domingo, 9 de enero de 2011

Capítulo 6 parte 5

5

Briego y Sivar empezaron a registrar las salas de ese mismo nivel. La cuarta puerta más allá de la sala del gólem estaba cerrada con llave.
Sivar sacó de su morral unas ganzúas y se agachó, mientras introducía la primera de éstas en la cerradura. El elfo forcejeó, intentando infructuosamente abrir la puerta por ese método. Briego pronto se cansó de esperar.
— Aparta, elfo. No hay cerradura que se resista a mi bota, siempre que no haya magia de por medio.
— ¡Espera,  Briego, espera un momento, casi lo tengo…!—decía el elfo enfrascado en lo que parecía un duelo.
Pero él, agotada su paciencia, se colgó la espada a la espalda,  tomó carrerilla, se agarró con ambas manos al marco superior y elevó sus piernas por encima de Sivar, golpeando la puerta como un mazazo. La madera se quebró a la altura de la manija y aquélla se abrió de golpe y por completo. El elfo, sorprendido, cayó de bruces al ceder la puerta contra la que se apoyaba, y casi se clavó la ganzúa en la caída. Se levantó hecho una furia.
— ¡Eres un auténtico idiota, bárbaro! ¡No se te ocurra volver a hacer una de las tuyas estando conmigo, o te arrepentirás!
— Bah, elfo, te tomas las cosas demasiado a pecho. ¿Rabias por el hecho de que mis métodos son más efectivos que los tuyos? E incluso más varoniles, añadiría —dijo Briego con una sonrisa socarrona, mientras traspasaba el umbral y entraba en la sala. Echó un vistazo y se dio la vuelta para salir. — Es una armería, no entiendo a qué tanto secreto. Vámonos.
Justo cuando había dado dos pasos hacia el pasillo, alguien le llamó desde dentro de la estancia.
  ¡Shhhhhhhhhhhh, shhhhhhhhhhhh, eh, tú, bárbaro…!
Briego se dio la vuelta a la vez que agarraba la empuñadura de su espada en la espalda y  la desenfundaba.
— ¿Quién coño anda ahí? ¡Muéstrate!
Sivar descolgó su arco del hombro y lo cargó con una flecha que tomó de la aljaba a su espalda, apuntó a la penumbra de la armería, tan solo iluminada por las antorchas del pasillo, y lo movió de un lado a otro buscando al intruso. El desconocido soltó una carcajada, al parecer divertido ante la situación.
— ¡No puedo moverme, soy una espada, mendrugo!
— ¡Ja! ¡El viejo truco de la espada parlante! No me creerás tan necio como para picar, ¿no, tunante? ¡Cuando te ponga la mano encima desearás ser verdaderamente una espada!
Sivar retrocedió y tomó la primera antorcha que pendía de la pared del pasillo, junto a la puerta. Se la pasó a Briego y retomó su posición, apuntando a la sala con su flecha. El hombretón, con la espada en una mano y la antorcha en la otra, se desplazó con cautela, registrando la armería. Pero, verdaderamente, allí no había nadie. Colgada de la pared, una enorme tizona con un rubí tan rojo como el pelo del bárbaro en la cruz de la empuñadura, empezó a brillar tenuemente. A la par que el halo rojo aparecía a su alrededor y la envolvía por completo, la voz, que verdaderamente provenía del rubí, sonó de nuevo entre aquellas paredes.
— El jodido mago debe haber muerto, puesto que puedo volver a hablar. No te imaginas la de años aburridos que llevo aquí metido… y encima acallado con los hechizos de aquél loco cabrón.
Briego se volvió hacia el elfo, con los ojos como platos.
— Sivar: esa espada habla de verdad… Y dice más tacos que yo… ¿estoy acaso perdiendo el seso?
— Yo también la oigo…—confirmó el elfo bajando el arco.
— ¡Pues claro que me habéis de oír, par de asnos, si es que no estáis sordos! Por cierto, soy Eloquor, espada mágica y parlante. Me caes bien, bárbaro, y eres de mi talla. Te ruego me tomes a tu servicio y me saques de este pútrido cuartucho.
Briego pareció dudar un momento. Miró a Sivar, y el elfo señaló la espada con la cabeza, invitando al hombretón a cogerla.  El bárbaro soltó la suya, que retumbó con ruido metálico al chocar contra el piso, la alcanzó y la tomó, irguiéndola en todo su esplendor. El metal de que estaba hecha parecía de la mejor calidad; una serie de runas grabadas en su filo le otorgaban poderes mágicos inusuales y su manufactura no se asemejaba a ninguna propia de los reinos de Álderan, pero era de una belleza y maestría que haría palidecer de envidia a los mismísimos elfos, considerados los mejores forjadores de las más bellas y letales espadas. Después de estudiar y admirar la tizona, Briego volvió a mirar al elfo.
— ¿Qué opinas?—le preguntó.
— Te va como anillo al dedo. Incluso es tan soez como tú…
—Hum… Está bien, Eloquor, te tomo a mi servicio; pero como me la juegues te convierto en una olla parlante.
— No seas zoquete, bárbaro: por mucho que lo intentaras, no podrías fundirme. Aunque… entiendo a qué te refieres. No tengas temor alguno de mí, pues seré un fiel compañero hasta el fin de tus días. Quede, pues, a tu servicio. Que así sea— concluyó la espada, y el halo rojo envolvió también la mano del bárbaro hasta que se la colgó a la espalda y perdió el contacto físico con ésta, momento en que el resplandor se extinguió.
— Sigamos buscando, Briego —dijo Sivar saliendo de la armería.
— ¡Soy un tío con suerte, elfo!—se jactaba el otro, contento con su nueva adquisición.
Pero Sivar no las tenía todas consigo de que eso fuera así.

Liander y Winter  encontraron los aposentos del mago en la planta inmediatamente superior, junto a la sala donde yacía el cadáver de Solomon. Se trataba de una habitación amplia, ostentosa y recargada: el mago se había rodeado de todas las comodidades habidas y por haber, lujos, piezas de arte y muebles de la mejor calidad; con un simple vistazo se apreciaba el gran ego que poseyó en vida y el gran aprecio que sentía por sí mismo.  
En una de las paredes encontraron una pequeña puerta empotrada, una caja fuerte,  y consiguieron abrirla con facilidad.
— Seguro que estaba oculta con algún hechizo mimético —dedujo ella—, pero muerto el mago…
—… Se acabó la magia —concluyó el caballero.
Liander sacó unos pergaminos de la caja fuerte y los llevó al escritorio de caoba sito a unos pasos; luego los dividió en dos montones.
— Busquemos los planos. Toma la mitad, así iremos más rápidos.
Ambos comenzaron afanosamente a escrutar los papeles. Winter abrió la boca de sorpresa al mirar el primero de ellos.
— Liander, mira: son informes detallados de todos los países, aquí está todo… Incluso figura el nombre del agente infiltrado en cada reino, responsable de cada informe…
— Nos llevaremos los pergaminos y daremos caza a esos espías, pero ahora no te entretengas con eso, querida. Es crucial que liberemos a los Dioses.
— Sí, sí, claro… — dijo Winter volviendo a los demás rollos.
— ¡Aquí está! —exclamó el caballero mirando al pergamino que tenía medio desenrollado entre las dos manos. Permitió que se enrollara de nuevo y lo puso sobre su pila, que tomó entre los brazos—. Coge el resto de los papeles y volvamos a la sala.

