métete en esa cabezota que no tuviste culpa alguna, que ocurrió hace cuarenta años, y por el amor de los Dioses, vive de una vez. Incluso con media vida amputada has sido una triste sombra de lo que fuiste.
— ¿Y tú qué sabes?
— No dejé de observarte mediante la magia, Enitt. Los compañeros no se dejan atrás. No del todo.
— Gracias por tu ayuda, Winter— dije dirigiéndome a la puerta, resignado—. Hasta luego.

Volví a mi propia habitación, situada junto a la de ella. Me estiré en la cama, con botas y todo, y pensé en las dos conversaciones. Creía a Winter. Y tenía razón. Decidí dejar el asunto definitivamente y centrarme en los problemas que pronto caerían sobre nosotros.
  

Después de una cena tensa, fuimos conducidos al Gran Salón. Los líderes de los Doce Reinos, Eisset junto con dos magos de alto rango, dos extraños hombres recién llegados y nuestro grupo, entramos en éste silenciosos, expectantes. Las mesas estaban dispuestas en forma de U en el fondo de la sala, a cuya cabecera se instalaron los anfitriones. La sala era tan grande y austera que el pequeño espacio que ocupaba el área de las mesas quedaba ridículamente desamparado, nada acogedor, y hacía frío a pesar de que la enorme chimenea llevaba mucho rato encendida. De las paredes de áspera piedra gris colgaban antorchas suficientes para ver bien en la zona donde se ubicaba la mesa, pero el resto de la amplia sala quedaba en una incómoda penumbra. No recuerdo haber estado nunca en un lugar tan tétrico. El oscilante fuego de las antorchas junto con el de la chimenea creaba la ilusión de amenazantes sombras en movimiento a nuestro alrededor. Me pregunté, dado que la Torre no carecía de otras salas más reducidas y más alegres, si no se escogió ésta con el fin de sugestionar a los presentes, pues realmente allí te sentías humilde y en peligro.
El nuevo aspecto de Ross me arrancó una ancha sonrisa. Le recordé, y recordé también lo complementarios que éramos en la lucha a espada. Vestía enteramente de negro,  jubón, polainas, botas y muñequeras; su cabello era también muy oscuro, y sus facciones, agraciadas. Me sonrió con sorna, pero no dijo nada.
Una vez que todo el mundo hubo tomado asiento, Eisset habló con su voz de cristal.
—Sé que la mayoría de vuestras Altezas se conocen, pero no obstante presentaré a cada uno de los asistentes. Junto a mí, los dos magos de más alto rango de la Orden Blanca, Enímedes y Yuno. Comenzaré por las personalidades a mi derecha. Su majestad Arnamion, rey de Selenia;  Su majestad Coriol, rey de los bárbaros de Los Yermos del Norte; su majestad Ikar, rey de Tornia; la ilustre dama Ewel, Señora de las amazonas del Gran Bosque; el honorable Thelentor, Señor de los elfos de Andarathiel; su majestad Isir, rey de Delania; su majestad Nevelia, reina de Quarante; el insigne Dwintin, Señor de los cambiantes de Ruanev; la augusta dama Rian, Señora de los elfos de Ímbrolas y el excelso Regulus Alcalde de los medianos de Nordesh. A continuación, a mi izquierda, se hallan su majestad Holdes, rey de Dunamun y  su majestad Biriz, rey de los enanos de las montañas Beggum. Más allá, el grupo conocido como Los Siete, siete elegidos por el misterioso Gran Oráculo para ayudarnos en los momentos de crisis, cuyos componentes son, según están sentados, el caballero Liander, el caballero Ross, la hechicera Artea, el Gran Señor Proctor, el maestro Sivar, el caballero Briego y el caballero Enitt. Los dos recién llegados son el Gran Señor Anthas y el Gran Señor Excelenior.
La sacerdotisa hizo una pausa, mirando con algo parecido al éxtasis a los dos insólitos caballeros.  Ambos, junto con nuestro Proctor, eran los más ricamente vestidos y también los más apuestos, superando en elegancia y porte al más refinado de los reyes presentes. Pero no era muy propio de Eisset  mostrar tal idolatría por nadie salvo por… Proctor. Bueno, me dije, la sacerdotisa siente debilidad por los hombres atractivos de porte aristocrático, al fin y al cabo es también una mujer. Sin embargo, yo veía algo raro en ellos, igual que en Proctor… Estuve convencido de que tenían algún vínculo con nuestro compañero. La sacerdotisa continuó entonces su monólogo, recobrando un tanto su dignidad.
