lunes, 27 de diciembre de 2010

Capítulo 4 parte 2

2
Proctor, que encabezaba en solitario la partida, levantó el brazo para indicar a su retaguardia que se detuvieran. Cuando los demás le obedecieron, hizo volverse al caballo hasta quedar atravesado en el camino.
— Excelenior ha visto algo. Aguardemos a que investigue.
El grupo intercambió miradas de preocupación. No esperaban problemas tan pronto, a tan sólo dos horas de camino. Anthas, que cerraba la comitiva, golpeó los flancos de su  alazán y éste cabalgó hasta situarse junto a Proctor. Ambos miraron las evoluciones de Excelenior, que sobrevolaba en círculos cada vez más bajos una zona boscosa a dos kilómetros al noreste. Unos minutos después, los dos dragones recibieron información telepática del tercero.   
— Ha habido un ataque, una masacre. No hay supervivientes. Las víctimas podrían pertenecer a una comitiva real… —dijo Proctor.
—¿Cabe esperar una emboscada? —preguntó Liander.
— Con las fuerzas del mal cabe todo —respondió  Anthas cortante—. Pero no parece haber nadie aparte de los cadáveres, según Excelenior.
— Debemos continuar— ordenó Proctor—. Tened las armas prestas, por si acaso.

Lo primero que distinguieron al acercarse al bosquecillo fueron los cadáveres de los caballos, más voluminosos; luego, a medida que el trote de sus monturas les acercaba, descubrieron un espectáculo espeluznante. Ocho muertos, seis hombres y dos mujeres, yacían destrozados en charcos de su propia sangre: el salvajismo de los asesinatos quedaba patente en el estado de los cuerpos tanto como en el hecho de sacrificar a las monturas. Toda la escena ponía de manifiesto que los autores de la matanza se deleitaban segando vidas.
Excelenior les aguardaba en el centro del camino que atravesaba el pequeño claro del bosquecillo, más allá del último cuerpo, y todos salvo Eisset desmontaron y examinaron los cadáveres de cerca.
— ¿Alguno reconoce al grupo? Eisset, querida, sé que es muy desagradable, pero ¿reconocéis los colores de las ropas? ¿Se trata de una comitiva real?— Preguntó Liander.
La sacerdotisa se obligó a fijar la vista en las ropas poco vistosas de los muertos, para lo cual no pudo evitar contemplar vísceras desparramadas, miembros amputados y cabezas exponiendo los sesos. Eisset había visto muchos muertos, pero el olor a sangre y el ensañamiento que mostraban los cadáveres le revolvieron el estómago.
— No me lo parecen…— logró articular reprimiendo las náuseas.
— Parece obra de zheeremitas— opinó Briego, con una expresión solemne en el rostro.
— Estoy de acuerdo con Briego —coincidió Sivar, agachado junto a un cuerpo que presentaba numerosos cortes en el torso—. Y los cadáveres aún están calientes. Creo que no me equivoco si afirmo que han muerto no hace más de media hora. De otro modo, con las bajas temperaturas de esta época del año, ya estarían fríos.
—¿Winter?— dijo Liander volviéndose hacia la hechicera.
— Las heridas son de armas muy afiladas y mágicas, como las que suelen usar los zheeremitas. Pero hay algo más en el residuo de las heridas, una magia distinta…y más peligrosa. No me gusta…
— Yo también lo percibo— aseguró Proctor.
— Demonios… ¡Han sido demonios!— exclamó Anthas tras tocar una de las heridas de un cadáver.
Nadie dijo nada. Todos intuyeron que ese ataque se preparó para ellos.
— Winter, avisa a Enímedes en La Torre de Izen, de la matanza; que se hagan cargo de dar sepultura a los muertos— musitó Liander.
Eisset bajó precipitadamente del caballo y corrió más allá del camino y vomitó. Luego, una vez aligerado el malestar, sus ojos se pasearon casualmente por la maleza mientras se tranquilizaba, cuando vio algo que la sobresaltó y dio un respingo. Después, el susto dio paso al desconcierto.
— Una niña…
— ¿Qué?— dijo Winter girándose con el espejo esmaltado en la mano.
— Aquí hay una niña…— repitió la sacerdotisa.
La pequeña observaba agachada tras un matorral, y Eisset no podía verla con detalle.
— Sal, querida, no vamos a hacerte daño.
