miércoles, 22 de diciembre de 2010

Capítulo 3 parte 3


3

Una mujer vestida de azul celeste, rodeada por cuatro acólitas de blanco, nos aguardaba junto a las escaleras que precedían a la entrada a la Torre de Izen, en el patio de la Fortaleza Maingrú. Artea la había avisado con su peculiar espejo de nuestra llegada.
La sacerdotisa  Eisset se acercó a nosotros, desmontamos y ofrecimos las riendas a los caballerizos, que se aprestaron a conducir a los animales al gran establo.
 — Bienvenidos seáis, amigos. Me alegro de veros, aunque sea en tan tristes circunstancias— dijo, paseando la mirada sobre mis compañeros, hasta clavarla en mí—. Estaréis cansados, mis novicias os conducirán a vuestras habitaciones.
— Gracias, Dama Eisset— dijo Winter.— ¿Han llegado ya los reyes de los doce reinos?
— Si, están todos instalados. He dispuesto el Gran Salón  para la reunión de esta  noche, tras la cena, tal como me pediste.
— Gracias de nuevo, mi señora— intervino Liander, con ese tono que a él debía parecerle diplomático y que sin embargo a mí se me antojaba ligeramente pedante—. Pero nos preguntamos si tendríais un momento durante la tarde para ilustrarnos acerca de los detalles del asesinato del insigne Mago Electo. Es de vital importancia.
— No negaré que son muchos los preparativos que debo supervisar para el sepelio de mañana, pero intentaré encontrar tiempo, si tan trascendente es.
— Mi señora— dijo Proctor dando un paso al frente—. Si puedo seros de ayuda, contad con mis habilidades para aligerar vuestra carga.
— ¡Por los Dioses Blancos!— se escandalizó ella—. No puedo permitir que vos os rebajéis…
— Ayudar en las tareas a tan noble dama para honrar a una de las mejores personas que ha vivido sobre la faz de nuestra tierra no es rebajarse, mi señora Eisset— la interrumpió él.
Realmente, me parecía imposible que nada pudiera rebajar a Proctor, pues irradiaba una clase que muchos reyes habrían envidiado.
La sacerdotisa le miró con algo parecido a la idolatría, colorada de satisfacción, y sorprendentemente le dedicó una reverencia al excepcional y atractivo caballero. Vi a Winter lanzar una mirada de desagrado a Proctor.
— Yo también ayudaré con mi magia— decidió ella, tal vez un poquito celosa o tal vez generosa hacia la esforzada sacerdotisa—. Pero antes, todos agradeceríamos un baño.
— Por supuesto, por supuesto, avisaré a las novicias. Sentíos como en casa, sois libres de pasear por la fortaleza, si así lo deseáis— nos dijo Eisset—. Mi señor Proctor, dama Artea, a ustedes les espero luego en mi  escritorio.
— Sin formalismos, por favor— le pidió él.
Después fuimos conducidos a nuestros aposentos por las novicias, y Briego se dedicó a flirtear con una de ellas. El pelirrojo bárbaro solía tener éxito con las mujeres, quizá porque dejaba de lado sus bruscos modos y se mostraba simpático y caballeroso, y seguramente su exuberante físico tenía también algo que ver. Pero esta vez no fue así: la novicia parecía inmune a sus esfuerzos, a pesar de que el guerrero desplegó todo su encanto. Se metió en su habitación sólo después de que la novicia, un poco azorada y harta de tanta atención, farfullara una disculpa y se alejara reprimiendo las ganas de echarse a correr.
Dejé mi saco de viaje sobre una silla tapizada y me senté en la cama, dispuesto a quitarme las botas. Luego me tumbé en ella, y me pareció cómoda y confortable, cuanto más tras las noches durmiendo al raso en el duro suelo y en el incómodo jergón de la posada “La Afortunada”. Y me quedé dormido.
Unos golpes en la puerta me despertaron. Salté de la cama y me calcé con rapidez. Unas sirvientas cargadas con cubos de agua caliente llenaron la bañera metálica que ocupaba un rincón del amplio cuarto, despidiéndose con prisas una vez hecho.
— Dejad la ropa sucia sobre la silla, mi señor, después nos ocuparemos de ella.
 Me sentí culpable, pues las pobres parecían desbordadas y seguramente lo estaban con tantas personalidades a su cargo. Pero hubiera sido una descortesía omitir el aseo, pues apestábamos a caballo más que los propios caballos.
 El agua caliente obró maravillas en mis castigados músculos, sobre todo en los del trasero, poco acostumbrados ya a largas horas sobre la montura. Una vez limpio y relajado, me vestí con ropa nueva y justo al terminar llamaron de nuevo a la puerta. Liander aguardaba junto a Eisset  en el pasillo, y los demás nos reunimos con ellos.
— ¿Habéis disfrutado del baño? Me alegro— dijo ella cuando los siete asentimos con nuestras limpias y aún mojadas cabezas—. Y ahora, si sois tan amables, acompañadme a los aposentos del Mago Electo. Allí fue donde ocurrió todo.
Caminamos por el pasillo hasta dar con una gran escalera de caracol, y subimos por ella.
La escalera se ensanchaba a cada nuevo piso convirtiéndose en un vestíbulo amplio. Me detuve en seco cuando un nuevo recuerdo sacudió mi mente…
…Elfos oscuros, en aquellas escaleras, y más arriba, en el primer piso, decenas de ellos… Espadas, hechizos, cuerpos derrumbándose ante mí, atravesados, mutilados, sangre, sangre que mancha escandalosamente el mármol blanco de los escalones y los vuelve resbaladizos…
—¿Qué ocurre, Enitt?
Ross me miró preocupado, los demás, que iban delante, no se dieron cuenta de mi vacilación.
— Nada.