Ross y Jarko se hallaban en la cuarta planta. En el ala derecha no habían encontrado nada, de modo que empezaron a registrar el ala izquierda. Solo habían tres puertas en aquel pasillo, y las dos primeras habían resultado infructuosas. La tercera puerta, en cambio, tenía una ventana con barrotes y la madera que la constituía era basta, de poca calidad aunque robusta. Dentro había dos guardias que les vieron a través de las rejas cuando se acercaron a mirar, a pesar de que se apartaron rápidamente de éstas.
— ¿Quién va? —gritó uno de ellos, desenfundando su espada.
El otro lo imitó enseguida. Ross, apostado a un lado de la puerta y con la espalda contra la pared, se llevó el dedo índice a los labios para indicar a Jarko, situado al otro lado, que guardara silencio. Ambos esperaron hasta que los guardias salieron, momento en que se les echaron encima. Pero no lograron sorprenderles,  y ambos centinelas repelieron el ataque de padre e hijo.
El antiguo tabernero manejaba la espada al ataque; no así su hijo, quien la blandía defendiéndose y parando las estocadas que le lanzaba el guardia. La desesperación de Ross por socorrer a su hijo le valió un serio corte en el brazo, mas ni siquiera eso le amedrentó en absoluto. Con más fiereza si cabe, Ross redobló la velocidad de sus embates: su espada parecía estar en todas partes y el guardia se vio impotente para detener el filo de su colérico enemigo. De nada sirvió su cota de mallas: las anillas se abrieron ante la fuerza de una estocada directa a su vientre, y el hombre se dejó caer despacio, al contrario de su sangre, que abandonaba su cuerpo rápidamente dejando un charco a sus pies. Cuando Ross se acercó a Jarko, el muchacho se había crecido y era el segundo guardia quien paraba tajos a diestro y siniestro. El tabernero decidió no intervenir de momento, dejando que el chico resolviera la lucha por sí mismo. Debía aceptar que su hijo era ya un hombre, por mucho que le costara. Debía dejar que Jarko se hiciera un hombre. Y Jarko, para orgullo de Ross, acabó con el guardia.
— ¡Padre, estás herido! —exclamó el muchacho acercándose, preocupado, a su padre.
— Ya nos ocuparemos de ello más tarde. Entremos en la mazmorra, a ver qué encontramos — ordenó Ross cogiendo el manojo de llaves del cinturón del guardia que había abatido.
Tras pasar la puerta principal había una segunda puerta. Como estaba cerrada con llave, Ross usó el manojo hasta dar con la correspondiente a aquella cerradura y se vieron abocados a un luengo pasillo, a lo largo del cual estaban distribuidas varias celdas cerradas con puertas semejantes a la primera. La luz era muy escasa, tanto que apenas traspasaba los barrotes de los pequeños ventanucos de las puertas. Tomaron una antorcha de la pared y procedieron a registrar las celdas.
Los cuartuchos olían a orines y excrementos. Dentro de éstos, los reos, desnutridos, sucios y greñudos, yacían en el suelo cubierto de paja o sentados contra los muros, sin apenas fuerzas. Un par de ellos estaban muertos.
— ¡No tengáis miedo!—gritó Ross a los reos, viendo su reticencia y su pánico—. ¡El mago ha muerto y la fortaleza ha caído en nombre de los Dioses Blancos!
— Padre, no sabemos quiénes son estas personas. Es muy lógico pensar que, en un lugar gobernado por el mal, los reos serán gente buena, pero, ¿y si no es así? ¿No estamos dando por sentado algo que ignoramos? —reflexionó Jarko solo para el oído de su padre, siempre tan prudente.
— Está bien, hablaré con ellos antes de liberarlos.
 No eran delincuentes, eran personas que Solomon había considerado peligrosas para su causa o que había utilizado para sus planes.  Ross dejaba las celdas abiertas, anunciándoles que eran libres. Diez hombres y una mujer salieron al pasillo con andares de zombi, débiles y deslumbrados por la luz de las antorchas.
— Seguidme, os custodiaré a lugar seguro. No os separéis del grupo, pues podría quedar algún guardia con vida —les habló Ross, situándose en cabeza.
La procesión salió al pasillo principal y Jarko, que cerraba el grupo en retaguardia, tuvo que ayudar a la mujer ofreciendo sus hombros a su brazo, pues apenas se sostenía en pie, y el anciano a quien se agarraba se veía tan débil como ella.

