lunes, 27 de diciembre de 2010

Capítulo 4 parte 5

5

Winter notó la llamada telepática justo al acabar de comer y buscó el espejo esmaltado en su zurrón. El rostro angustiado de Seamus apareció en la superficie, y les explicó la situación con todo detalle. El grupo escuchó con preocupación las novedades, que ratificaban aquello que se habían temido. Cuando Winter bajó el espejo una vez terminada la comunicación, todos miraron a los dragones. Los tres habían vuelto, tras la última batalla, a su atractiva apariencia humana.
— Parto sin demora a dar aviso a los demás dragones— dijo Anthas— . Nos incorporaremos a la lucha en el plazo más breve posible.
— Y yo volaré directo al desfiladero— añadió Excelenior.
— ¿No puedes comunicarte telepáticamente?— preguntó Briego a Anthas—. El tiempo es decisivo ahora. Entiendo la estrategia del rey Isir, pero con vosotros apoyándole se perderían menos hombres.
— Vivimos en nuestro propio plano del Abismo, por ello es inútil usar la telepatía. Tengo que informar de viva voz sobre lo que ha ocurrido y del lugar a donde debemos dirigirnos.
— ¿Regresarás?— preguntó Eisset al dragón dorado—. Presiento que volverán a atacarnos…
— No, mi sitio está en la batalla. No somos muchos, así que hago más falta allí. Creo que os las arreglaréis bien sin nosotros dos – aseguró, fijando su mirada en la niña.
Eisset no estaba de acuerdo y siguió mirándole con una muda súplica, pero ambos dragones habían tomado una decisión.
Anthas y Excelenior se alejaron lo suficiente y se transformaron en sus verdaderos seres. Antes de levantar el vuelo dirigieron al grupo una breve reverencia y partieron a sus destinos.
— Debemos continuar— dijo Liander—. Preparad los caballos. Mucho me temo que la misión del rey Isir sea un suicidio. Sus hombres no tendrán salvación si no cerramos pronto la Puerta.
Mientras todos se ocupaban de sus monturas, la sacerdotisa se acercó a Proctor y se colocó ante él, sus ojos reflejaban un temor inaudito en una persona como ella. Pero ella había vivido toda su vida ajena a la violencia y a la lucha, y la experiencia de la otra tarde había roto su ilusoria sensación de seguridad. Realmente, su bautismo de fuego había sido en una batalla fuera de lo común, y se había estrenado con un aplomo y valentía que pocos neófitos  habrían mostrado. Lo extraño hubiese sido que no sintiera miedo.
— Tú no te vas, ¿verdad?
— No, yo no —confirmó Proctor— . Pertenezco a Los Siete, y tenemos una misión no menos importante.
Eisset le abrazó repentinamente, sorprendiendo al gran Señor. Tras el estupor inicial, Proctor respondió al abrazo lentamente, reconfortándola, con la mirada posada en los ojos de Winter. La hechicera aguantó su mirada y enarcó una ceja al tiempo que una tímida sonrisa asomaba en sus labios. Era obvio que habían mantenido una conversación telepática, y a todas luces ella había espoleado a Proctor para que respondiera al abrazo de la sacerdotisa, adobando el consejo con algún adjetivo descortés. Winter sacudió ligeramente la cabeza, aún con la sonrisa pintada en los labios, y después fijó su atención en guardar el delicado espejo esmaltado en el elegante zurrón atado a la silla de su caballo.
— Seguiremos hasta el ocaso, como hemos hecho estos dos últimos días — ordenó Liander—. Entonces acamparemos para pasar la noche.
Cabalgaron en silencio, alertas y en tensión, pero tampoco ese día les salió nadie al paso. Cuando el sol quedó en una estrecha franja de luz en el horizonte, buscaron amparo en un bosque y detuvieron la marcha. Prepararon una fogata y cenaron a su alrededor viandas frías que no requerían cocinarse. Eisset preparó un lecho para la niña y la acostó tan pronto se terminó su comida, pues a la pequeña se le cerraban los ojos de agotamiento.
— ¿No encontráis extraño lo que ha ocurrido?— preguntó Enitt, aceptando de Winter un humeante vaso de latón que contenía café.
— ¿A qué te refieres?— le dijo Liander, alargando la mano para coger el que se le ofrecía.
— Habíamos especulado en que no abrirían la Puerta antes de tener la Piedra.
— Es extraño, desde luego— opinó Proctor.
— Yo ya no entiendo nada — añadió Briego, dando un sorbo a la ardiente infusión—. Parece como si no estuvieran coordinados entre ellos, o son más tontos de lo que pensamos. Acabaron con aquel grupo porque los confundieron con nosotros, poniéndonos sobre aviso, y luego abren la Puerta sin tener la Piedra, ¿cabe más ineptitud o hay algo que ignoramos?
— Tal vez dieran por hecho que nos arrebatarían la Piedra  reflexionó Sivar, rechazando con un gesto el vaso que le tendía Winter—. Quizá, en la inercia de una planificación de tal magnitud, no han podido detener sus planes.
— Lo cierto es que seguimos teniendo ventaja— dijo Enitt—. Querrán enmendar su fracaso.
— Por supuesto— se mostró de acuerdo Liander—. Son mala gente, pero no son idiotas, a pesar de la opinión de Briego. Lo volverán a intentar, y están seguros de que lo lograrán: de ahí que siguieran adelante con sus planes… Ese archidiablo es un enemigo formidable, mucho me temo que volveremos a vernos las caras con él.
— No lo creo probable— dijo Winter—. Ha sido expulsado y no puede volver a entrar en nuestro plano, si no es por la Puerta. Y no estamos nada cerca. Enviarán otros entes.
— Vaya un consuelo— se quejó el bárbaro.
— Hemos librado muchas batallas, Briego, no veo diferencia con las que están por venir— dijo Ross.
— ¿Que no ves diferencia?— bramó el gigante— ¿Cuántas veces te has batido contra un archidiablo y sus huestes demoníacas?
— La espada no distingue la carne que corta, ¿tú sí?— respondió el tabernero con su estoicismo tan característico.
Briego le miró como con ganas de mandarle a un lugar muy lejano y no muy agradable, pero consideraba demasiado a Ross como para faltarle al respeto.
— La espada es ciega, pero yo no— apuntilló—. Lucharé como siempre lo he hecho, pero odio a las criaturas de otros planos. No están sujetas a ninguna lógica, no mueren como se ha de morir. Anteayer mismo  estuvimos a un paso del desastre, y lo sabéis tan bien como yo. Si no hubiera sido por la intervención de la niña…
— Qué misterio, por cierto— intervino Eisset—. ¿Quién es? O, ¿qué es?
— Tal vez nunca lo averigüemos —opinó Enitt—. Pero su presencia en aquél lugar, dado el poder que posee, no me parece fruto de la casualidad.
— Lo cierto es que en este conflicto se mueven fuerzas y estrategias más allá de nuestra comprensión. Ya os dije que, si se abría la puerta, podría significar el fin del mundo. Como consecuencia, las fuerzas ocultas de este plano, inactivas en tiempos de paz, emergerán y actuarán para frenar el desequilibrio. Los dragones somos una de esas fuerzas, pero hay más. Algunas incluso más antiguas e incluso desconocidas por nosotros— dijo Proctor—. No estáis solos en esto, y eso sí es un consuelo.
Todos guardaron un prolongado silencio reflexivo tras las palabras de Proctor.
— Será mejor que nos acostemos— sugirió Liander—. Reemprenderemos la marcha antes del amanecer. Estableceremos de nuevo guardias por parejas y  turnos de dos horas que echaremos a suertes otra vez.
Sivar recogió ocho palitos y los cortó en diferentes largadas. Luego los ofreció a cada uno y se quedó con el sobrante.
— Recordad: el palo más largo empareja con el palo más corto— dijo el elfo.
Enitt miró su palo y lo comparó con los de sus compañeros. El suyo era el más corto, y el de Winter era el más largo. El hombre de los cabellos blancos miró a la hechicera y le hizo un guiño. Ella se sonrió.