Y seguí ascendiendo, disimulando mi turbación a la atenta mirada de mi amigo.
En el último piso, Eisset tomó el pasillo de la derecha y se detuvo ante una puerta labrada de roble, sacó una pesada llave de hierro y la introdujo en la cerradura. Dos vueltas de llave y los aposentos del Mago Electo Por Los Dioses Blancos se abrió ante nosotros. La sacerdotisa entró y nosotros la seguimos. La habitación era muy espaciosa, con dos áreas diferenciadas entre sí. Una, la más amplia,  era sin duda donde el Mago Electo despachaba la burocracia de su cargo, pues constaba de un gran escritorio lleno de pergaminos con su silla de cómoda  apariencia, y detrás de ello un mueble de madera maciza que contenía numerosos volúmenes a modo de pequeña biblioteca ocupaba gran parte de la pared.  Una gran chimenea, flanqueada por dos hermosos tapices de dragones dorados y plateados luchando contra zheeremitas, a cuyos pies descansaba una hermosa alfombra que cubría unos diez metros cuadrados, daba un aire regio a la estancia, eso y la cama con dosel del fondo, donde los muebles eran ya los propios de un dormitorio.
Eisset se colocó sobre la alfombra y la señaló con el dedo.
— Aquí, justo aquí, fue asesinado nuestro líder.
Pude distinguir restos de sangre  en el tapiz, a pesar de haber sido limpiado ya. A un metro y medio, vi algo que me pareció una quemadura negra de considerable tamaño.
— Ahí— continuó la sacerdotisa, apuntando ahora hacia el manchurrón negro— es donde se vio desaparecer al archidiablo.
— Mi señora— intervine yo, tratando de esclarecer los hechos.— ¿Cómo murió exactamente Abor?
— Decapitado.
— ¿Y el archidiablo? ¿Se sabe por dónde entró?
— Tuvo que haber sido a través del fuego de la chimenea, no pudo ser de otro modo.
— Estoy de acuerdo— apuntó Proctor—. Es el único punto vulnerable y el fuego es el elemento de los demonios. El resto de la Torre está imbuido  de magia positiva, de hechizos protectores que no hubiera podido franquear. ¿Estás de acuerdo, Artea?
— Si. Cuanto menos, la guardia le habría visto y dado la alarma gracias a esos hechizos. Aquí hay magos y sacerdotisas capaces de enfrentarse con éxito a un archidiablo. Pero el más capaz de todos era Abor… No me explico cómo pudo acabar con él— se extrañó Winter.
— Estamos seguros de que se encontraba viajando astralmente cuando llegó el demonio— les aclaró Eisset—. A él le gustaba acomodarse sobre la alfombra para hacerlo.  Sólo así se explican los hechos, pues durante el tiempo que el alma se separa del cuerpo, éste se encuentra totalmente vulnerable.
— En todo este caso — reflexioné en voz alta—, veo la mano de un mago. Pero un mago que sabía cómo y en qué momento debía enviar al archidiablo para llevar a buen puerto sus planes. Y si lo sabía, si tenía esa información, podría tratarse de un acólito, o un ex–acólito que conoce las costumbres y puntos débiles… Que conoce por dentro la Torre de Izen.
— Mi señora Eisset, lleváis toda vuestra vida aquí, seguro que habréis presenciado algunas de las situaciones que voy a enunciar. ¿Hubo alguien que fuera expulsado de la Hermandad de los Dioses Blancos? ¿Alguien que dimitiera, que no encajara con Sus mandatos? — preguntó Liander.
— Los hubo, por supuesto, en ambos casos— respondió ella.
— Necesitamos una lista con esos nombres— intervino Briego.
— Debo consultar los libros de la Hermandad, los nombres constarán en ellos. Mañana os entregaré lo que me pedís— asintió la sacerdotisa.
— Muchas gracias, mi Señora, por acceder una vez más a nuestras peticiones a pesar de todo el trabajo que tenéis. No os retenemos más, ¿nos veremos en la cena, supongo?— dijo Liander.
— Si. A las siete y media, en el comedor principal.
— En ese caso, hasta luego— se despidió el caballero con una aristocrática inclinación de la cabeza. Todos musitamos una despedida y nos dirigimos a la puerta.
Quedaban más de dos horas hasta entonces. Todos parecían tener algo que hacer: Sivar iba a dar la poción rejuvenecedora a Ross,  Briego y Liander querían visitar al herrero, y Winter junto con Proctor debían ayudar a Eisset en sus tareas. No me apetecía encerrarme de nuevo en mi habitación, así que bajé las escaleras y salí del edificio. Los jardines que rodeaban la torre, separados de la parte militar de la fortaleza por un muro, eran acogedores y emanaban paz. Tomé una senda que los cruzaba, me senté en un banco resguardado por celosías enredadas de madreselva y empecé a darle vueltas al recuerdo de las escaleras. Yo estuve allí, luchando contra aquellos elfos oscuros, y Winter también, pues en el recuerdo oí su voz conjurando a mis espaldas. No acudió a mí nada nuevo por más que lo intenté. Volví al camino, inmerso en mis pensamientos, y llegué hasta el templo de Los Dioses Blancos. La vista de las altas columnas de la fachada del santuario me trajo una sensación de malestar, una extraña inquietud. Pude haber dado la vuelta, simplemente, pero no lo hice.  Aquello parecía tirar de mí.
Cuando estuve lo bastante cerca, lo vi. Y supe que aquél era el lugar que me producía tal desasosiego. El camposanto.
Con una sensación de vacío en el estómago que casi rayaba con el dolor, busqué su tumba… y la encontré. La piedra de la losa era ya vieja y oscura, pero el grabado con su nombre se conservaba bien.