Eisset y Proctor regresaron pronto a la sala de los orbes, pues no habían hallado nada relevante. Briego y Sivar fueron los siguientes en aparecer, y al poco rato entraron Liander y Winter. El bárbaro no pudo evitar jactarse de su nueva espada. A los hechiceros no les hizo gracia lo que el hombretón les explicó.
— Tenemos que revisar esa espada, Briego —le dijo Proctor—. Podría ser maligna, incluso podría poseerte, nada de extrañar habiéndola encontrado aquí.
— Bah, paparruchas. Esta espada estaba confinada en una armería desde hace años, según me dijo ella misma. No sería así si fuera maligna.
— Pero puede serlo.
— No lo creo. En todo caso, algo traviesilla.
— ¡Deja esa espada en el suelo ahora mismo, descerebrado! —le gritó Sivar, harto de la resistencia del bárbaro.
Briego la tomó de su espalda y la depositó a regañadientes en el suelo, echando una mirada venenosa al elfo. Los tres hechiceros, Proctor, Winter y Eisset, se aproximaron para estudiar las runas del filo y las insignias de la empuñadura.
— Esta espada… No puede ser. Es un mito, ¡no puede existir de verdad! —exclamó Eisset.
— Pues, por lo visto, existe. No hay duda alguna, pues este blasón y las demás insignias son antiquísimas, en desuso, tan solo reconocibles por estudiosos versados en el tema —apuntó Winter, quien lo era precisamente, pues siempre sintió debilidad por la Historia—. ¡He aquí a Eloquor, la espada parlante de la reina Mejjere! Dentro de su rubí reside el alma de Aba, su consejero y amante, uno de los hechiceros más poderosos que hayan existido. La leyenda cuenta que, hace mil doscientos años, en la Guerra de los Perdidos, cuando los zheeremitas  atacaron el palacio real en Delania y acorralaron a la reina y a sus leales caballeros, Aba se interpuso entre ella y la espada que iba a darle muerte. Al morir, en su desesperación por proteger a su amada, su alma se alojó en la espada de la reina, haciéndola invencible. Pero no se volvió a encontrar referencia alguna a Eloquor tras la muerte de Mejjere, de ahí que se convirtiera en leyenda. Me extraña que Solomon no la empleara en su beneficio, si es que llegó a saber lo que era.
— Ah, erudita hechicera, porque soy yo quien elige la mano que ha de empuñarme—dijo la espada, sobresaltándoles—. Solo yo decido a aquél a quien sirvo, siempre dentro del bien, y mi listón, tras haber pertenecido a tan extraordinaria dama, comprenderéis que está muy alto. Pues bien, el muy cretino no lo entendió y me castigó con un conjuro que me dejó mudo.
— ¿Tu listón está muy alto y has elegido a Briego? Aquí hay algo que no cuadra… —susurró Sivar.
— ¡Hijo de mil alimañas! ¡Nunca me has valorado, y la envidia habla por tu boca!—le lanzó el bárbaro con arrogancia, que le había oído perfectamente—. Mi fiel espada sí lo hace, ¿verdad, Eloquor?
— Bueno, en realidad, debido al aburrimiento producto de tantos años confinado en este agujero en las montañas, un bárbaro de nobles sentimientos me pareció una buena opción. No estaba en situación de ser escrupuloso.
Sivar estalló en carcajadas tras la declaración de la espada. Y aún rió más cuando Briego llamó “perro sarnoso” a Eloquor.
— No te enfades, amo —dijo la espada, conciliadora, mientras Sivar se limpiaba las lágrimas con el dorso de su mano—, valoré tu bravo corazón y tu fuerte brazo. Y tu bondad, por supuesto. Pero debes comprender que Mejjere era… excepcional. Acabé resignándome a que nunca habré de encontrar a nadie que la iguale, y menos que la supere. Ah, y dile a ese estúpido elfo que deje de reír, pues él aún daba menos la talla.
Los papeles se invirtieron: al elfo se le congeló la risa en la boca, mientras Briego reía a mandíbula batiente.
— Entonces, ¿no has vuelto a servir a nadie tras la muerte de Mejjere?—preguntó Eisset.
— No. Ella misma me colgó de esa pared poco antes de su muerte.
— ¿Ella misma? Entonces, esta fortaleza ¿perteneció a Mejjere? —se sorprendió Winter— . No hay referencia a ésta en ningún documento.
— Sí, perteneció a la reina Mejjere, pero ésta era una ubicación secreta: de ahí que estuviera excavada en la roca, hacia el corazón de la montaña, en lugar de levantarla hacia los cielos, y por supuesto explica el hecho de que no haya constancia de ésta. Fue abandonada tras un terremoto, hace casi mil años, que la dejó medio derruida. Pero los servidores de las fuerzas oscuras la encontraron hace siglos y ese mago infame y sus siervos la restauraron y habitaron, hace más de treinta años.
—Mil doscientos años colgada de una pared… Sin duda la fortuna te sonríe, Briego. Puedes quedarte la espada —zanjó  el tema Liander—. Y ahora dejemos las clases de historia para otro momento y volvamos a aquello que nos ocupa. Aquí están los planos del artilugio.
Liander desenrolló el pergamino en su totalidad y Winter lo pegó extendido en la pared más próxima por medio de la magia. Briego recogió la espada y la envainó de nuevo a su espalda antes de reunirse con los demás frente a los planos, los miró y frunció el ceño soltando un sonoro bufido de fastidio. Tras unos minutos de observación, ninguno de ellos acababa de entender lo que veía. En ello seguían cuando Ross, Jarko y sus once invitados aparecieron por la puerta.
— ¿Habéis encontrado los malditos planos?—preguntó el antiguo tabernero.
— Si, los encontramos. ¿Quiénes son toda esta gente, Ross?—dijo Liander, sorprendido.
—Encontré las mazmorras. Solomon retenía a esta pobre gente, pero están tan débiles que no creo que puedan escapar por su propio pie.
Un solo vistazo a aquellas personas convenció al grupo de que Ross estaba en lo cierto. Todos ofrecían una imagen deplorable: vestidos con harapos, sucios, demacrados, con el pelo largo y enmarañado y unas barbas descuidadas y manchadas. Apenas había carne que cubriera sus huesos, y sus ojos se hundían en las cuencas dando la impresión de estar demasiado abiertos, pues tan solo la piel revestía sus calaveras.
— Deberíamos buscarles algo de comer. ¿Alguno ha encontrado un almacén de comida o una cocina?—preguntó Winter.
— Sí —contestó Proctor, moviéndose hacia la puerta—. Vuelvo enseguida con las viandas. De todos modos, poca ayuda puedo ofrecer aquí con eso.
El dragón señaló el pergamino al pasar por delante, y Ross reparó entonces en los planos colgados en la pared.
— ¿Son éstos?
— Sí, pero no estamos sacando nada en claro. Son endiabladamente complicados. Sinceramente, creo que nos llevará demasiado tiempo entenderlos y encontrar el modo de desactivar esa máquina —continuó Liander con desánimo.
—Yo puedo ayudar —intervino uno de los excarcelados de más edad con un hilo de voz.
El grupo miró con suspicacia al anciano, no muy seguros de su cordura.
— ¿Seguro que puede entender este galimatías del demonio?—preguntó Briego al hombre.
— Por supuesto. Esos planos los diseñé yo —respondió  éste con una tenue sonrisa casi desdentada.
— ¿Lo hizo usted? ¿Usted diseñó y construyó ese aparato? ¡Vaya, esto sí que es tener suerte!, ¿eh, Liander?— se alegró el pelirrojo.
— ¿Por qué lo hizo? Sabía para qué fin quería Solomon el invento… Sin duda sabe que los Dioses Blancos están encerrados en esos orbes gracias a su diseño, y que  nuestro mundo, como consecuencia, está siendo atacado con impunidad—saltó Eisset sin poderse contener.
Al reconocer en ella a una sacerdotisa de la Orden Blanca, casi todos los recién liberados se postraron como pudieron a sus pies en señal de sumisión; no así el anciano, que la miró con ojos de reproche.
— Solomon me capturó hace años y me retuvo aquí. Me torturó, y cuando vio que no me doblegaba trajo a mi hija y logró someterme a través de ella. No podía dejar que la matara, señora… No podéis acusarme tan a la ligera.
— ¡Ya sé quién sois, anciano! —exclamó Liander con excitación— ¡Sois Marcuus, el ingeniero de la corte de la reina Nevelia, en Quarante! Vuestra reputación como ingeniero os precede, añado, no me extraña que fuerais un objetivo para Solomon. De pronto he recordado las proclamas de la reina, colgadas en todos los pueblos del país, ofreciendo una suculenta recompensa a quien pudiera dar información sobre vuestro paradero, o el de vuestra hija.
— Mi reina debe creerme prófugo, un traidor…
Las facciones del anciano se hundieron ante éste pensamiento, sus ojos se entristecieron más si cabe. Liander puso su mano sobre el hombro del otro, en un intento por consolar al pobre hombre.
— En absoluto, caballero Marcuus. Su majestad Nevelia jamás creyó que hubierais desaparecido por propia voluntad. Y el hecho de que nunca obtuviera una pista la llevó a temer que hubierais sido asesinados, vos y vuestra hija, y enterrados en tumbas anónimas. Pero, pese a eso, todavía hoy, cinco años después de vuestra desaparición, las proclamas se siguen reponiendo, por orden de la reina, cuando la lluvia las hace ilegibles o el viento las arranca de los postes.
Las últimas palabras de Liander emocionaron al anciano hasta hacerlo llorar. El hombre se llevó las manos a la cara y sus hombros se convulsionaron, presa de profundos sollozos. Su hija, llorosa también, se levantó como pudo y fue hasta donde estaba su padre para abrazarle, conmovida. Marcuus se sentía halagado, reconfortado por el hecho de que Quarante, reino al que había dedicado su vida y sus esfuerzos, no se había olvidado de ellos en todos estos años.
Proctor llegó en ese momento y comenzó a repartir pan y embutidos a los famélicos indultados, y la mayoría empezó a comer sin dilación. Briego se agenció también yantar, al ver que había sobrado: el bárbaro siempre estaba hambriento.
— Y ahora, noble Marcuus, os ruego nos ayudéis: ¿cómo detenemos ese rayo que retiene a los Dioses en los orbes?
— Solo yo puedo hacerlo. Pero debéis salid todos de esta sala, por si algo fuera mal.
— Me quedaré a ayudarte, anciano —se ofreció Proctor.
— No, señor; no quiero a nadie aquí. Podría ser peligroso y no quiero la muerte de nadie sobre mi conciencia.
— Estáis muy débil, es probable que necesitéis ayuda; además, soy un dragón plateado: no es tan fácil acabar conmigo.
— ¡Oh, un… dragón plateado! Padre, estoy pensando…¿recordáis las historias que me contasteis de niña? ¿Del grupo que velaba por nuestro mundo, entre los cuales milita un dragón plateado?   ¡Son Los Siete, ergo la leyenda es cierta, son ellos! —exclamó la hija de Marcuus, exaltada.
Incluso pareció vivificarse y rejuvenecer, aunque en realidad era más joven de lo que aparentaba con ese penoso aspecto. El resto de los liberados se sorprendieron por las palabras de la mujer y lanzaron quedas exclamaciones, mirándoles con esperanza y expectación: seguramente habían oído las leyendas, pero la mayoría de ellos ni siquiera habían nacido la última vez que el grupo hubo de reunirse.
— Sí, señora, estáis en lo cierto, lo somos —reconoció Proctor, agachando ligeramente la cabeza a modo de escueta reverencia ante la ilusión que reflejaban los ojos de la mujer—.  Y ahora, salid de la sala sin más dilación. Liander, será mejor que los lleves a la otra ala del primer piso, por si acaso.
— Suerte, compañeros. ¡Vamos, id saliendo! —dijo Liander.