— Honorables líderes de Álderan, gracias a todos por acudir. Se cierne una vez más la amenaza sobre nuestro mundo, una vez más debemos trabajar en equipo para expulsar el yugo que se nos pretende imponer, el oscuro pozo de muerte al que se nos pretende arrojar. Estamos hoy aquí, aprovechando la cobertura que nos da el sepelio del ilustre  Mago Electo Por Los Dioses Blancos, para trazar un mínimo plan de acción en vista de la posible inminencia de una ofensiva por parte de las fuerzas del Dios Oscuro Balician. Cedo la palabra al ilustre caballero Liander, miembro de Los Siete.

Liander se puso en pie e hizo una leve reverencia a la sacerdotisa, carraspeó un poco y se dirigió a todos. 
— Majestades, señores y distinguidas damas, saludos. El deleznable asesinato del Mago Electo ha supuesto, además de la pérdida de una gran persona, el fin de la comunicación entre nuestros Dioses y este mundo. La conspiración va más allá todavía, y aunque no sepamos a ciencia cierta  en qué consiste, sí podemos especular. Los Siete creemos que las fuerzas de la oscuridad tratan de abrir la puerta de unión de los planos.
— ¿Es eso posible?— preguntó atónito el rey Arnamion de Selenia.— ¿No son los propios Dioses blancos quienes custodian la puerta?
— Lo son— intervino Winter—. De ahí que eligieran a Abor como víctima. Se han tomado muchas molestias, ¿por qué escoger a alguien tan inaccesible, si no es por una razón concreta? Hemos reflexionado acerca de los motivos, de los fines que se persiguen con este asesinato, y creemos que los hay. Es posible que los agentes de la Oscuridad hayan hecho lo mismo en los demás planos, es decir, incomunicarlos de los Dioses. Podemos especular que los Dioses Blancos, al darse cuenta, se adentren en los planos, bien para averiguar qué ha pasado, o bien para tomar represalias. Es posible también que en su furor descuiden la Puerta.
— Eso raya en la blasfemia, querida Artea— espetó Eisset con una profunda mirada de desagrado –. Los Dioses son infalibles.
— Balician es también un Dios, tan infalible como los demás. Sin embargo hasta ahora ha fallado en sus intentos, Eisset.
— En todo caso, el modo de conseguirlo es irrelevante para nosotros, pues no tenemos acceso al plano celestial y no podríamos evitarlo. Pero estamos convencidos de que su objetivo es abrir la Puerta— apuntó Liander.
— Tiene sentido— le apoyó Thelentor,  Señor de Andarathiel—. Sus tropas terrenales fueron diezmadas en la anterior guerra, y cuarenta años no son suficientes para alcanzar el número que aquélla vez tuvieron, y mucho menos superarlo. Necesita un ejército mayor, o parecido en cuantía pero más poderoso… Y abrir la Puerta se lo proporcionaría con creces.
Había algo en todo este planteamiento que no me cuadraba, así que intervine sin pensarlo.
— Hay algo que no comprendo— dije—. Si la guerra entre los Dioses es simultánea en todos los planos, ¿a qué retirar tropas y debilitar sus posiciones para luchar en el nuestro?
— ¿Simultáneas?— medió Proctor—. Hablas en términos de tiempo, y esto es relativo de un plano a otro. Y lo cierto es que el nuestro es el más importante de todos.
— Y bien podría ser que Balician haya tenido éxito en la conquista del resto de planos o de los más importantes —dijo Sivar—. En ese caso dispondría de efectivos y necesitaría abrir la Puerta.
— Y los Dioses Blancos, ¿por qué no la utilizan y nos envían asimismo refuerzos?— razoné yo.
— Porque eso es hacer trampa —ironizó Briego en su más puro estilo—. Son las reglas. Sólo Balician, por ser un pedazo de cabrón marginado por todos, tiene el privilegio de pasárselas por el mismísimo culo, y perdonen las señoras.