Eisset y Ross, centinelas de la segunda guardia, les despertaron a eso de las dos de la madrugada —hora de la tercera— y se apresuraron a acostarse y cubrirse con las mantas hasta la cabeza mientras Winter se desperezaba y Enitt se vestía la cota de mallas. El aire invernal cortaba la respiración esa noche, el viento levantaba las capas haciéndolas inútiles y buscaba resquicios en la ropa por donde colarse y acariciar con su gélida mano la piel caliente e indefensa. Enitt se envolvió en su manta, avanzó hasta el perímetro exterior del campamento y se sentó en una roca. Winter, envuelta en su capa, le siguió, temblorosa; al llegar a su lado él abrió la manta y le ofreció cobijo, que ella aceptó. La hechicera se arrebujó contra él, sacudida por varios escalofríos, y apoyó su cabeza en el hombro de Enitt, perezosa.   
— Si haces eso, te quedarás dormida— la advirtió él.
— Si cierro los ojos será porque me estaré congelando, no porque me duerma…— protestó ella.— Siempre que siento tanto frío me arrepiento de no haberme especializado en magia de fuego…
 Enitt miró al firmamento: el gélido y seco viento había limpiado la atmósfera y las estrellas se mostraban con una nitidez fuera de lo común.
— Nunca he visto un cielo tan estrellado. Es bellísimo.
— Si notas que me estremezco no creas que es por la belleza de tu cielo… — dijo ella de mal humor.
— A veces me desconciertas… ¿es que acaso nada conmueve tu corazón?— bromeó el.
— Estoy helada y tengo sueño, ¿cómo demonios quieres que me conmueva?— le espetó ella tiritando.
Enitt rió por lo bajo, el carácter de Winter no le amedrentaba en absoluto.
— Ven, acércate más a mí— dijo él.
Ella lo hizo así y Enitt pasó su brazo sobre sus hombros por debajo de la manta. Winter exhaló un suspiro y el aire expulsado fue visible en forma de vaho.
— Uh —exclamó quedamente la hechicera con una risita—. Como se despierte alguno de los durmientes y nos vea, creerá que estamos haciendo manitas…
Enitt guardó un prolongado silencio, parecía librar una lucha interna. Por fin se decidió a hablar, arrastrando las palabras.
— Artea… Referente a la otra noche…
— Si vas a decirme que te arrepientes, ahórratelo —le soltó ella enfadada, clavando sus ojos verdes en la mirada azul de Enitt.
— No, no me arrepiento. Pero no estuvo bien. En ese momento eras… vulnerable, y creo que te debo una disculpa.
— Vamos, esto es lo último que habría esperado oír nunca —se rió ella de él, más enfadada todavía—. ¿Me ves acaso como una frágil damisela con poco seso? ¿Es que estabas tan cegado por el deseo que no escuchaste una palabra de lo que te dije?
— Te escuché, claro que te escuché. ¿Por qué te enfadas así?
— No sabes lo que quieres, por eso me pides disculpas. Pero yo si sé lo que quiero, como te dije.
Guardaron de nuevo un silencio afectado por dudas y anhelos, mirando al fuego que consumía el último tronco, a las estrellas que les hacían guiños de complicidad sin entender la frustración que sentían, a las negras siluetas de los árboles mecidos por las indómitas ráfagas de viento, mirando a cualquier cosa que no fueran los ojos del otro.
— No quisiera hacerte daño, como te lo hizo Proctor— dijo él rompiendo el silencio.
— Proctor hirió mi orgullo, pero tú destrozarás mi corazón— susurró Winter con una mirada de dolor. Como Enitt no dijo nada, ella salió de debajo de la manta y se puso de pie, apretando su capa contra el cuerpo—. No hay nada más que añadir. Nada de disculpas, por los Dioses, que ambos somos adultos.
Winter se dio la vuelta y echó a andar rodeando el perímetro del campamento, pero Enitt se levantó en un impulso, dejando la manta en la roca, y fue tras ella. En el momento en que la alcanzó la hizo girar para enfrentarla a sí. Enitt la abrazó y la besó en los labios despacio, saboreando el momento, sin la urgencia del otro día. Y le embriagó su contacto, apartó de su mente todos los prejuicios y se concentró en sentir, en averiguar lo que sabía que sentía realmente por ella. Quería superar el miedo al pasado y empezar a vivir de una vez por todas, dejarlo de una vez atrás para enfrentar el futuro... junto a Artea, ¿por qué no?
— Que no sé lo que quiero…— dijo él—. Claro que sé lo que quiero. Temía que, cuando recuerde a Ari completamente, lo que siento por ti quedara reducido a un triste reflejo. Temía herirte, que salieras perdiendo… Pero ella ya no está, es a tí a quien rodean mis brazos. Por mucho que la amara, también es amor lo que siento hoy por ti… aunque sea un amor pequeñito.
— Oh, Enitt…— musitó ella estremecida.
La besó de nuevo, contento de haber tomado esa decisión, y sintió el corazón extrañamente aligerado.
Winter temblaba con violencia bajo la capa; Enitt finalizó el cautivador beso y la miró  a los ojos, preocupado, en la tenue luz de los restos de la  fogata.
— ¿Aún tienes tanto frío?
— No —dijo ella dulcemente—. Esta vez no es el frío.


El primero de los tercios enviados por el rey Isir de Delania  cargó contra las huestes de la oscuridad antes de que el grueso de sus regimientos lograra alcanzar el Valle de los Vientos, lugar donde desembocaba el Desfiladero de la Rosasangre. El espectáculo que ofrecían los ejércitos que vomitaba la Puerta de los Planos hubiera helado el corazón del más veterano de los guerreros, pero no el del mariscal Theodore Anis, porque, según decían, carecía de él. Sus tropas de vanguardia, consistentes en mil quinientos soldados de caballería, arrasaron con las pocas fuerzas de demonios y diablos que marchaban ya por el valle, y contuvo en el cuello de botella —que constituía la salida del desfiladero— a la fuerza principal del enemigo. Pronto se unieron a él, por los flancos, las otras dos compañías capitaneadas por los mariscales Sullus y Travis, consistentes en otras tres mil unidades entre arqueros y más caballería, cuya misión era impedir la expansión del temible ejército de las sombras, a la espera del grueso de infantería procedente de la capital, Sux— más lento en los desplazamientos—, que venía de camino. Criaturas aladas, desconocidas hasta ese momento, dotadas de garras como cuchillas, sobrevolaban a los soldados y se dejaban caer en picado destrozando a los hombres a pesar de sus armaduras. Los arqueros daban cuenta de ellos, pero su número parecía aumentar con cada baja y no al contrario, para su desesperanza. Todas las criaturas a las que los hombres atravesaban con sus armas simplemente se desvanecían en el aire y volvían a salir por La Puerta como si tal cosa. El suelo se teñía de sangre con el paso de las horas, saetas ardientes volaban iluminando el cielo que empezaba a oscurecer y los cuerpos caídos de sus compañeros se acumulaban a los pies de los guerreros, pero los hombres conseguían su propósito de evitar el avance de las sombras luchando con una bravura jamás vista. Y fue entonces, al caer la noche,  justo en el momento en que el optimismo empezaba a aflorar en sus corazones, cuando aparecieron por retaguardia los elfos oscuros, dejándoles cercados. La oscuridad les favorecía, pues sus ojos estaban adaptados para ajustarse a la franja infrarroja, al contrario que los ojos humanos. Los elfos oscuros eran guerreros consumados de una ferocidad y maestría letales, luchadores entrenados desde la más tierna infancia en el arte de las armas, nada dados, además, al combate limpio. Lanzaban globos de oscuridad mágicos, que perturbaban a los hombres y les dejaban en inferioridad de condiciones en un combate a ciegas que sólo sus oponentes dominaban. La lucha se recrudeció, pero cambió en contra de los humanos; ni siquiera el solitario dragón dorado que apareció para apoyarles sirvió de nada. Ofrecieron resistencia hasta el último hombre y cayeron defendiendo el mundo libre en el cual querían vivir. Cuatro mil quinientos hombres aniquilados en sólo unas horas no era un comienzo nada halagüeño para los reinos libres de Álderan, en cambio, para las turbas de Balician, era la demostración de su clara superioridad. Los ejércitos de la oscuridad, encabezados por el caballero Krons, marcharon pisando su sangre y sus cadáveres sin ningún respeto, y se expandieron por el valle mientras Excelenior  volaba a poner sobre aviso a la infantería del fracaso y masacre de las tropas de vanguardia. De la Puerta de los Planos no cesaban de salir hordas de entes de otras dimensiones, a cual más espeluznante, que engrosaban un ejército que crecía desmesuradamente para hacerlo invencible.