Capítulo 6 parte 4

4

La onda expansiva pasó por entre los xenotas sin alterarles lo más mínimo, pues ellos habitaban Álderan por imposición explícita de la diosa Hayymad además de ser inmortales; no fue así para aquellos entes contra los que luchaban a la entrada del desfiladero, que habían entrado desafiando el orden impuesto por los Dioses. La larga columna que venía del Portal se había desvanecido con la oleada de energía.  Todos entendieron lo que había ocurrido al verse solos allí.
Exterteer se volvió hacia los demás miembros del Consejo que habían estado luchando junto a él, consternado.
— ¡El Portal ha caído!
El grito telepático llegó hasta todos los de su raza, sembrando la confusión, el desánimo y la rabia.
— ¡Los humanos nos han engañado! — gritó Sievelax, furioso — ¡Ya no podemos regresar a Xenos!
Exterteer bajó su extraña lanza decepcionado, y lo mismo hicieron todos los xenotas allí reunidos. La esperanza de volver a su hogar había llenado sus corazones y les había dado una razón para salir del lago y luchar… pero ahora, ahora ¿qué?
Exterteer meditó unos instantes, mientras los gritos telepáticos de rabia se extendían por sus filas. Algunos de sus súbditos parecían a punto de teleportarse de vuelta al lago.
— Los humanos han hecho lo que debían hacer — sentenció ante los demás—. Luchan por su hogar, como lo hubiésemos hecho nosotros si Xenos se hubiese visto amenazada tan gravemente.
El silencio reflexivo se extendió entre sus filas, apagando la furia como si hubiera arrojado un cubo de agua al fuego. Los xenotas parecieron entenderlo y resignarse.
—Y ahora, ¿qué vamos a hacer? — dijo Sievelax.
— Seguir luchando. Pues, al fin y al cabo, éste es ahora también nuestro hogar.
Un grito telepático, unánime y estridente, llenó el aire del valle. Los xenotas levantaron de nuevo sus lanzas y dieron media vuelta, dejando a sus espaldas el desfiladero y cargando contra las numerosas huestes que marchaban unos kilómetros adentrados en el valle.
Los dragones también lo percibieron. Mientras Excelenior clavaba sus garras en pleno vuelo y se enzarzaba con un extraño ser volador a mordiscos en un picado vertiginoso, sintió que se había restaurado el Equilibrio. Sus fauces destrozaron el cuello del ser, el cual murió y se precipitó hacia el suelo en lugar de desaparecer, y batió sus poderosas alas en busca de un nuevo objetivo mientras informaba a los demás dragones. Todos ellos, mientras pasaban por encima de los ejércitos unidos de Álderan, gritaron la buena nueva a los hombres que luchaban en tierra:
— ¡El portal ha caído! ¡El portal ha caído!—decían con sus gruesas voces de dragón.
Los hombres prorrumpieron con gritos de júbilo, la esperanza renació en sus corazones y sus espadas fueron blandidas con más fuerza.
— ¡Sabía que Briego y sus amigos no nos fallarían! ¿A qué esperamos? —gritó Coriol, rey de los bárbaros— ¡Mostrémosles a esos hijos de perra lo que es la Muerte!

Lord Krons supo, en el instante en que fue informado de que el portal se había cerrado, que el mago había muerto. Nunca le gustó Solomon, demasiado soberbio, y ésa soberbia no le dejaba apreciar sus fallos ni corregirlos. Siempre sospechó que, para el mago, los planes del dios Balician eran sólo una catapulta para los suyos propios. Pero, sin el portal, los planes de su Señor fracasarían sin remedio. A pesar de que él era fiel a Balician, no era un fanático carente de seso: consideró una tontería sacrificarse a una causa a todas luces perdida, habrían más oportunidades de hacerse con el poder en el futuro, y quizás entonces el dios confiara en él para liderar a todos sus súbditos, sin nadie por encima de suyo. Así pues se esfumó de allí, se evaporó en el aire dejando un caballo sin jinete en el campo de batalla y a los entes más cercanos presas de la confusión.