La niña se puso en pie despacio, pero no se movió del sitio. Los demás se aproximaron, incluso Excelenior estiró el cuello sin intentar acercarse por sentido común, lleno de curiosidad. Era una niña pequeña, de unos cinco años, de cabellos rizados de un rubio tan plateado que rivalizaba con los de Proctor. Sus ojos azul violeta se abrían más de lo normal, pero no parecía haber miedo en ellos. Su mirada pasaba de uno a otro y se detenía en cada par de ojos con tal intensidad que parecía que escrutara sus mismísimas almas. Y lo más extraño de todo es que estaba desnuda.
—¿Creéis que formaría parte de la comitiva?— preguntó Ross.
— Es lo más probable— respondió Liander.
— Y, ¿por qué va desnuda? No la habrán… ¡Hijos de mil zorras!— se enfureció Briego.
— Briego, no creo que la hayan tocado. Está demasiado limpia, ni siquiera hay una triste hoja enredada en su cabello… ¿Qué vamos a hacer? —Preguntó Winter—. No sabemos quiénes eran ni de dónde, por tanto ignoramos a quién habríamos de entregar a la chiquilla. Sólo nos queda volver a la fortaleza y dejarla a cargo de las novicias de la Torre de Izen, con el retraso que eso conlleva, o bien… llevárnosla con nosotros, al menos de momento.
— ¿Te has vuelto loca, Winter? —Voceó Briego—.  ¿Cómo vamos a hacernos cargo de una niña, y tan pequeña? Sólo nos retrasaría. Y eso dejando de lado el peligro que nos amenaza, pues si nos atacaran, ¿cómo demonios podríamos protegerla?
— Entonces no queda más remedio que volver…—dijo Enitt.
— ¿De dónde eres, pequeña?— le preguntó en tono suave y cariñoso Liander.
La niña no contestó, se limitó a mirarle muy seria.
—¿Viajabas con tus papás? —la interrogó Eisset.
La pequeña siguió sin despegar los labios.
— No debemos agobiarla —aconsejó Winter—. Acaba de pasar por una experiencia muy traumática, así que es posible que no consigáis arrancarle ni una palabra. Yo, por mi parte, buscaré algo con qué vestirla.
La hechicera se acercó a su caballo y desató una engañosamente pequeña bolsa de piel donde guardaba su abundante equipaje. La bolsa, uno de los objetos más apreciados por Winter por lo práctica que resultaba, estaba dotada de una magia que proporcionaba un gran espacio interior sin aumentar su volumen ni su peso. Después de rebuscar en su ajuar, sacó un vestido, una capa, unas calzas, un par de calcetines y unas botas, y entonces ató de nuevo la bolsa a la silla de su caballo.
— ¿No crees que le irá un poco grande? —Se mofó Sivar cuando la hechicera regresó con la ropa.
— Deja eso de mi cuenta, elfo.
Winter se acercó despacio a la niña, que la miró sin moverse. La hechicera le explicó que iba a vestirla y procedió a hacerlo, ayudada por Eisset. La chiquilla parecía ida, pues no se negaba pero tampoco colaboraba demasiado. La mujer se fijó en sus partes más íntimas mientras le ponía la ropa interior y suspiró aliviada.
— Como sospechaba, la niña está intacta, gracias a los Dioses. No hay irritaciones ni señales de… Bueno, ya me entendéis.
— Menos mal, menos mal… —susurró Briego con otro suspiro de alivio.
 Una vez puestas las calzas limpias y blancas, Winter las encogió hasta su talla usando su magia, y lo mismo hizo con el resto de la ropa. Pronto estuvo correctamente vestida y abrigada.
— Me descubro ante tus recursos, hechicera— la aduló Sivar—. Pero he de reconocer que me ha extrañado que poseyeras un vestido tan decente…
— Y a mí —se rió ella—. Debe llevar muchos años olvidado en mi bolsa…  Muy bien, pequeña, ya estás lista.
 En ese preciso instante, la Piedra de Izen que portaba Eisset se encendió, brilló con intensidad. Todos se dieron cuenta, pero sólo la sacerdotisa sabía lo que significaba.
— ¡Nos atacan! ¡A las armas!
Excelenior emitió un rugido ensordecedor, que confirmó las palabras de la sacerdotisa, y las espadas emergieron de sus vainas con rapidez. Sivar preparó su arco y entonó un cántico mágico, que habría de proporcionarle mejor puntería y munición ilimitada.
Pronto aparecieron ante ellos, materializándose entre grandes llamas en su paso del plano demoníaco al material, demonios del abismo que blandían así mismo las más diversas armas, y detrás de ellos un gran archidiablo empuñando el látigo de dos puntas y la peligrosa espada.
Winter lanzó un hechizo sobre las armas de sus compañeros, añadiendo a sus  amenazadores filos el frío mortal del hielo, mucho más dañino para esa clase de enemigo.