La guardia casi había concluido. Winter y Enitt pasaron el resto de su turno atentos a la oscuridad, a pesar de los hechizos de alarma que rodeaban el campamento. Caminaban en círculos, bordeando el perímetro, cogidos de la mano y en un silencio prudente. No hacían falta palabras, el simple contacto de sus manos lo decía todo. La emoción que sentían ambos por el paso dado hacia una relación en toda regla les envolvía también en una súbita y extraña timidez, en un ligero temor de que las palabras estropearan el momento. Por ahora, no necesitaban más.
La niña se incorporó repentinamente en su lecho y echó un rápido vistazo a su alrededor, inquieta. Winter la vio y soltó a Enitt, y había dado un sólo paso hacia ella cuando una flecha atravesó el espacio que un segundo antes ocupara su cuerpo. Los hechizos de alarma se activaron entonces,  y también la Piedra de Izen, llenando la noche de luz y del ruido estruendoroso de mil tambores. El resto de Los Siete y Eisset despertaron sobresaltados y cogieron apresuradamente sus armas, mientras Proctor adoptaba su verdadera forma una vez más. El campamento se convirtió en un caos.
Sombras,  espectros, zheeremitas y elfos oscuros irrumpieron y se precipitaron contra ellos. Winter lanzó un hechizo para dotar las armas de sus compañeros con la magia necesaria para luchar contra las sombras y los espectros al tiempo que corría a situarse junto a la pequeña. Los elfos oscuros y los zheeremitas eran más convencionales a la hora de morir, no era necesaria ninguna magia en los aceros para matarles. Luego se protegió a sí misma con un conjuro que la proveía de una armadura invisible, y de inmediato entró en combate con sus hechizos de hielo.
Briego profirió un grito de guerra y se abalanzó con su espada sobre un elfo oscuro que apuntaba con su ballesta a Winter, pero el elfo tiró el arma y sacó de sus fundas, rápido como el rayo, dos estoques que usó para detener la acometida del bárbaro. El drow giraba y saltaba, realizaba paradas y lanzaba duros mandobles que mantenían a raya a Briego. Pero una certera flecha de Sivar le atravesó el cuello, y el elfo se desplomó ahogándose en su propia sangre. Briego no se detuvo a darle las gracias al alquimista, de inmediato seleccionó otro elfo oscuro como objetivo y se lanzó contra él. Briego no soportaba a los elfos oscuros ni a los zheeremitas, pero  prefería batirse con ellos que con los seres de ultratumba.
Sivar alternaba su arco con su daga y sable, sorteando los globos de oscuridad que los elfos oscuros empezaron a lanzar. Los Siete sabían luchar contra esa clase de enemigo, pues lo habían hecho con frecuencia, así que conocían sus tácticas y habían aprendido a contrarrestarlas. Cuando lanzaban un globo de oscuridad, procuraban salir de él rápidamente para que Sivar usara sus flechas sin miedo a dañar al compañero. Dotado con un sexto sentido para ello, el elfo raramente fallaba su cometido. Así pues, en ese momento usaba el arco contra los globos de oscuridad y blandía la daga y el sable cuando un enemigo se acercaba demasiado.
Enitt se lanzó instintivamente contra las sombras y espectros que le rodearon, intentando que no le rozaran con su toque frío y entumecedor, capaz de paralizar y drenar la energía de la víctima, aunque no siempre lo conseguía. Su espada brillaba con un resplandor rojizo que desenmascaraba a las sombras, muy difíciles de ver en la oscuridad, y subía y bajaba intentando alcanzar a los escurridizos enemigos. Cuando la hoja mágica alcanzaba a alguno, se producía un estallido negro que expandía un polvo oscuro y la víctima se volatilizaba. Enitt se descubrió muy diestro en la lucha contra ese tipo de no—muertos, se movía con agilidad esquivando las lúgubres manos incorpóreas que se extendían hacia él y contraatacaba con mandobles que raramente fallaban el blanco. Winter le ayudaba con sus hechizos cuando podía, ocupada en escudar a la niña y defenderse ella misma de los ataques de los enemigos que lograban sortear a Briego y a Sivar.
Ross y Liander se las veían, espalda contra espalda, con el grupo de zheeremitas que constituían el mayor peligro de entre los sicarios enviados contra ellos. Tenían muchas dificultades en decapitarles, que era el primer paso para acabar con las temibles criaturas, porque cuando la hoja se les acercaba demasiado se teleportaban y al punto regresaban. Proctor protegía a sus compañeros con conjuros poderosos, que al menos evitaban que los zheeremitas pudieran dominar sus mentes. El dragón plateado,   sin poder utilizar el fuego de su aliento por miedo a calcinar a alguno de sus compañeros, sabía que, a pesar de ello, unos cuantos zheeremitas no eran rivales para él; era cuestión de tiempo que cayeran víctimas de sus potentes hechizos o de sus terribles fauces. Las duras escamas que protegían sus cuerpos reptilianos no les servirían contra las poderosas garras de un dragón.
Eisset hacía cuanto podía para ayudar, desde sanar a aquellos de su grupo que habían sufrido alguna herida de poca importancia a desviar flechas que de vez en cuando caían sobre ellos. La pobre sacerdotisa echó a correr despavorida hasta situarse junto a Proctor cuando dos elfos oscuros lograron acercarse a ella, blandiendo unas pequeñas ballestas que dispararon en su dirección. Eisset sintió dos pinchazos y comenzó a sentirse mal; comprendiendo que las pequeñas saetas estaban recubiertas con algún tipo de veneno y que no tardaría en caer presa de sus efectos, buscó casi sin tener consciencia de ello la protección del más poderoso de Los Siete, a quien ella además amaba, y luego cayó entre sus patas. Proctor, al verla caer, reparó en aquellos que la perseguían y, preso de una furia primigenia, los lanzó por los aires de un zarpazo para luego darles muerte destrozándolos con sus garras.  De pronto, un potente chorro de energía negra impactó contra el flanco del dragón. Proctor lanzó un bramido y conjuró un escudo que detuvo el flujo, mientras buscaba la fuente; pero ésta se detuvo antes de revelarse.
En un estallido de polvo negro, como consecuencia de las acciones de Enitt, acabó la última sombra que quedaba de las ocho que cercaron inicialmente al hombre de pelo blanco; los espectros habían resultado más fáciles de abatir, a pesar de ser más numerosos. Enitt corrió junto a Briego para ayudarle en su lucha contra los peligrosos elfos oscuros. No quedaban muchos ya, pero los que continuaban con vida se batían con la desesperación de aquél que sabe que la alternativa a la victoria es la muerte. Esa misma desesperación les llevó a cometer errores, que los otros no desaprovecharon. Encontraron la muerte, tal como sus compañeros, de manos de aquellos de quienes se creían verdugos.   
Winter, acusando el cansancio que solía ser consecuencia de la concentración y desgaste de la propia fuerza vital, se sobresaltó al darse cuenta de que la misteriosa niña no se encontraba ya a su lado. Giró en derredor buscándola, angustiada y enfadada a la vez por la imprudencia de la pequeña, y la vio caminando despacio hacia una zona oscura, con la mirada fija en algo que Winter no podía ver. La hechicera estiró el cuello, buscando en la oscuridad el objeto de la atención de la niña, y creyó observar por un instante una forma incorpórea: allí había alguien, oculto por un hechizo de invisibilidad. Mientras Proctor acababa con el último zheeremita, Winter lanzó un contraconjuro para que la persona oculta se revelara.
Todos miraron sorprendidos, ya que habían dado por concluida la lucha, a la alta figura vestida con una túnica negra que se materializó entre los árboles.
—¡Es él! —gritó Eisset— ¡Es Solomon, el Enlace que buscamos!
El mago, viéndose descubierto, abrió apresuradamente un portal para huir de la amenaza  y lo traspasó con muchas prisas. La niña se apresuró detrás  suyo, y Winter tras la niña. Cuando Enitt echó a correr para detener a la hechicera, ambas traspasaron el círculo mágico y éste se cerró súbitamente y desapareció. El hombre de los cabellos blancos pasó de largo el lugar donde se erigía el portal un segundo antes y se detuvo bruscamente al chocar contra un árbol, rebotando hacia atrás y cayendo al suelo. Cuando Briego y Ross acudieron a su lado, vieron que el golpe no revestía gravedad y le ayudaron a ponerse en pie.
— Se han ido… —musitó aturdido—. Han cruzado a sus dominios, están a su merced…Debemos rescatarlas antes de que sea demasiado tarde.
— Nos pondremos en camino ahora mismo, Enitt —dijo Liander acercándose a ellos.
—¡No, eso no es suficiente! Aún estamos muy lejos. Proctor… Proctor puede volar, y podría llevarme en su grupa… Si la sacerdotisa consulta la Piedra y nos concreta un poco más la situación de la guarida de ese mago, podríamos llegar en muy poco tiempo... Proctor, ¿estarías dispuesto a ello?
— Por supuesto —aseguró el enorme dragón plateado con su vozarrón—. No permitiremos que Winter sufra ningún daño. Eisset, ¿podrías usar la Piedra para ayudarnos, querida?
— Ahora mismo.