ARI  BRENDER
M. DE L.S.
1227—1279
AMADA ESPOSA
DE E.B.

Unas flores frescas adornaban el sepulcro y me alegré de ello, ella no se merecía una tumba olvidada, aunque de su muerte hacía ya ¡cuarenta años!
— Sabía que tarde o temprano vendrías aquí.
Me volví y allí estaba Eisset, mirándome.
— Sin embargo me dijeron que suplicaste el olvido…— continuó.
— Os dijeron bien.
—Deja los formalismos, ¿desde cuándo nos hablamos de usted?
Su observación me dejó turbado.
— No recuerdo el trato entre nosotros.
— Por supuesto…olvidaste todo. Pero estás aquí, ante su tumba.
— He empezado a recordar… algunas cosas. La misión lo exige.
— La misión… No trates de engañarte, Enitt. No eres hombre dado a huir, por eso me sorprendió tanto que pidieras borrar tu pasado. Imaginé que se llevó a cabo, pues nunca volviste por aquí. ¿Valió la pena?
— No lo sé…
— Dime, ¿has sido feliz en tu ignorancia?
— No.
— Y por lo que sé, no ha vuelto a haber mujer alguna.
— Ninguna que quisiera conservar a mi lado más de una noche. Deja ya de meter el dedo en la llaga, Eisset…—le dije, empezando a enfadarme.
— ¿Por qué elegiste huir al olvido, Enitt? Rompiste con todos los que te rodeaban… ¡Y con todo! Recuerdo cuando apareciste llevando su cadáver en brazos…Fue en esta misma torre…Recuerdo tu expresión, durante el entierro… No era sólo dolor, eran remordimientos. ¿Qué pasó dentro de la Torre de Izen, Enitt?
— …No lo recuerdo… ¡Me estás hablando de algo de lo que no tengo ni remota idea!— exclamé amedrentado.
— Averígualo, y sabrás porqué huiste al olvido. Te conozco. Tú nunca has temido al dolor, sólo al fracaso.
 — Gracias por ocuparte de que no le falten flores frescas —dije, dando por terminada la incómoda conversación.
— No tienes por qué dármelas. Ya que pareces no recordarlo, también era mi hermana, además de tu mujer.

Me fui, huí de allí, no quería ser obligado a ahondar en mis sentimientos ni en mis sufrimientos. Eran míos, íntimos, personales, no quería compartirlos. Remordimientos, fracaso… ¿Qué había querido decir Eisset con eso? ¿Me estaba echando la culpa de la muerte de su hermana? Pero, ¿y si tenía razón?
 Tenía que encontrar a Winter, aceleré más si cabe mi paso hacia la torre, resuelto a intentar que ella esclareciera algunas incógnitas.

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