— ¡Más suave, Briego, sujeta esa puñetera lengua tuya!— oí murmurar a Sivar, abochornado.
A pesar de los reparos del alquimista, el comentario nos arrancó sonrisas a todos los presentes, las más anchas a Biriz, rey de los enanos y a Coriol, rey de los bárbaros. No agradó su claridad a las damas, a  unas les molestó la forma y a otra el contenido, y le miraron las unas con desdén y la otra desaprobadora. Pero Briego era Briego, inmune a las críticas, y no sólo ni se inmutó por ello sino que encima tuvo la desfachatez de hacer un guiño a Eisset, que acabó negando ligeramente con la cabeza y tragándose la reprimenda que tenía preparada, dejándole por imposible.
— Podríamos, sin embargo, intentar avisar a los Dioses Blancos. Nosotros —dijo Ross.
— Ese don lo poseía tan sólo el Mago Electo, Ross— saltó Eisset como un resorte—. Nadie más puede contactar con Ellos.
— Sabes que eso no es del todo cierto, Suma Sacerdotisa —le espeté con perversa satisfacción, pues sabía, no entiendo cómo, que mentía como una bellaca. Pudo influir que me sentía lleno de rencor por sus insinuaciones de esa tarde—. El poder lo tiene la Piedra de Izen, no el hombre que la lleva.
— Pero los Dioses…
— Los Dioses eligen quién ha de portar la Piedra, es cierto —la corté— , pero estamos ante algo muy grave. Tú eres por ahora, y hasta que los Dioses no escojan a un sucesor del Mago Electo, la superiora de la Orden. Tienes tan buenas aptitudes para usar la Piedra como las tenía Abor, entonces, ¿qué es lo que te impulsa a mentir para evitar usarla? ¿Tienes miedo de tus Dioses?
Mis palabras produjeron unos murmullos de incredulidad por parte de los asistentes a la reunión. Eisset pareció cuestionada como cabeza visible de la Orden, y como su mayor defecto era la absoluta falta de la humildad propia de cualquier sacerdotisa, se puso en pie con la expresión de una loba defendiendo a sus lobeznos.
— ¡Escuchadme todos! —gritó, cortando de cuajo los comentarios. Aunque dicen que las miradas no matan, la suya me cosió a puñaladas—. Es cierto que la Piedra de Izen tiene el poder, pero sólo el  Mago Electo tenía el beneplácito de los Dioses Blancos para acudir a Su presencia. Si cualquier otro lo intentara…correría un riesgo mortal, y cuando digo mortal me refiero a que se expondría a la aniquilación de la propia alma… La muerte total del cuerpo y del espíritu.
— Pues alguien habrá de hacerlo. Esa maldita puerta debe permanecer cerrada o esta vez  Balician tendrá todas las de ganar— dijo Briego—. A saber contra qué cosas tendríamos que luchar…
 Yo estoy dispuesta a intentarlo, ya que nadie más parece tener agallas.
La voz de Winter sonó resuelta y segura de sí misma, y todos los ojos convergieron en su hermosísimo rostro. Creo que no me equivoco al decir que todos los presentes sentimos admiración ante la valentía de la hechicera. Yo sentí además preocupación, y al mirarla un alud de imágenes y sensaciones invadieron mi mente…

Winter curándome una herida, con el cuidado y delicadeza de una madre; Winter apoyándome en la lucha, incluso salvándome la vida; Winter a mi lado  cuando necesito hablar, como una auténtica amiga, ofreciéndome su silencio cuando sólo hay que escuchar y aconsejándome cuando es preciso hacerlo; Winter abrazando a Ari feliz el día de nuestra boda; Winter agotada y sin embargo ayudando en los campos de batalla a los sanadores con los innumerables heridos; la Winter altruista y abnegada, sensible al sufrimiento ajeno y a las injusticias; la Winter asesina, fría y cruel, casi inhumana en su eficacia; la Winter risueña y adorable, la temible Winter enfadada… 
Y sobre todos los recuerdos, uno brilla especialmente…
— Vas a hacerlo… Veo en tus ojos tu decisión…
— Si, Winter…No puedo…Tú no sabes por lo que estoy pasando…
— Pero pasará, Enitt, el tiempo lo curará… No lo hagas. Vas a despojarte de toda tu vida.