Solomon entró a través del portal en su sala de mando con el corazón martilleándole en el pecho, de miedo y rabia. Antes de que el portal mágico se cerrara, dos figuras irrumpieron en la estancia precipitadamente a través de éste, y el mago no perdió tiempo en averiguar su identidad. Lanzó una bola de fuego contra los  intrusos, reconociéndolas entonces. Winter empujó al suelo a la niña y rodó para esquivar el mortífero conjuro, preparando un contraataque que no tardó en llegar. El salón se convirtió en un campo de batalla, los muebles se astillaron y ardieron por el efecto de los hechizos desviados y un humo que quemaba la garganta y escocía los ojos llenó la estancia. Winter luchaba desesperada, sabiendo que estaban condenadas: no tardarían en aparecer esbirros de Solomon alertados por el estruendo de la reyerta, y ambas acabarían apresadas como poco.
— ¡Espabila, niña!— le dijo Winter— ¿No vas a ayudarme con esto? ¡O despliegas esos poderes que vi o estamos perdidas!
Pero la pequeña no sólo siguió sin intervenir, sino que ni siquiera pareció entender lo que la hechicera le dijo. Un diablo menor se asomó por la puerta y desapareció de nuevo, la mujer oyó perfectamente sus gritos de alarma por los pasillos del fortín.
Las puertas de doble hoja del salón se abrieron con brusquedad al poco,  vomitando elfos oscuros, hombres de feroz aspecto y esqueletos.
Cuando esto sucedió, Winter atacó a los recién llegados con un conjuro para evitar que las alcanzaran, lo cual brindó la oportunidad esperada por Solomon.  El mago le lanzó un hechizo aturdidor  y ella cayó de rodillas, incapaz de defenderse, y se vio rodeada por los esbirros. La hechicera se colocó protectoramente ante la niña con evidente esfuerzo, cercada por amenazadoras espadas, y se encaró al Enlace que se acercaba a ella con una expresión jactanciosa en el rostro.
— Vaya un par de estúpidas —escupió Solomon con desprecio—. Acabáis de hacerme un gran favor al poneros a mi alcance. Ahora tengo algo con qué negociar la entrega de la Piedra: vuestras vidas.

Capítulo 4 parte 4

4

Isir, rey de Delania, despachaba asuntos de estado junto a sus consejeros cuando Seamus, el mago de élite a su servicio, irrumpió en el salón del Trono apresuradamente y sin ser anunciado. El rey levantó la vista del documento que revisaba con aire contrariado, pero al ver a su leal colaborador con el semblante pálido como la misma muerte, tendió el pergamino al consejero de su izquierda y se puso en pie, expectante.
— Majestad, perdonad mis bruscos modos, pero es muy urgente…— dijo el mago sin resuello, postrándose ante su soberano.
— ¡Hablad, por los Dioses! Me estáis poniendo nervioso con vuestros titubeos.
La Puerta de los Planos… ¡Ha sido abierta, mi Señor!
El rey lo miró sin verlo, inmerso en sus pensamientos.
— Así que ya ha ocurrido… Los Siete tenían razón. Que los Dioses nos amparen…
— Eso no es todo, majestad…
— Del modo en que tiemblas, tú que a nada temes… sospecho que se abre en mi reino, ¿me equivoco?
— No os equivocáis, mi rey… Están entrando ahora mismo,  cientos de extrañas criaturas, de algunas incluso desconocíamos su existencia…
—¿Dónde, Seamus?
— En el Desfiladero de la Rosasangre, mi Señor.
El rey comenzó a pasear arriba y abajo, con un brazo sobre el torso y el puño del otro apoyando la barbilla, en actitud pensativa.
— Hay que avisar a los demás reinos, que envíen ayuda tal como convenimos.
— Ya lo he hecho, majestad.
— Convocad a mis mariscales. El grueso de mis ejércitos partirá de inmediato, hay que impedir que salgan de ahí, y esperarán los refuerzos prometidos. La orografía del desfiladero evitará que puedan atacar en un frente amplio, sus fuerzas se apiñarán en un cuello de botella que hará inútil su número. Si no conseguimos frenarles allí, habremos perdido la mejor oportunidad de aplastarles.
— ¡Si, mi Señor! — dijo uno de los consejeros, que salió a la carrera a cumplir las órdenes del soberano.
— Majestad— dijo el mago— , os informo que también cuentan con criaturas aladas. Si sobrevuelan a los nuestros, éstos pueden verse atacados por vanguardia y retaguardia. ¿Estáis seguros de esa táctica?
— Nosotros también contamos con criaturas aladas, Seamus. Los dragones dorados y plateados  entrarán ahora en combate, si recuerdas lo establecido en la Reunión de los Doce Reinos. Ponte en contacto con la hechicera de Los Siete, informa de la situación y que pida auxilio a los dragones en nuestro nombre.
— De inmediato, mi Señor— dijo Seamus levantándose y abandonando la estancia con tanta prisa como sus viejas piernas le permitieron.
 —Que los Dioses nos asistan…— musitó un consejero.
—Más bien nosotros hemos de asistirles a Ellos— dijo el rey—. A saber dónde están…

La alarma y el nerviosismo se extendieron por todo Álderan. Los demás reinos tuvieron noticia en muy poco tiempo de la apertura de la Puerta de los Planos y del lugar donde las fuerzas del Mal se estaban reuniendo. En consecuencia, actuaron según lo acordado en la reunión de los Doce Reinos, allá en la Torre de Izen. De las distintas fortalezas –a excepción de Maingru— salieron a los caminos la mitad de las tropas de cada país con destino a Delania. Tres mil enanos acorazados blandiendo afiladas hachas, enviados por el rey Biriz de las montañas Beggum y comandados por él;  seiscientos arqueros y dos mil efectivos de caballería élfica procedentes de Andarathiel, con el propio Thelentor –Señor de los elfos— a la cabeza; mil quinientos arqueros y mil soldados de infantería élfica enviados por la Dama Rian de Ímbrolas; dos mil bárbaros de los Yelmos del Norte precedidos por el propio rey Coriol; tres mil efectivos de caballería— entre hombres y mujeres— procedentes de El Gran Bosque de las amazonas; veinticinco mil soldados – arqueros, infantería y caballería— enviados por Ikar, rey de Tornia, cincuenta mil más  de las mismas artes enviados por Arnamion, rey de Selenia; treinta mil enviados por Nevelia, reina de Quarante, y veintisiete mil enviados por Holdes desde Dunamun.  Flotas de barcos procedentes de Ruanev, con mil quinientos cambiantes enviados por Dwintin, se hicieron a la mar con destino a Delania, desafiando las aguas embravecidas que parecían aliadas con las fuerzas oscuras.
Y magos. Todos los ejércitos sin excepción contaban con sus propios magos de alto grado y sus sanadores. Los medianos con los carros de la intendencia cerraban la retaguardia de los ejércitos, que marchaban hacia la guerra con la moral alta y el paso largo.  Álderan se negaba a ser subyugada. Álderan se negaba a sucumbir.