Proctor y Winter estudiaban la misteriosa puerta que les cerraba sospechosamente el paso a una estancia que, presumiblemente, escondía algo importante. Gracias a sus hechizos, la poderosa capa mágica que protegía la puerta entera era visible ahora.
— No lo entiendo —dijo Briego—. Si el mago ha muerto, ¿no debería haber finalizado el hechizo? ¿No es eso lo habitual?
— Sí, lo es —respondió Winter con voz monótona, concentrada como estaba en descubrir qué magia era aquella—. Pero toda esta situación no tiene nada de habitual, Briego. Proctor, ¿podría ser que haya utilizado la Piedra Negra para hacer esto?
— Es lo más probable — el dragón dejó de mirar la puerta y fijó sus ojos en el antiguo tabernero—. Ross, detecto que Liander y Eisset están en la entrada de la fortaleza. ¿Serías tan amable de ir en su busca y traerles aquí?
— No faltaba más. Vamos, Jarko, acompáñame.
— Voy con vosotros, por si acaso —se ofreció Briego.
El hijo de Ross sacó su espada tal como hizo su padre, y los tres salieron de la estancia. Cuando regresaron, ni la hechicera ni el dragón habían avanzado nada con sus esfuerzos.
— Hola de nuevo, amigos —saludó Liander—. Winter, me alegro de verte sana y salva. Ross me ha explicado de camino lo que ocurrió contigo, y no sabes cuánto me alegro de que, a veces, las interpretaciones de las visiones lleven a errores. Quizá de esto saque mi Señora Eisset una afortunada lección que la lleve a ser más moderada en adelante.
La sacerdotisa miró con arrogancia a Liander pero enrojeció hasta la raíz del cabello. Después se acercó al dragón y tomó su mano.
— ¿Cuál es el problema con esta puerta? ¿No lográis disipar el hechizo que la protege?
—Necesitaríamos un milagro. El mago utilizó la Piedra Negra del Dios Balician para levantar la protección, así que me temo que es imposible— respondió Proctor.
— No para la Piedra Blanca. ¿Dónde está?
— Con Enitt. La tenía la niña, y se fue con él. También se llevó la Piedra Negra de Solomon.
— ¡Maldito estúpido inconsciente! —estalló Eisset. — ¡No tiene ni idea de lo que tiene entre manos, la furia de los Dioses caiga sobre su cabeza!
Winter se volvió hacia ella echando chispas por los ojos.
— No vuelvas a maldecirle o insultarle en mi presencia, Eisset, porque no lo toleraré. Eres tú quien no tiene ni idea de quién es Enitt, porque no te has molestado en conocerle en todos aquellos años en que fue familia tuya.
Antes de que Eisset pudiera contestar, si es que pensaba hacerlo, Proctor llamó la atención de todos.
— ¡Atención! Pedíamos un milagro… pues aquí lo tenemos: la protección ha caído.
— ¿Qué has hecho, Proctor? ¿Cómo…?—empezó a preguntar Sivar.
— Yo no he hecho nada —le interrumpió el dragón.
— No, tú no — terció la sacerdotisa, blanca como el papel y con expresión desolada—. Enitt acaba de destruir ambas Piedras… Es la única explicación posible…
— Enitt…—susurró Winter, palideciendo visiblemente—. Si ha destruido las Piedras… ¿qué habrá sido de él?
— Habrá muerto, probablemente —respondió Eisset, seca.
— ¡Realmente no has aprendido nada, sacerdotisa! — Bramó Briego—. ¡Guarda tu lengua, si sólo sabes pronosticar muerte!
— Winter, querida —habló Liander—, no creo que Enitt haya muerto. La niña está con él.
— ¿Sabéis la devastación que debe haber ocasionado la destrucción de las Piedras? —dijo ella, desolada—. Quizá ni la niña haya sobrevivido…
— Deberías darle un voto de confianza. Enitt es muy capaz, además de haber nacido con una flor en el culo, ¿recuerdas? —Intervino Ross con voz suave, intentando convencer a la hechicera. —  Yo creo que sigue vivo.
Winter pareció reflexionar unos momentos, con la mirada perdida en el suelo. Luego levantó la vista y miró de nuevo a Ross, y una tímida sonrisa se dibujó apenas en la comisura de sus carnosos labios.
— Sí, yo también. Prefiero creer eso, hasta que no se demuestre lo contrario… —resolvió ella—. Sigamos adelante.
Proctor acercó la mano a la manija de la puerta con cuidado, hasta asirla; luego la accionó y tiró para sí. La puerta se abrió hacia afuera, dejando ver una gran estancia que parecía una especie de laboratorio. En el mismo centro del recinto, lejos de las mesas llenas de tubos, frascos, vasos de precipitación y probetas de cristal, nueve grandes esferas azules que irradiaban una tenue luz llamaron la atención del grupo. Se hallaban distribuidas dibujando un círculo y asentadas en unos pies metálicos que las sostenían, como si se tratara de las horas de un gran reloj; en su centro, proyectando un haz de luz también azul a cada una de ellas, se erigía un maquiavélico artefacto que parecía funcionar con algo más que magia. Rayos de electricidad azul recorrían el extraño aparato de arriba abajo.
— ¿Qué demonios es eso? —preguntó Briego, expresando en voz alta lo que todos pensaban.
De inmediato, Proctor, Winter y Eisset se acercaron cautelosamente a los orbes. Observaron las esferas azules desde fuera del círculo que formaban, una a una. Luego estudiaron el artefacto desde lejos.
— Tal vez me toméis por loco… pero esto me parece que contiene… Winter, ¿es posible?
—Sí, Proctor, a mí también me lo parece. Aquí, dentro de estos orbes, ¡están los Dioses perdidos! —exclamó Winter.
Un pesado silencio cayó sobre el grupo, tan solo roto por el zumbido que emitía el extraño artefacto.  Jarko lo cortó unos minutos después.
— Y, ¿cómo los sacamos de ahí?
— Parece que el aparato del centro es lo que mantiene los orbes cerrados  —observó Eisset—. Nunca vi nada parecido.
— Esto es demencial…Solomon ha muerto y la Piedra Negra ha sido destruida, ergo no puede ser que funcione con magia. Entonces, ¿cómo puede generar tanta fuerza como para impedir que los Dioses se liberen? ¿De dónde saca tal cantidad de energía? — recapacitó Winter, asombrada.
— Es una buena pregunta —dijo Proctor—, tan buena que podría significar la diferencia entre vivir y morir. No podemos actuar a la ligera, tenemos que descubrir qué es eso y cómo funciona. Estudiemos bien la situación antes de tocar nada.
Liander se tocó la corta barba, gesto que solía acompañar a sus reflexiones.
— Dividámonos por parejas y busquemos un libro o pergamino, quizá en los aposentos de Solomon. Creo probable que el mago tuviera los planos  y explicaciones aquí, en la fortaleza, y bien cerca suyo.
— Buena idea —aplaudió Sivar.
— Proctor… —se entrometió Ross con aspecto preocupado—, suponiendo que deis con el modo de liberarles, en el momento en que salgan de los orbes… ¿correríamos peligro de muerte?
— No lo sé con seguridad, pero no me parece probable. Empero, antes de preocuparnos de eso, busquemos los planos.
Salieron por parejas al pasillo que daba a las escaleras. Cada una de las parejas se asignó un piso en el que buscar, dejando para más tarde —si acaso no encontraban lo que buscaban—, los niveles más profundos. Los pasillos y las escaleras estaban desiertos, salvo por los cadáveres que yacían, silenciosos e inmóviles, en el suelo. No parecía haber nadie vivo en aquella fortaleza. Sin embargo, no se fiaron de las apariencias y avanzaban con suma cautela, espadas en ristre.

Capítulo 6 parte 3

3

—Hay un gólem de piedra en una de las salas del piso anterior — explicó Ross a sus compañeros—. Debe guardar algo importante. Enitt y yo pensábamos investigarlo en cuanto pusiéramos a salvo a la pequeña.
— Adelante, te seguimos— dijo Briego.
—Jarko, hijo mío —habló el tabernero a su hijo—, prepara tu espada. Y, por el amor de los Dioses, ten mucho cuidado.
—Descuida, padre— respondió éste sacando el hierro de su vaina.
El bárbaro soltó una carcajada que parecía no venir a cuento, y todos le miraron extrañados.
— ¿Qué? ¿Acaso no os dais cuenta de lo raro que suena que Jarko le llame padre a Ross? ¡Si parecen hermanos, por  el fuego más rojo de todos los infiernos!
— Briego tiene razón… Quizá sería mejor que te llamara por tu nombre — sugirió tímidamente el chico.
— Como te atrevas a llamarme otra cosa que no sea “padre”, te pondré sobre mis rodillas y te daré la paliza de tu vida. Y ahora, andando.
— Un momento… —dijo el dragón, mirando la mano del mago muerto. — ¿Qué es eso que brilla en el dedo de Solomon?
Briego se acercó al cadáver, se agachó para tomar la mano inerte y le quitó la sortija.
— Es un anillo —les aclaró mientras volvía con el grupo, mostrando la extraña sortija de oro con un gran rubí en el centro.
— Ese rubí parece palpitar —observó Jarko.
— Esto parece… creo que es… —Proctor tocó el rubí y retiró el dedo como si la joya le hubiese quemado—.  Sí, es un rajjak… Esto pertenece a algún poderoso ente, inmortal mientras su alma esté contenida en esta piedra preciosa. Creo que no me equivoco si presumo que debe pertenecer al archidiablo que nos atacó con sus huestes el aquel bosque… Teniendo su joya en nuestro poder, el ente nos pertenece absolutamente.
Proctor colocó el anillo sobre el suelo y se arrodilló frente a éste. Se concentró y enfocó su mente al interior de la joya. Muy lejos de allí, en Ossel, el archidiablo segaba vidas dentro de las murallas de la ciudad rodeado de sus huestes diabólicas, pero se detuvo en seco. Oyó a Proctor en su mente y sintió la Piedra-alma en peligro.
Tengo tu rajjak en mi poder, demonio. Tengo tu vida en mis manos. Si en algo la aprecias, lucharás en favor de mis intereses. Deja en paz a los habitantes de Álderan y concentra tus fuerzas contra las fuerzas de Solomon, si no quieres que quiebre el rubí que contiene tu alma. ¿Qué respondes?”
El archiablo rugió de rabia. Azotó con su látigo al demonio más cercano, presa de una furia desmesurada, pues su alma caótica se rebelaba contra toda imposición. Pero no tenía más remedio que capitular, si quería seguir con vida. Odió con intensidad al mago que le subyugó por su incompetencia, y se odió a sí mismo por haber entregado a tal inútil su preciada joya. Nunca más, se dijo, nunca más haría algo así… si lograba recuperarla. Por fin pareció calmarse y se detuvo.
Haré como ordenas si prometes no destruir la piedra.”
“Oh, por supuesto que no la destruiré… mientras sirvas a mis intereses. Puedes resultar muy útil, ahora y en el futuro. Y ahora, ve sin dilación a luchar junto a los hombres, elfos y cambiantes allí donde se concentra el grueso de las tropas de Balician.”
Aquello molestó sobremanera al demonio, que entendió que aquél que le poseía no iba a entregarle su alma probablemente nunca. Pero llamó a sus demonios y se dirigió a las Llanuras Verdes.