— Yo ya no tengo vida. Perdóname, Winter…
— Artea. No me llames con mi apodo ahora, quiero que te despidas de mí como es debido.
Winter se levanta de la silla y se planta frente a mí. Llora, con la elegancia con que lo hace todo, pero llora.
— Artea…
— He llorado la pérdida de mi camarada y amiga… Y ahora lloro sobre esas lágrimas por otro querido amigo perdido…Tú. Adiós, Enitt…
Y me besa en los labios, un beso sin pretensiones que va más allá de la amistad y  que no llega al amor, pero que me deja desconcertado.
— ¿Por qué has hecho eso?
— Para que lo olvides.

Eisset miraba a Winter con una mezcla de incredulidad y vergüenza. Y quizá algo de envidia.
— No, Artea, no tendrías ninguna posibilidad, sería un sacrificio vano. Yo lo haré. Yo he vivido para los Dioses Blancos la mayor parte de mi larga vida, tal vez me reconozcan o tal vez tenga que obrar según sus patrones, pero puedo tener éxito allí donde tú fracasarías.
— De acuerdo —se avino enseguida la hechicera, y una perversa sonrisa asomó en sus carnosos labios por un segundo. Sospeché entonces que Winter había manipulado a Eisset.
 — Gracias en nombre de todos, Eisset —continuó Liander.— Hay además otros puntos que debemos abordar. Necesitamos estar coordinados, todos los reinos sin excepción. Debéis tener vuestros ejércitos listos para la contienda, la mitad de los cuales partirá en defensa del reino donde se produzca la ofensiva; a vuestros magos en comunicación para informar de la localidad donde tenga lugar y las rutas comerciales abiertas y en actividad. Sé que algunos de vosotros habéis hecho acopio de provisiones, prevenidos de una posible guerra por vuestros videntes. Pero ha sido a costa de vuestros vecinos menos favorecidos, y eso hay que enmendarlo. Quizá sean los ejércitos de esos mismos vecinos quienes tengan que acudir a ayudaros, pues nadie sabe dónde empezará todo.
— Nosotros podemos abastecer de armas y armaduras a los ejércitos —se ofreció Biriz, el rey del pueblo Enano de las montañas Beggum—. Nunca hemos dejado de fabricar. Tenemos varios miles almacenadas en nuestras minas. Y podemos producir más, hasta que llegue la hora de blandir el hacha.
— Reabriremos las rutas comerciales —dijo el rey Holdes de Dunamun.— Proveeremos de cereales a los reinos desabastecidos.
— ¡Esto es una afrenta!—exclamó Arnamion de Selenia dando un puñetazo en la mesa de madera que sobresaltó a todo el mundo.— ¡Habéis incumplido los tratados y llevado a mi pueblo a la hambruna aludiendo unas falsas malas cosechas! ¡Os declararía la guerra si no estuviéramos al borde de una!
— Debo velar por los intereses de mi pueblo a costa de lo que sea —dijo desafortunadamente Holdes.
Y de poco no empieza allí mismo la guerra, pues el rey Arnamion se levantó dispuesto a atizar de lo lindo a su homónimo dunamunense. Le detuvieron entre Briego y el rey Coriol, y con esfuerzo consiguieron conducirlo de nuevo a la silla.
— ¡Majestades, por favor! —exclamó Eisset.— ¡Si no somos capaces de dejar de lado nuestras rencillas, le estaremos dando ventaja al enemigo!
— Y una cosa más —prosiguió Liander—. Si la Puerta de los planos se abre, los dragones del bien tomarán partido. Avisad a vuestros vasallos, que no se les ocurra atacarles. Y, de momento, eso es todo.
— Un momento —dijo Regulus, alcalde de los medianos de Nordesh –. Mi pueblo no es guerrero. Nos aplastarían. Necesitamos protección.
— No podemos protegeros —respondió Liander—. Pero podéis albergaros en los distintos reinos. Debéis dejar vuestro territorio. Vuestra contribución será ocuparos de la intendencia, la cocina de campaña y tareas que se necesitan para el mantenimiento de los ejércitos.
El mediano pareció muy contrariado, pero aceptó los términos.
— Si nadie quiere añadir nada más, podéis retiraos —dijo Eisset.
Y todos salimos apresuradamente de aquella inquietante sala.

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