Capítulo 4 parte 3

3
Solomon gritó, sorprendido y furioso, y se quitó las gafas de visión  telepática. No lo podía creer. Corrió a la estrella de siete puntas e invocó al archidiablo de nuevo, que se materializó dentro del pentagrama de ese modo tan espectacular con que lo hacía siempre.
El gran demonio presentaba una oscura quemadura en el torso, y su humor era mil veces peor del habitual.
—¿Quién es esa niña? ¿Dónde la conseguiste? ¡Habla, mortal!
— Mis servidores la trajeron a petición mía con la intención de usarla para coger la Piedra para nosotros, nada más… Sólo es una niña…
— ¡Me ha expulsado de tu plano, humano incompetente! ¡Ha sido capaz de infringirme una dolorosa herida con la energía positiva más pura que jamás he sufrido! —bramó estruendosamente Eretné, haciendo que al mago se le erizaran los pelillos de la nuca.
— Pero… pero es muy pequeña para un poder tan grande…
— Tus ojos te engañan, estúpido mago. Tus limitados ojos humanos…— el archidiablo sonrió con una sonrisa perversa, lasciva—. Sólo un incompetente se rodea de incompetentes… Pregunta a tus siervos. Pregúntales dónde consiguieron a la niña. Y luego, tanto si se trata de una traición como si no, destruye a esos cretinos.
— ¡No te atrevas a darme órdenes, archidiablo!— saltó  Solomon, rechinando los dientes de rabia—. ¡Y no es a tí a quien debo rendir cuentas! Reúne tus fuerzas y prepárate para entrar con ellas en este mundo por la Puerta de los Planos en cuanto esté lista. Demuéstrame que tu leyenda de poder y destrucción no exagera.
— Estoy deseando regresar a tu plano a sembrar el caos. Pero recuerda que no aceptaré tus preceptos, ni los del Dios oscuro. Y, mientras me regocijo con la destrucción de tu mundo, procura tener a buen recaudo mi rajjak.
El pentagrama se vació con estruendo, dejando a Solomon desconcertado. El mago volvió sobre sus pasos hasta llegar a la escalera de caracol que conectaba los cinco niveles de la fortaleza excavada en la montaña y la bajó deprisa. Descendió dos pisos hasta llegar al quinto y último nivel y caminó levantando ecos por el pasillo de piedra bruta, en cuyas paredes, a intervalos regulares, pendían antorchas que ahuyentaban sin mucho éxito la oscuridad.  A su paso, servidores demoníacos menores se apresuraban a apartarse, a la vista del mal humor de su amo, pues habían aprendido que lo mejor en tales casos era quitarse de en medio so pena de servir de blanco a la ira de Solomon, muy dado a estos procederes. El mago se detuvo ante una puerta y la golpeó con los nudillos, impaciente.
— Entra— dijo una voz profunda y aterradora, como el eco de una sima insondable.
Solomon entró en la habitación sin cerrar la puerta, pues la oscuridad allí dentro era total. La alta silueta se recortó con la tenue iluminación que entraba del pasillo, y la ennegrecida armadura trató de reflejar tímidamente la luz. Los dos puntos rojos que ocupaban las cuencas oculares se clavaron en el mago con desdén, y si su calavera hubiera tenido carne  hubiese revelado la sorpresa de ver allí al Enlace en persona. Nunca antes se había rebajado a acudir a sus aposentos.
El caballero de la muerte avanzó unos pasos, oscilando su negra capa detrás suyo, envolviéndolo en un aura de magia negra, letal,  y se plantó ante él, dominándolo con su estatura tanto como con su inquietante apariencia. Agachó levemente la calavera, tocada con un yelmo tan ennegrecido como la armadura, a modo de saludo. El mago templó sus nervios, consciente de que el único motivo por el que el caballero acataba sus órdenes era la lealtad de éste para con su Señor Balician, que designó a Solomon como su Enlace. Pero la animadversión era mutua.
— Caballero Krons— le saludó escuetamente el mago.
— Maestro Solomon.
— Tengo una pregunta importante que haceros, si me permitís.
— Os permito.
— La niña… ¿Dónde la conseguisteis?
— La encontré.
— ¿Cómo que la encontrasteis?
— Si, la encontré… tal y como la traje. Sola, en un campo. Me limité a capturarla, ni siquiera trató de escapar. ¿Es que acaso ha fallado su cometido?
— Depende de cuál fuera su cometido…— dijo enigmáticamente el mago.
— ¿Qué queréis decir?
Solomon decidió no dar  información al espeluznante caballero, al menos de momento. Tenía que pensar en lo sucedido y planear algún ardid rápido, pues pronto el Dios volvería y esperaba resultados, resultados que no había conseguido. No deseaba probar de nuevo su ira.
— Nada. Debo irme. Si me perdonáis…
El caballero observó al mago con suspicacia mientras éste se volvía y salía de sus aposentos. Cada vez le desagradaba más ese engreído. Cerró las manos sin carne, enguantadas en cuero negro, y las volvió a abrir. Pensando en la respuesta de Solomon, conjuró intentando sondearle la mente, receloso. Tampoco ésta vez pudo conseguirlo, los poderes del mago le superaban desde que portaba la Piedra Negra.
Solomon entró taciturno en el salón del tercer nivel, que hacía las veces de sala de mando, sin prestar mucha atención a una representación de la guerrilla zheeremita que le esperaba. Buenas noticias, los elfos oscuros aguardaban sus órdenes en los puntos convenidos, organizados y listos. Un problema menos, pensó. Por fin estaba ya todo preparado, todo menos lo principal... Sintió entonces aquel terror primitivo que precedía la visita de su Señor. Despidió a todo el mundo apresuradamente y se quedó solo, esperándole.
— Mi Señor…—dijo con la consabida reverencia.
“Dime, siervo, ¿tienes ya la Piedra en tu poder?”
Solomon tuvo un fugaz momento de pánico, pero se sobrepuso con rapidez. Ocluyó su mente un poco, esperando que el Dios Oscuro no se diera cuenta, y decidió mentir.
—Sí, mi Señor.
“¿Cómo la conseguiste?”
— Usé a una niña que capturó Lord Krons, mi Señor. Ella cogió la Piedra para nosotros…
“¿Está aquí el talismán?”
— No, mi Señor. Está en los sótanos, dentro de un cofre. La luz que emite ciega a mis criaturas.
La explicación pareció complacer a Balician.
“Bien. Debes destruirla, y para destruirla debes hacerla vulnerable, y para que sea vulnerable debes corromperla. Consigue que alguien apto para tocarla la use para quitar una vida vil y atrozmente. ¿Qué acto puede ser más vil que introducir la piedra en la garganta de un desvalido recién nacido, ahogándole con ésta? Es un ejemplo, puedes ser creativo si te divierte… Teniendo la Piedra en nuestro poder, siendo como es el último obstáculo para nuestros planes, no esperaré más para abrir la Puerta de Los Planos. Dentro de dos días, según el tiempo de tu mundo, debes haber destruido ese poder Blanco, pues será el momento en que la abra por fin. ¿Están los ejércitos terrenales preparados?”
— Esperan Vuestras órdenes, mi Señor, apostados en Delania. La puerta planar se abrirá en el Desfiladero de la Rosasangre, según he calculado.
“Así es. Envía a Lord Krons a comandar las tropas espectrales. Él  conducirá los ataques, tú permanecerás aquí y le transmitirás mis estrategias. No debes ponerte en peligro. En cuanto a Eretné, le daremos libre albedrío mientras sirva a nuestros intereses; más tarde nos desharemos de él”.
— Así se hará —acató Solomon con una nueva reverencia.
 El contacto se interrumpió y el mago suspiró aliviado. Había logrado eludir de momento un perverso castigo.
Esperó una hora, y cuando tuvo pensado el modo de actuar, mandó llamar al caballero de la muerte a su presencia. Esta entrevista tenía que realizarla en su terreno.
Lord Krons se presentó en la sala y encontró al mago escribiendo afanosamente en su escritorio. El mago levantó la vista de los pergaminos y ofreció asiento al caballero, que lo rechazó.
— Habéis mandado a buscarme. ¿Ha habido contacto?— preguntó el espectro.
— Si. Se dispone a abrir, por fin, la Puerta. Quiere que comandéis las tropas, bajo mis instrucciones que serán las Suyas.
—¿Abrir la Puerta? ¿Habéis destruido ya la Piedra? —Se excitó Lord Krons.
Solomon miró la pluma que sostenía en su mano derecha y jugueteó brevemente con ella, haciéndola girar. Luego levantó la vista y se enfrentó con los dos puntos rojos que le observaban desde la calavera.
— No puedo destruir lo que no tengo, Lord Krons. No Le he dicho que hemos fracasado. Porque hemos fracasado. La niña que trajisteis… no es una niña normal, diría yo.
—¿Qué intentáis decirme? —Gruñó el caballero, a quien todo aquello empezaba a enfurecer.
— La niña no sólo expulsó a Eretné y sus huestes sino que, además, le infringió una fea herida al archidiablo. —Solomon se inclinó hacia él para dar fuerza a sus palabras, y juntó sus manos apoyando simétricamente los dedos—. Expulsó a un archidiablo, Lord Krons. Es una hechicera o algo peor, y de un poder increíble. ¿Cómo, en nombre de nuestro Señor Oscuro, no os disteis cuenta?
El caballero pareció turbado con esta información, pero no confiaba en el mago.
— Eso no puede ser. Sin duda estáis equivocado. Una niña tan pequeña no puede ser tan poderosa.
— Exacto, estoy de acuerdo con vos —dijo, levantando el dedo índice y asintiendo con mucho teatro. Su rostro se transformó después en una máscara de desdén —. Por tanto, ¿qué me trajisteis? Puede parecer una niña, pero estamos de acuerdo en que no lo es, no lo puede ser.
— Y entonces, ¿qué es?
— No lo sé, pero está claro que es contraria a nuestra causa y poderosa, puesta en vuestro camino alevosamente, me temo. Y vos la trajisteis, satisfecho con la facilidad con que cumplisteis vuestro cometido, sin desconfiar ni aseguraos de nada; y mis servidores la enviaron al lugar de la emboscada, para usarla a la hora de capturar la Piedra Blanca. Mordisteis el anzuelo, caísteis en la trampa que alguien dispuso. Así que, por el bien de los dos, a los ojos del Dios Oscuro, en lo que respecta a la Piedra, ésta está en nuestro poder. Para nuestro Señor no hemos fracasado, pues Él no tolera el fracaso: es más, lo castiga cruel y contundentemente. ¿Estáis de acuerdo con mi proceder?
Lord Krons pareció inquieto, pero sus dudas se disiparon enseguida. El mago había conseguido involucrarle en su trama, no tenía otra salida.
— Estoy de acuerdo.
— No temáis, esta mentirijilla pronto dejará de serlo. Mientras vos cumplís con los designios del Señor Oscuro, yo dispondré aquí de tiempo y esclavos que se ocupen de capturar la Piedra. Eso es todo, disponed lo necesario para ocupar vuestro puesto frente a nuestras tropas, allá en el Desfiladero de la Rosasangre, caballero Krons.
— Partiré en una hora. Maestro Solomon— se despidió del mago.
Comandante Krons.
El poderoso esqueleto se dio la vuelta y salió de la sala;  el mago sonrió aliviado y se levantó dispuesto a premiar su propia habilidad con una copa de buen vino.