Para poder descender al nivel inmediatamente inferior se vieron obligados a enfrentarse de nuevo a un nutrido grupo de defensores de la fortaleza. Ese grupo parecía tener representantes de buena parte de las razas malignas, pues había drows, zheeremitas, sombras, espectros, esqueletos y diablos.
— Dejad que suban al piso, pelearemos más cómodamente que en las escaleras, pero no permitáis que nos rodeen — les ordenó Briego.
—No os enfrentéis a las sombras ni a los espectros: yo me ocupo de ellos —dijo Proctor.
— ¿Dónde está Winter? —preguntó Jarko un momento antes de la carga enemiga; pero su pregunta, que no fue respondida, causó en sus compañeros una punzada de dolor que inmediatamente se transformó en odio y rabia.
El muchacho no luchaba mal. Manejaba bien la espada, tal como su padre le enseñara desde niño; pero, no obstante, Ross no se separaba de él. El tabernero protegía a su hijo, pues lo que más temía en el mundo era perderlo: él lo había criado desde que Vassera —su esposa y madre de Jarko— les abandonó. Por eso, en lugar de admirar la gracia y destreza del muchacho en la lucha, Ross no lograba ver más allá de la angustia y el temor, y redoblaba sus esfuerzos por acabar con los enemigos cuanto antes para poder respirar tranquilo.
Proctor, inmune a la magia negativa de sombras y espectros, no tardó mucho en despacharlos a todos. Se apresuró en ayudar a sus amigos, más cuando llegaron refuerzos al oír el alboroto de la reyerta. El arrogante dragón plateado quizá fue insensible en otros tiempos, pero tras años y años en compañía humana su talón de Aquiles eran, precisamente, sus compañeros. Esos años en compañía humana habían transformado el frío en tibieza, la mínima expresión de sentimientos en  aprecio y camaradería… Solo que él no era consciente de ello.
Briego parecía descargar en cada golpe de espada todo el rencor y desprecio que sentía hacia aquellos enemigos de la luz. Se sentía bien luchando, lo necesitaba desde que Proctor confirmara la muerte de la hechicera, porque de este modo no podía pensar en ello. Se negaba a aceptarlo. El bárbaro era una persona temperamental e impulsiva, pero también, en el fondo, el más sentimental de todos ellos.
Pronto las escaleras estuvieron despejadas y los cinco las bajaron cautelosamente hasta el nivel inferior. Ross les guió por los corredores hasta dar con la habitación del gólem. Abrieron la puerta y le observaron; el artificio repitió las extrañas palabras que anteriormente les dijera a Enitt y Ross.
— Pide una contraseña — les informó Proctor.
— ¿Entiendes a esa cosa? —se sorprendió Ross.
— Para lo que le sirve…—ironizó Briego—. Ya me dirás qué conversación se puede tener con un gólem.
— En cuanto intentemos entrar en la estancia que guarda, nos atacará —dijo Proctor, sin hacer caso de Briego—. Es un enemigo difícil de abatir, pero con mi verdadera forma puedo vencerle. Mientras esté entretenido luchando conmigo, debéis aprovechar para colaros dentro.
— De acuerdo — habló Ross—. Jarko, no te muevas de mi lado.
El muchacho soltó un bufido de protesta, pero se acercó de mala gana a su padre.
Proctor traspasó el umbral de la estancia, se transformó en dragón plateado y arremetió contra el gólem, que inmediatamente pasó al ataque. Los demás corrieron sorteando a los contendientes hacia la puerta cerrada. Briego intentó tocar la manilla y, antes de lograrlo, salió despedido con violencia; el gigante pelirrojo cayó al suelo sin conocimiento.
— ¡Mierda!—gritó Sivar—. Tiene protección mágica… Rápido, apartemos a Briego a un rincón antes de que lo aplasten.
— ¡Proctor, la puerta está protegida mágicamente!— gritó Ross al dragón.
 — “¡Salid de aquí, no puedo usar el fuego con vosotros dentro!”— les pidió el dragón telepáticamente.— Ya nos ocuparemos de eso cuando termine con este engendro…
Los dos titanes luchaban encarnizadamente.  El gólem parecía inmune a la magia, pero no a la fuerza del dragón. No obstante, el dragón recibía también unos golpes monumentales que sólo conseguían enfurecerle más si cabe. Los otros cuatro, acarreando a un Briego que a duras penas abría los ojos, salieron como alma que lleva el diablo de la estancia. No bien se habían refugiado tras la pared, una llamarada salió por la puerta.
El dragón alternaba golpes con fuego, tratando de fundir al gólem de piedra; pero éste seguía castigando al dragón como si nada.
Una figura se acercó a los cuatro hombres, que quedaron boquiabiertos al verla: Briego, sentado en el suelo con la espalda contra la pared, se espabiló de golpe; Ross y Sivar parecían petrificados y Jarko farfulló un “¡ya era hora!”.
Se acercó a la puerta abierta y  dio una orden.
— Apártate, Proctor.
La sorpresa del dragón, que reconoció la voz y giró la cabeza hacia ella, le valió un fuerte golpe en el pecho, pero reaccionó y se apartó, tal como ella le pidiera.
Winter lanzó un rayo helado, que congeló al gólem.
— ¡Alternemos frío y calor, así le haremos añicos!
El dragón lanzó entonces una llamarada  y se apartó para que ella lanzara otro rayo congelante.
El gólem empezó a desgajarse, y a cada movimiento se deshacía más y más.  El frío y el calor se alternaron hasta que el monstruo se despedazó del todo.
Proctor tomó su apariencia humana al instante, se acercó a ella a grandes zancadas,  la abrazó con fuerza y la besó en los labios. Los demás la rodearon, estupefactos, menos Jarko, que no entendía nada.
— Estás viva…— gimió Proctor, apretando más el abrazo.
— Menuda hechicera sería si un mago del tres al cuarto pudiese acabar conmigo con tanta facilidad… Si no poseyera estas extraordinarias habilidades, no estaría en Los Siete —dijo ella con orgullo.
— Pero… ¿cómo…? Te vimos morir…— farfulló Ross.
— Eso no era yo, era un simple señuelo… ¿Tan perfecto me salió?  La niña me ayudó a desdoblarme en el momento en que iba a atravesarme el cuello… solo que, con la enorme energía que posee, en lugar de aparecer a unos metros, lo hice a unos kilómetros. Perdón por la tardanza…
— Ven aquí, pequeña arpía —bromeó Briego, renqueante, con los ojos acuosos—, dame un abrazo…
Ella abrazó a Briego,  a Ross y a Sivar. Estaban contentos, exultantes al verla sana y salva. Todos querían a la hechicera.
— ¿Dónde está Enitt? —preguntó.
— Se fue con la niña.
Winter frunció el ceño al reparar en Jarko, que se había quedado mudo y paralizado al percibir que los demás la habían dado por muerta.
— ¿Qué hace él aquí? …A ver, contadme, ¿qué me he perdido?


La vorágine en que le había introducido la niña cesó tan abruptamente como había comenzado. Enitt sintió el suelo bajo sus pies y miró en derredor: estaban tras unas rocas, en la ladera de una de las montañas que formaban el Desfiladero de la Rosasangre  y bajo ellos, a unos quinientos metros, se situaba el portal maldito, vomitando extrañas criaturas sin cesar. Se agachó, arrastrando con él a la pequeña para no ser vistos.
— Esto va a ser difícil… Bajaré por la parte trasera del portal, tú dame la Piedra y quédate aquí.
La niña negó con la cabeza y aferró la Piedra Blanca con más fuerza. Después se cogió a la mano de Enitt.
El hombre suspiró resignado  y comenzó el descenso con cuidado de no ser visto. Cuando llevaban descendidos unos cien metros, algo llamó la atención del hombre. Desde donde se encontraba, alcanzaba a ver todo el desfiladero hasta la entrada al valle, y allí justamente ocurría algo. Parecía una batalla, aunque no podía ver más que un tumulto lejano y el polvo levantado. Aquello favorecía sus planes, pues distraería a las huestes de su propia persona. Continuó bajando con sigilo, más confiado pero alerta, hasta llegar a la parte trasera de la Puerta de Los Planos. La niña se situó a su lado en cuanto llegó  y se sacó la cadena de la Piedra de Izen del cuello; estirándole de la mano reclamó su atención y se la ofreció.
— ¿Qué debo hacer ahora? —le preguntó a la pequeña tomando la Piedra de su mano.
La chiquilla señaló el bolsillo de Enitt, donde se había guardado la Piedra Negra de Solomon, y también señaló la que acababa de entregarle; después hizo el gesto de juntarlas. Él se agachó.
— ¿Quieres que las Piedras se toquen, verdad? Ya lo suponía.  ¿Eso cerrará la Puerta?
La niña asintió con la cabeza. Cuando Enitt se disponía a hacerlo, ella le detuvo con un gesto cariñoso y, lentamente, colocó la palma de la mano en el corazón del hombre, mientras le miraba a los ojos con tristeza. El dejó en suspenso el gesto de juntarlas, confuso, pero enseguida entendió lo que la niña quería decirle. No sabía por qué entendía su mirada, pero la leía con una claridad pasmosa.
— Me estás explicando que tal vez muera al hacerlo, ¿verdad? Que la fuerza que desencadenen las dos Piedras al tocarse, siendo antagónicas, no sólo borrarán el Portal del mapa, sino que, probablemente,  también a mí.
Ella asintió una vez más.
— No me importa. Vivir, morir… Ya, ¿qué más da? Hubo un tiempo en que anhelaba la muerte; ayer mismo me reconcilié con la vida y hoy, de nuevo, no tengo por lo que vivir. Sacrificaré de buena gana mi vida para que el mundo tenga una oportunidad.
La niña le miró de un modo extraño, ladeando un tanto la cabeza como si no entendiera bien a qué se refería. Luego abrió mucho los ojos y extendió la palma de la mano hacia él, como si sostuviera algo. Cuando él la tocó, unas imágenes llenaron su mente; luego se vació de ellas de repente, dejándole anonadado y confundido. Winter.
— ¿Está viva? ¡Está viva! — dijo poniéndose en pie de un salto, mirando a la pequeña consternado y aliviado a la vez—. Pero, ¿por qué me muestras esto ahora? ¿Sabes lo difícil que me va a resultar en éste momento cumplir con mi deber?
Había tal carga de pesar y de tristeza en la voz del hombre que la pequeña se abrazó a sus piernas con fuerza, conmovida. Él la levantó en sus brazos y también abrazó su cuerpecito con pesar. Enitt lo entendió entonces, cuando ella le miró con esos ojos violetas que hablaban con la mirada; comprendió por qué la chiquilla le había revelado que Winter estaba viva: la niña le acababa de dar una razón para vivir. Quería que luchara por su vida, que no se dejase morir.
Una solitaria lágrima surcaba su rosada mejilla, una lágrima terrible y hermosa a la vez, atroz en aquel rostro angelical pero tan maravillosa como un cometa atravesando la noche.
— Retírate de aquí, Niña Sin Nombre. Con un sacrificio hay más que suficiente. —le dijo mientras la depositaba en el suelo. Ella no le hizo caso, le miró desafiante y no se movió. — ¡He dicho que te vayas! Hasta que no me obedezcas, no cerraré el Portal.
La niña dudó unos instantes, entonces cerró los puños y tembló, tiesa como un palo; Enitt sintió vibrar incluso el aire a su alrededor. El cuerpo de la pequeña se fue transformando en una sustancia blanca, como humo y agua a la vez, desde los pies hasta la cabeza; a medida que su cuerpo se transformaba, la sustancia, como una serpiente voladora, llegó hasta él lentamente y comenzó a envolver su cuerpo como una segunda piel. Pronto no quedó nada de la niña, y él estuvo completamente envuelto de aquello en lo que ella se había transformado.
— Está bien, pequeña tramposa: veo que has decidido correr mi suerte diga yo lo que diga. Sea así, pues.
Enitt juntó las Piedras con un gesto seco y rápido. Al instante, ambas piedras parecieron implosionar en un principio, pero luego liberaron tal cantidad de energía que incluso el aire pareció ondularse y distorsionarse a medida que la onda expansiva avanzaba en círculo a partir de donde estaba situado Enitt, tal como las ondas en un estanque cuando se lanza una piedra. El Portal se deformó, se retorció cuando fue alcanzado por la fuerza liberada por las Piedras, y, finalmente,  se desvaneció. A medida que avanzaba, la fuerza se iba desgastando; sin embargo también alcanzó a las criaturas recién venidas, que desaparecían o morían  dependiendo del plano procedente, en cuanto eran tocadas por aquella energía. Las montañas temblaron y toneladas de roca se vinieron abajo, y una gran grieta se formó en el desfiladero, profunda como para llegar al infierno; se abrió paso rompiendo el suelo como un rayo durante un kilómetro, tragándose todo lo que encontraba a su paso.
Pronto la tierra dejó de temblar y todo se calmó. Dejó de oírse el ruido de miles de pies, patas y pezuñas caminando en el suelo rocoso, dejó de oírse el murmullo de las criaturas extrañas que entraban jubilosas al mundo de Álderan dispuestas a conquistarlo, masacrarlo y someterlo; sólo el viento susurraba en el vacío desierto en que se había convertido el desfiladero.