Capítulo 4 parte 2

2
Proctor, que encabezaba en solitario la partida, levantó el brazo para indicar a su retaguardia que se detuvieran. Cuando los demás le obedecieron, hizo volverse al caballo hasta quedar atravesado en el camino.
— Excelenior ha visto algo. Aguardemos a que investigue.
El grupo intercambió miradas de preocupación. No esperaban problemas tan pronto, a tan sólo dos horas de camino. Anthas, que cerraba la comitiva, golpeó los flancos de su  alazán y éste cabalgó hasta situarse junto a Proctor. Ambos miraron las evoluciones de Excelenior, que sobrevolaba en círculos cada vez más bajos una zona boscosa a dos kilómetros al noreste. Unos minutos después, los dos dragones recibieron información telepática del tercero.   
— Ha habido un ataque, una masacre. No hay supervivientes. Las víctimas podrían pertenecer a una comitiva real… —dijo Proctor.
—¿Cabe esperar una emboscada? —preguntó Liander.
— Con las fuerzas del mal cabe todo —respondió  Anthas cortante—. Pero no parece haber nadie aparte de los cadáveres, según Excelenior.
— Debemos continuar— ordenó Proctor—. Tened las armas prestas, por si acaso.

Lo primero que distinguieron al acercarse al bosquecillo fueron los cadáveres de los caballos, más voluminosos; luego, a medida que el trote de sus monturas les acercaba, descubrieron un espectáculo espeluznante. Ocho muertos, seis hombres y dos mujeres, yacían destrozados en charcos de su propia sangre: el salvajismo de los asesinatos quedaba patente en el estado de los cuerpos tanto como en el hecho de sacrificar a las monturas. Toda la escena ponía de manifiesto que los autores de la matanza se deleitaban segando vidas.
Excelenior les aguardaba en el centro del camino que atravesaba el pequeño claro del bosquecillo, más allá del último cuerpo, y todos salvo Eisset desmontaron y examinaron los cadáveres de cerca.
— ¿Alguno reconoce al grupo? Eisset, querida, sé que es muy desagradable, pero ¿reconocéis los colores de las ropas? ¿Se trata de una comitiva real?— Preguntó Liander.
La sacerdotisa se obligó a fijar la vista en las ropas poco vistosas de los muertos, para lo cual no pudo evitar contemplar vísceras desparramadas, miembros amputados y cabezas exponiendo los sesos. Eisset había visto muchos muertos, pero el olor a sangre y el ensañamiento que mostraban los cadáveres le revolvieron el estómago.
— No me lo parecen…— logró articular reprimiendo las náuseas.
— Parece obra de zheeremitas— opinó Briego, con una expresión solemne en el rostro.
— Estoy de acuerdo con Briego —coincidió Sivar, agachado junto a un cuerpo que presentaba numerosos cortes en el torso—. Y los cadáveres aún están calientes. Creo que no me equivoco si afirmo que han muerto no hace más de media hora. De otro modo, con las bajas temperaturas de esta época del año, ya estarían fríos.
—¿Winter?— dijo Liander volviéndose hacia la hechicera.
— Las heridas son de armas muy afiladas y mágicas, como las que suelen usar los zheeremitas. Pero hay algo más en el residuo de las heridas, una magia distinta…y más peligrosa. No me gusta…
— Yo también lo percibo— aseguró Proctor.
— Demonios… ¡Han sido demonios!— exclamó Anthas tras tocar una de las heridas de un cadáver.
Nadie dijo nada. Todos intuyeron que ese ataque se preparó para ellos.
— Winter, avisa a Enímedes en La Torre de Izen, de la matanza; que se hagan cargo de dar sepultura a los muertos— musitó Liander.
Eisset bajó precipitadamente del caballo y corrió más allá del camino y vomitó. Luego, una vez aligerado el malestar, sus ojos se pasearon casualmente por la maleza mientras se tranquilizaba, cuando vio algo que la sobresaltó y dio un respingo. Después, el susto dio paso al desconcierto.
— Una niña…
— ¿Qué?— dijo Winter girándose con el espejo esmaltado en la mano.
— Aquí hay una niña…— repitió la sacerdotisa.
La pequeña observaba agachada tras un matorral, y Eisset no podía verla con detalle.
— Sal, querida, no vamos a hacerte daño.
La niña se puso en pie despacio, pero no se movió del sitio. Los demás se aproximaron, incluso Excelenior estiró el cuello sin intentar acercarse por sentido común, lleno de curiosidad. Era una niña pequeña, de unos cinco años, de cabellos rizados de un rubio tan plateado que rivalizaba con los de Proctor. Sus ojos azul violeta se abrían más de lo normal, pero no parecía haber miedo en ellos. Su mirada pasaba de uno a otro y se detenía en cada par de ojos con tal intensidad que parecía que escrutara sus mismísimas almas. Y lo más extraño de todo es que estaba desnuda.
—¿Creéis que formaría parte de la comitiva?— preguntó Ross.
— Es lo más probable— respondió Liander.
— Y, ¿por qué va desnuda? No la habrán… ¡Hijos de mil zorras!— se enfureció Briego.
— Briego, no creo que la hayan tocado. Está demasiado limpia, ni siquiera hay una triste hoja enredada en su cabello… ¿Qué vamos a hacer? —Preguntó Winter—. No sabemos quiénes eran ni de dónde, por tanto ignoramos a quién habríamos de entregar a la chiquilla. Sólo nos queda volver a la fortaleza y dejarla a cargo de las novicias de la Torre de Izen, con el retraso que eso conlleva, o bien… llevárnosla con nosotros, al menos de momento.
— ¿Te has vuelto loca, Winter? —Voceó Briego—.  ¿Cómo vamos a hacernos cargo de una niña, y tan pequeña? Sólo nos retrasaría. Y eso dejando de lado el peligro que nos amenaza, pues si nos atacaran, ¿cómo demonios podríamos protegerla?
— Entonces no queda más remedio que volver…—dijo Enitt.
— ¿De dónde eres, pequeña?— le preguntó en tono suave y cariñoso Liander.
La niña no contestó, se limitó a mirarle muy seria.
—¿Viajabas con tus papás? —la interrogó Eisset.
La pequeña siguió sin despegar los labios.
— No debemos agobiarla —aconsejó Winter—. Acaba de pasar por una experiencia muy traumática, así que es posible que no consigáis arrancarle ni una palabra. Yo, por mi parte, buscaré algo con qué vestirla.
La hechicera se acercó a su caballo y desató una engañosamente pequeña bolsa de piel donde guardaba su abundante equipaje. La bolsa, uno de los objetos más apreciados por Winter por lo práctica que resultaba, estaba dotada de una magia que proporcionaba un gran espacio interior sin aumentar su volumen ni su peso. Después de rebuscar en su ajuar, sacó un vestido, una capa, unas calzas, un par de calcetines y unas botas, y entonces ató de nuevo la bolsa a la silla de su caballo.
— ¿No crees que le irá un poco grande? —Se mofó Sivar cuando la hechicera regresó con la ropa.
— Deja eso de mi cuenta, elfo.
Winter se acercó despacio a la niña, que la miró sin moverse. La hechicera le explicó que iba a vestirla y procedió a hacerlo, ayudada por Eisset. La chiquilla parecía ida, pues no se negaba pero tampoco colaboraba demasiado. La mujer se fijó en sus partes más íntimas mientras le ponía la ropa interior y suspiró aliviada.
— Como sospechaba, la niña está intacta, gracias a los Dioses. No hay irritaciones ni señales de… Bueno, ya me entendéis.
— Menos mal, menos mal… —susurró Briego con otro suspiro de alivio.
 Una vez puestas las calzas limpias y blancas, Winter las encogió hasta su talla usando su magia, y lo mismo hizo con el resto de la ropa. Pronto estuvo correctamente vestida y abrigada.
— Me descubro ante tus recursos, hechicera— la aduló Sivar—. Pero he de reconocer que me ha extrañado que poseyeras un vestido tan decente…
— Y a mí —se rió ella—. Debe llevar muchos años olvidado en mi bolsa…  Muy bien, pequeña, ya estás lista.
 En ese preciso instante, la Piedra de Izen que portaba Eisset se encendió, brilló con intensidad. Todos se dieron cuenta, pero sólo la sacerdotisa sabía lo que significaba.
— ¡Nos atacan! ¡A las armas!
Excelenior emitió un rugido ensordecedor, que confirmó las palabras de la sacerdotisa, y las espadas emergieron de sus vainas con rapidez. Sivar preparó su arco y entonó un cántico mágico, que habría de proporcionarle mejor puntería y munición ilimitada.
Pronto aparecieron ante ellos, materializándose entre grandes llamas en su paso del plano demoníaco al material, demonios del abismo que blandían así mismo las más diversas armas, y detrás de ellos un gran archidiablo empuñando el látigo de dos puntas y la peligrosa espada.
Winter lanzó un hechizo sobre las armas de sus compañeros, añadiendo a sus  amenazadores filos el frío mortal del hielo, mucho más dañino para esa clase de enemigo.
Proctor y Anthas se apresuraron a transformarse en su verdadero ser  y se lanzaron junto con Excelenior contra el gran demonio, dejando a la infantería infernal, mucho menos peligrosa, para el resto del grupo.
— ¡Escóndete, chiquilla, y no se te ocurra moverte!— ordenó Briego a la niña, que corrió a refugiarse tras un árbol y se agachó al llegar.
Enitt, Liander, Briego y Ross formaron una primera línea armada que protegía a las hechiceras y al elfo, mientras éstos les apoyaban con sus conjuros y flechas mágicas. Unos cincuenta demonios, de altura y complexión parecida a la de un hombre, se abalanzaron contra los cuatro humanos con furia asesina; pero ellos, lejos de estar asustados y no menos furiosos al reconocerles como culpables de la atroz matanza que yacía a sus pies, respondían con mandobles y estocadas que herían y hacían desaparecer de vuelta a su plano a los atacantes. Winter y Eisset conjuraban protecciones para sus luchadores, y realizaban hechizos que contribuían a menguar el número de las filas infernales. El arco de Sivar disparaba sus flechas con una precisión y rapidez abrumadora, acabando con los enemigos que intentaban rodear la primera línea para atacar a las hechiceras y a él mismo.
Los tres dragones mantenían a raya al gran archidiablo, que se defendía a la perfección, pero uno de ellos presentaba una dolorosa herida en un costado, consecuencia de una estocada de la fatal espada que blandía el gran demonio. De nada servía con él el fuego, y el hielo se fundía y evaporaba antes de tocar su ardiente piel. La emboscada hubiera resultado letal si los dos dragones dorados no se encontrasen con ellos.
Perdieron la noción del tiempo, concentrados como estaban en la batalla. A pesar de la maestría de los cuatro espadachines, éstos comenzaban a tener problemas. Los demonios eran muchos y la tarea de repeler sus ataques y buscar y provocar huecos en sus defensas empezaba a hacer mella en ellos, pues se estaban fatigando. Los dragones, por su parte, no lo pasaban mejor; el látigo del archidiablo castigaba las escamas de los majestuosos animales hasta encontrar roturas y hundirse en la carne, y la espada bien manejada impedía que acercaran las temibles garras o los poderosos dientes so pena de ser cercenados. Y eran ya muchas las heridas superficiales que hacían correr la sangre de los dragones, sólo su dureza y agilidad había impedido que las heridas fuesen más serias, excepto en el caso de Excelenior, cuya herida era profunda, le dolía y restaba fuerzas.
Y así, cuando en pleno auge de la batalla la balanza comenzó a inclinarse del lado de las fuerzas oscuras, la niña salió de su escondite y caminó con paso seguro en dirección al archidiablo y los tres dragones. Ningún enemigo reparó en la figurita que esquivaba a los guerreros demoníacos y avanzaba con determinación. Pero Briego la vio y, gritando por encima del fragor de la batalla,  se precipitó en pos de ella, rompiendo la línea para desesperación de sus compañeros. Luego todo ocurrió muy deprisa. La  pequeña levantó un bracito y apuntó al gran demonio con la palma de su mano, y al instante un potente rayo de luz blanca se abrió paso en el aire y dio de lleno en su pecho. El archidiablo simplemente desapareció, y con él sus huestes. Briego se detuvo en seco, atónito, y los demás miraron alrededor desconcertados al desaparecer repentinamente aquéllos con quienes se batían hacía un segundo. Los dragones se volvieron y observaron a la niñita,  que los miraba muy seria y sin pestañear, allí plantada. Excelenior se acercó lastimosamente a ella y postró su cabeza en señal de sumisión, y los otros dos dragones hicieron lo mismo. Las hechiceras miraban la escena sin entender nada, estupefactas. 
La pequeña rodeó al enorme animal hasta llegar a su flanco herido y lo curó con sólo posar su mano en él. Winter salió de la parálisis ocasionada por el asombro y se acercó a ella con paso inseguro. Miró  a sus ojos desde su altura, y la niña alzó la vista a su vez.
— ¿…Quién eres?
Siguió sin contestar.
— Bueno, ahora ya no veo inconveniente en que nos acompañe…—dijo Liander.
— Sigo discrepando —se apresuró a intervenir Briego—. Es una pequeña hechicera, de acuerdo, pero sigue siendo una niña  y…
La chiquilla avanzó hasta el bárbaro mientras éste hablaba, y entonces se cogió a su manaza. El hombretón se quedó mudo y la miró sorprendido; la niña le lanzó una mirada desvalida con sus preciosos ojos violetas. Briego refutó sus propios argumentos ante esa mirada y su bravo corazón se enterneció mientras sentía la cálida manita apretando la suya propia. Algo, un estremecimiento de extraño afecto y compasión, sacudió el alma del hombre y, de pronto, la idea de apartarla de su lado le pareció insoportable. Ahora quería que se quedara con ellos y deseó, por encima de todo, protegerla.
 Suspiró y separó con esfuerzo su mirada de la brujilla de ojos violetas, para pasearla por los rostros de sus sonrientes compañeros, que comprendieron qué había ocurrido por la sucesión de expresiones del transparente bárbaro.
— No he dicho nada…