Capítulo 6 parte 2

2

Jarko y la niña se materializaron en el interior de una estancia. No habían regresado, tal como él esperaba, a los alrededores de  Andien.
Cuando miró en torno a ellos, el muchacho se encontró con los rostros sorprendidos y angustiados de Proctor, Sivar, Briego, Enitt y su padre. La piedra en su pecho comenzó a refulgir.
— ¡Jarko!— gritó Ross al verles, perplejo—. ¿Qué hacéis aquí?
Proctor avanzó hacia él sin siquiera saludarle, apremiado, con el semblante tenso e inquieto, y agarró imperiosamente la Piedra de Izen que colgaba del cuello del muchacho hasta encerrarla en su puño. Luego lanzó un hechizo y algo saltó en pedazos, algo que había estado ahí pero que Jarko no pudo ver.
En ese momento el muchacho reparó en la presencia de Solomon en la estancia.
Un portal azul acababa de materializarse.
Proctor conjuró de nuevo, y también lo hizo la pequeña. El portal se disolvió para desesperación del mago.
Entonces Enitt se precipitó con la espada en alto y atacó de nuevo al iracundo mago. Los minutos de tensión en los que creyó que conseguiría escapar habían imbuido a Enitt de una furia implacable. Ahora dejó de pensar y se dejó arrastrar por la ira roja, por esa parte irracional que vivía dentro suyo y que Enitt no dejaba aflorar nunca. Ahora lo permitió, se entregó a su lado más oscuro de buena gana.
Sus poderosos mandobles castigaban al mago, lo cansaban y limitaban a la defensa. Partió de nuevo la vara, le hirió en el costado y Solomon sangró salpicando el suelo de piedra de gruesas y estrelladas gotas rojas.
El mago cayó de rodillas, incapaz de seguir soportando la fuerza de los embates del hombre. Cansado y postrado, arrojó los restos de la vara al suelo.
— ¡Detente! ¡Me rindo!— exclamó con un tono más agudo de lo normal. Lo  que fuese que vio en los ojos del hombre lo llenó de pánico—. No me mates…
Enitt le señalaba con la punta de la espada, inmóvil, con el rostro pétreo, frío. El mago estaba de rodillas, con ambas manos levantadas a la altura de los hombros. Los demás les observaban, en un silencio expectante.
Ira roja.
El rostro de Enitt no mudó su expresión cuando levantó la poderosa espada en un molinete y la hizo descender oblicuamente. La hoja, afilada como una navaja de afeitar, pareció traspasar el cuello del mago como si éste fuera fantasma. Solomon le miró con horror durante unos segundos; la sangre comenzó a manar por donde antes pasara la espada. Luego, la cabeza se deslizó sobre el cuello y cayó al suelo con un ruido sordo. El cuerpo se desplomó laxo, como un saco mal puesto, en dirección contraria.
Sus compañeros le miraron pasmados, todos menos uno.
— ¡Venganza!— exclamó Ross, mirando con aprobación a su amigo.
— La venganza está cumplida— dijo Enitt—. Por Artea… y por Ari.
La niña se acercó al cuerpo yaciente del mago y observó la piedra negra que descansaba ahora en el suelo. No la tocó, sin embargo fue a buscar a Enitt y le señaló el extraño amuleto.
El hombre de blancos cabellos acercó su mano y lo cogió. Nadie más de entre ellos hubiera podido hacerlo.
— ¡El gólem, Enitt!— dijo Ross.
— ¿Qué gólem?— exclamó Briego.
—Ocupémonos de él. Veamos qué es lo que guarda— propuso Enitt avanzando hacia la puerta.
 La niña lo detuvo.
Proctor levantó la Piedra de Izen y deslizó la cadena por la cabeza de la misteriosa pequeña, como obedeciendo una orden. Luego brindó una reverencia a la niña, que tomó la mano de Enitt. Ella separó de su pecho el talismán, mostrándoselo mientras zarandeaba su mano, y señaló el amuleto negro que él sostenía de la cadena. La niña pronunció con dificultad las primeras palabras que nunca hubieran salido de su boca.
— ¡Cerrar... puerta!
Su manita encerró ahora la Piedra blanca en su interior, mientras que con la otra apretó la de Enitt. El talismán pareció palpitar, y las figuras de ambos fluctuaron un par de veces, antes de desaparecer.
Briego miraba ahora el talismán con respeto, mientras su luz se diluía.
— Joder con la baratija...— susurró.




Las Llanuras Verdes, tranquilas praderas otrora, hervían de actividad. Los distintos ejércitos iban llegando, sumando sus huestes a las ya numerosas que aguardaban la batalla decisiva.
El rey Coriol desmontó el gran percherón y lo dejó al cuidado de sus hombres, que se mezclaron con las huestes internacionales buscando un espacio para que sus numerosas tropas pudieran acampar. El soberano de los bárbaros preguntó por la tienda de comandancia y se dirigió derecho hacia ésta. La gran tienda, concurrida en esos momentos, albergaba a todos los mariscales –además del rey Biriz y el Gran Señor Thelentor— donde también dos de los dragones, con apariencia humana, contribuían a diseñar una estrategia que les llevara a la victoria.
— Majestad— le dijo Excelenior—, bienvenido al campamento. Con vos llegado al fin, estamos ya aquí todos. Lamento no poder cumplir con la cortesía y ofreceos una tienda para que reposéis unas horas tras tan largo viaje, pero carecemos de ese tiempo. Las huestes de Balician se acercan.
— Habláis con un rey bárbaro, Gran Señor, no con una delicada damisela— rebatió el rey con una sonrisa—. Mis hombres y yo mismo hemos venido a luchar por Álderan tan pronto como se precise.
— ¡Ése es el talante de los bárbaros de los Yermos, por los Dioses!— exclamó el rey Birizz, festejando su arrojo.
— Tal que el de los enanos de las montañas Beggum, por cierto— respondió el rey Coriol, devolviendo el cumplido a su colega—. Ponedme al corriente de la situación, os lo ruego. No hemos tenido más noticias que las escuetas explicaciones que nos ofrecieron vuestros hermanos dragones.
— Actualmente, tres frentes se desplazan por Álderan. Uno hacia el norte, hacia Selenia; otro hacia el sur, hacia Dunamun; el tercero y más numeroso hacia el este, hacia nosotros. Sux ha caído, el rey Isir murió junto con buena parte de sus ejércitos intentando defenderla, Delania entera está perdida, arrasada al paso de las huestes oscuras— dijo Excelenior—. No queda nadie para hacerles frente.
— Yo he visto cómo luchan esos demonios— intervino el mariscal Serecam, nativo de Tornia—. Nada les detiene. No hay barreras que los contengan, y las armas convencionales poco pueden contra sus corazas mágicas y sus espadas. He visto romper a Cirne, la espada de Isir, como si fuera de madera durante la toma se Sux...
— ¿Qué estrategia seguir contra algo que nos supera?— se lamentó el mariscal Malden, natural de Quarante—. Daré sin dudarlo mi vida por Álderan, pero temo que sea en vano...
— Si pensamos de ese modo, ya estamos derrotados— dijo la capitana de las amazonas del Gran Bosque.
— ¿Acaso no lo estamos de todos modos?— habló Serecam de nuevo—. Pensar con optimismo es una insensatez, es no ver la realidad. No estamos preparados para afrontar a éste enemigo. Bien poca ayuda podremos brindar al continente, pasarán sobre nosotros y continuarán su conquista sin ninguna resistencia.
— Eso no va a ocurrir— dijo el rey Coriol—. Vamos a luchar como nunca, vamos a pelear por sobrevivir. Y si caemos, al menos venderemos cara nuestra piel.
— Os recuerdo que Los Siete están trabajando. No es la primera vez que nos salvan del desastre;  hemos de darles tiempo. ¿Se sabe algo de ellos?— preguntó Thelentor.
— Nada— dijo Excelenior.
—Ojalá tengas razón, gran Señor Thelentor— dijo el comandante Niekk, oficial superior de los tercios enviados desde Ruanev—. Nosotros, los cambiantes, podemos imitar a la perfección todo lo que tocamos; las armas, las aptitudes, los cuerpos y hasta la magia de las criaturas que nos amenazan. Pero somos muy pocos, y eso no iguala las cosas.
Anthas, el otro dragón dorado, irrumpió en la tienda.
— Traigo nuevas— dijo, acaparando la atención de todos—. Algo está haciendo frente a las huestes oscuras, cerca del Desfiladero. Y con gran efectividad.
— ¿Algo? ¿Qué quieres decir con algo?— preguntó el rey Coriol.
— Creo que son Xenotas— especuló Anthas.
El rey Birizz soltó un bufido airado.
— No es momento de leyendas y cuentos, mi señor.
— No son cuentos, majestad— saltó el mariscal Serecam—. Algún rumor oí acerca de que se ocultaban bajo las aguas del lago Fargas, en mi Tornia natal. Ellos terminaron con la amenaza zheeremita, hace años, según unos hechiceros; es la única explicación posible al repliegue y retirada repentina de su ejército. Aunque es cierto que nadie ha visto a ningún xenota.
— Lleva a uno de mis cambiantes allí— dijo el comandante Niekk a Anthas—. Que tome contacto y podrá copiarlo; luego lo traes de vuelta y los demás haremos lo propio. Aunque seamos sólo mil quinientos, si ellos tienen éxito, nosotros también lo tendremos.
— No perdamos un segundo, entonces— dijo el dragón.