Capítulo 4 parte 1

Capítulo 4
La puerta de los Planos
1

— Vaya, esto sí que no lo has olvidado…—dijo Ross, disfrutando de su renovada juventud, mientras entrechocaban los aceros.
Tan alegre se mostró por haber dejado atrás su artrosis y su voluminosa panza en cuanto se recuperó de la poción que no veía el momento de retar a Enitt a un combate a espada. Hasta ése momento no había sido posible. El otro aceptó encantado.
— Por cierto que no —contestó con una finta que no engañó a su amigo—. Sólo la edad me impedía manejar el hierro como se debe.
— Dímelo a mí —se mostró de acuerdo Ross, parada alta, giro, parada baja— , hasta la espada me parece más liviana…
El patio de armas de la fortaleza hervía de actividad. Los diferentes séquitos reales abandonaban Maingrú en ese momento, ningún dirigente quiso siquiera posponer la partida hasta después del almuerzo. Soplaban vientos de guerra. 
Briego se despedía, con un abrazo acompañado de unas palmadas en la espalda, de Coriol, rey de los bárbaros y del grupo de guerreros que formaban su cohorte, grandes amigos suyos. Sivar despedía la comitiva de elfos de Ímbrolas, sus compatriotas, y besaba con delicadeza la mano de la Dama Rian. Los demás mantenían una reunión con Eisset, ya recuperada en gran medida gracias al buen saber de Sivar.
Varios soldados ociosos observaban el combate entre Ross y Enitt, y cruzaban apuestas disimuladamente. Briego y Sivar se aproximaron al grupo, una vez los séquitos hubieron partido.
— ¿Cómo van las apuestas?—preguntó el bárbaro al que parecía ser el tesorero.
— Dos a uno a favor del moreno— dijo éste.
— Toma, cinco segets por el del pelo blanco.
— Yo otros cinco por el otro —apostó el elfo entregando las cinco monedas de oro.
 Ambos contendientes eran diestros, asombrosamente diestros, y aunque sudaban copiosamente, ninguno parecía acusar cansancio. Dos demonios moviéndose a una velocidad increíble, intercambiando golpes que hacían saltar chispas en los aceros, realizando piruetas y giros que deleitaban a los cada vez más abundantes espectadores. La contienda terminó cuando Enitt aprisionó con su espada a la de Ross y, con un giro completo de muñeca, le desarmó.
— ¡Ah, nunca aprenderás, pequeño elfo!— exclamó Briego agitando las monedas que acababa de ganar— ¡Estás junto al hombre más afortunado del mundo!
— Es cierto, no había caído en la cuenta… Afortunado en juego, desgraciado en amores… No había reparado que desde que hemos llegado aquí has dormido solo…
— ¡Qué, bellaco! —bramó el gigante— ¿Siempre has de decir la última palabra? ¡Ésta vez no tienes a Proctor ni a Liander para esconderte tras sus faldas de matronas protectoras, hijo de mil alimañas!
El ágil elfo esquivó sin dificultad un puñetazo que lanzó el irascible bárbaro. Los soldados comenzaron a cruzar apuestas otra vez.
— ¡Ven aquí, nenaza, pelea como un hombre!— rabiaba Briego, incapaz de alcanzar a Sivar, que reía divertido y se mofaba de su lentitud.
Ross y Enitt, al percatarse de lo que ocurría, quisieron detener al bárbaro pero fueron retenidos por la soldadesca, que no consentía que sus apuestas se fueran al traste.
Por fin, uno de los puños del pelirrojo alcanzó al elfo en la frente, y éste cayó desplomado. El colérico titán se desinfló entonces como un globo y se dejó caer a su lado, muerto de preocupación. Los soldados se dispersaron a sus quehaceres una vez cobrado el dinero, momento que los otros dos compañeros aprovecharon para acercarse.
— ¿Estás bien, Sivar?
— Ooooh, mi cabeza…—dijo éste acariciándose la frente, que empezaba a inflamarse.— ¡Pero qué bruto eres, Briego!
— Los Dioses maldigan este endemoniado carácter mío…—se lamentó el hombretón, arrepentido—. Lo siento, Sivar. ¿Puedes ponerte en pie?
— ¿Que si puedo ponerme en pie? ¡Todo me da vueltas,  maldito idiota! Anda, ayúdame a sentarme en ese escalón…
Briego agarró el antebrazo del elfo y tiró de él, levantándole. Le llevó hasta las escaleras que subían a un nivel superior de la muralla y se sentaron todos junto a Sivar.
Liander se aproximó entonces a ellos y reclamó su atención.
— ¿Qué tal ha ido?—preguntó Ross— ¿Ha consentido en entregarnos el amuleto?
— No, entregárnoslo no… Pero ha consentido en venir con nosotros a Delania, a buscar la guarida de esa sierpe de Solomon. Nuestra astuta hechicera consideró que si el problema era que Eisset no consentiría dejar la joya de los Dioses a nadie, la única solución consistía en que ella nos acompañase. Algo es algo.
Briego estalló en unas sonoras carcajadas.
— ¿Astuta, Winter? No lo dudo, pero la otra lo es más aún. Le habéis ofrecido en bandeja lo que seguro deseaba… seguir a Proctor.
Liander abrió mucho los ojos. Briego tenía razón, ahora captaba que había forzado la situación para que ellos mismos propusieran lo que quería que le propusiesen.
— Vaya, vaya  —dijo Sivar, frotándose aún el chichón—. La sacerdotisa ha resultado ser una auténtica arpía… Habremos de conducirnos con cuidado en el futuro, pues parece ser más lista de lo que pensábamos…
— No me gusta el cariz que toma el asunto —pensó en voz alta el caballero—. Traerá problemas.
— Los traerá —confirmó el elfo.— ¿Os habéis fijado de qué manera está ignorando Winter a Proctor? Debe estar muy enfadada, después de lo de ayer. Y si esto continúa ante sus propias narices…
— Creo que la estáis juzgando muy a la ligera —dijo Enitt—. Ante todo, Artea es muy profesional, no dejará que sus sentimientos interfieran en la misión.
— Con que Artea, ¿eh? —dijo Briego, que no se le escapaba ni una si se trataba del tema del corazón, o en su caso, de la entrepierna—. Artea es ante todo una mujer, Enitt. Aunque de eso ya te has dado cuenta, ¿no?
— Ten cuidado, Briego, no vayas a hablar de más…—se molestó Enitt, que frunció el ceño y fijó su mirada  en los ojos castaños del bárbaro, preguntándose si, dado que la habitación del bárbaro colindaba con la de la hechicera por el otro lado, quizá les había oído la noche anterior.
— Como no podemos hacer nada, nos haremos los tontos como hasta ahora. Eisset debe venir, pues necesitamos la Piedra —sugirió Liander.
— O bien alguno de nosotros debería hablar con Proctor…Y sugerirle sensibilidad —dijo Sivar.— ¿Algún voluntario?
Todos callaron y apartaron la mirada del elfo, que sonrió divertido.
— Menudo atajo de cobardes…
— Antes me enfrento a una docena de archidiablos que sugerirle a Proctor que mantenga su sensibilidad dentro de sus calzones…—afirmó Briego.
— No se trata de cobardía  —opinó Enitt, haciéndose oír por encima de las carcajadas de sus compañeros—. Nadie debería inmiscuirse en asuntos tan íntimos. No tenemos derecho. Podríamos empeorar las cosas.
— Pues eso, a hacernos los tontos…—dijo Briego.
— Será lo mejor. Y ahora deberíamos empezar a recoger nuestros pertrechos, caballeros. Partiremos después de comer —ordenó Liander. Luego se fijó en el chichón del elfo—. ¿Qué es eso, Sivar? ¿Te has dado un golpe?
— No, qué va.  Me lo han dado, para ser exactos… Mejor no preguntes.  

La comitiva esperaba en el patio de armas con sus escasos equipajes a que los caballerizos les entregaran  sus monturas. A Eisset y los Siete se unían en el viaje a Delania, concretamente al Valle de la Primavera —lugar donde la piedra ubicó el paradero del mago oscuro Solomon— los dragones dorados Anthas y Excelenior.
Colocaron los fardos de avituallamiento en uno de los caballos y los propios, bien asegurados, en las sillas de cada uno. Pronto estuvieron listos para la partida, montados en sus corceles, mientras esperaban a que Eisset terminara de despedirse de sus novicias. Pero Excelenior no montó. Su plan era tomar  su verdadera forma y sobrevolar al grupo en avanzada para avalar la seguridad del camino. Llevaban la Piedra de Izen, y eso suponía  correr un gran riesgo, pues su propia existencia amenazaba los planes que imaginaban trazados por Balician, el Dios Oscuro.  
Enitt acercó su caballo a Liander.
— Nos atacarán— le dijo al otro, simplemente.
El caballero le miró de hito en hito.
— ¿Has tenido acaso otra visión?
— No, pero no me hacen falta visiones para saberlo. Sé que necesitamos La Piedra, pero corremos un gran riesgo al sacarla de aquí. Tengo mis dudas, no sé si hacemos lo correcto. ¿Has pensado que quizá estén esperando eso mismo?  Es la única forma de hacerse con ella.
Liander miró a los grandes portones de la muralla exterior, que abrían un grupo de soldados del fuerte en ese momento.
— Sí, lo he pensado. Pero no tenemos otra opción, Enitt. Incluso Eisset, tan reacia a poner en peligro la Piedra, lo admitió. Sin la joya nunca encontraremos la localización del mago oscuro, lo sabes, y por otro lado si Balician estima necesario hacerse con la Piedra, entonces estas murallas no le detendrán. No sería la primera vez que la Torre de Izen cae en manos enemigas. 
Eisset subió por fin al caballo y Sivar se acercó a los dos compañeros.
— Estamos listos— anunció.
Liander se volvió hacia Excelenior.
— Cuando gustes —le dijo.
El atractivo y majestuoso caballero avanzó hasta mitad del patio y realizó la metamorfosis, dejando boquiabiertos a todos los presentes sin excepción. Donde un momento antes se erguía el caballero, de pronto creció y se formó rápidamente un dragón hasta alcanzar un tamaño descomunal. El gran dragón dorado reflejaba algunos rayos de sol con sus escamas pulidas haciendo que su imagen pareciera irreal, un sueño terrorífico de belleza inquietante que paralizaba de miedo y de admiración. El fabuloso animal desplegó sus alas membranosas y las abrió en todo su esplendor, incrementando la percepción de su poderío a todo aquél que lo contemplaba. Batió las alas levantando nubes de polvo y arena, produciendo ecos rítmicos en su movimiento y se elevó muy por encima de las murallas. El grupo picó de espuelas a los caballos y los dirigieron hacia los portones abiertos, que daban acceso al inseguro destino del mundo, siguiendo el rumbo del dragón.