Proctor y Anthas se apresuraron a transformarse en su verdadero ser  y se lanzaron junto con Excelenior contra el gran demonio, dejando a la infantería infernal, mucho menos peligrosa, para el resto del grupo.
— ¡Escóndete, chiquilla, y no se te ocurra moverte!— ordenó Briego a la niña, que corrió a refugiarse tras un árbol y se agachó al llegar.
Enitt, Liander, Briego y Ross formaron una primera línea armada que protegía a las hechiceras y al elfo, mientras éstos les apoyaban con sus conjuros y flechas mágicas. Unos cincuenta demonios, de altura y complexión parecida a la de un hombre, se abalanzaron contra los cuatro humanos con furia asesina; pero ellos, lejos de estar asustados y no menos furiosos al reconocerles como culpables de la atroz matanza que yacía a sus pies, respondían con mandobles y estocadas que herían y hacían desaparecer de vuelta a su plano a los atacantes. Winter y Eisset conjuraban protecciones para sus luchadores, y realizaban hechizos que contribuían a menguar el número de las filas infernales. El arco de Sivar disparaba sus flechas con una precisión y rapidez abrumadora, acabando con los enemigos que intentaban rodear la primera línea para atacar a las hechiceras y a él mismo.
Los tres dragones mantenían a raya al gran archidiablo, que se defendía a la perfección, pero uno de ellos presentaba una dolorosa herida en un costado, consecuencia de una estocada de la fatal espada que blandía el gran demonio. De nada servía con él el fuego, y el hielo se fundía y evaporaba antes de tocar su ardiente piel. La emboscada hubiera resultado letal si los dos dragones dorados no se encontrasen con ellos.
Perdieron la noción del tiempo, concentrados como estaban en la batalla. A pesar de la maestría de los cuatro espadachines, éstos comenzaban a tener problemas. Los demonios eran muchos y la tarea de repeler sus ataques y buscar y provocar huecos en sus defensas empezaba a hacer mella en ellos, pues se estaban fatigando. Los dragones, por su parte, no lo pasaban mejor; el látigo del archidiablo castigaba las escamas de los majestuosos animales hasta encontrar roturas y hundirse en la carne, y la espada bien manejada impedía que acercaran las temibles garras o los poderosos dientes so pena de ser cercenados. Y eran ya muchas las heridas superficiales que hacían correr la sangre de los dragones, sólo su dureza y agilidad había impedido que las heridas fuesen más serias, excepto en el caso de Excelenior, cuya herida era profunda, le dolía y restaba fuerzas.
Y así, cuando en pleno auge de la batalla la balanza comenzó a inclinarse del lado de las fuerzas oscuras, la niña salió de su escondite y caminó con paso seguro en dirección al archidiablo y los tres dragones. Ningún enemigo reparó en la figurita que esquivaba a los guerreros demoníacos y avanzaba con determinación. Pero Briego la vio y, gritando por encima del fragor de la batalla,  se precipitó en pos de ella, rompiendo la línea para desesperación de sus compañeros. Luego todo ocurrió muy deprisa. La  pequeña levantó un bracito y apuntó al gran demonio con la palma de su mano, y al instante un potente rayo de luz blanca se abrió paso en el aire y dio de lleno en su pecho. El archidiablo simplemente desapareció, y con él sus huestes. Briego se detuvo en seco, atónito, y los demás miraron alrededor desconcertados al desaparecer repentinamente aquéllos con quienes se batían hacía un segundo. Los dragones se volvieron y observaron a la niñita,  que los miraba muy seria y sin pestañear, allí plantada. Excelenior se acercó lastimosamente a ella y postró su cabeza en señal de sumisión, y los otros dos dragones hicieron lo mismo. Las hechiceras miraban la escena sin entender nada, estupefactas. 
La pequeña rodeó al enorme animal hasta llegar a su flanco herido y lo curó con sólo posar su mano en él. Winter salió de la parálisis ocasionada por el asombro y se acercó a ella con paso inseguro. Miró  a sus ojos desde su altura, y la niña alzó la vista a su vez.
— ¿…Quién eres?
Siguió sin contestar.
— Bueno, ahora ya no veo inconveniente en que nos acompañe…—dijo Liander.
— Sigo discrepando —se apresuró a intervenir Briego—. Es una pequeña hechicera, de acuerdo, pero sigue siendo una niña  y…
La chiquilla avanzó hasta el bárbaro mientras éste hablaba, y entonces se cogió a su manaza. El hombretón se quedó mudo y la miró sorprendido; la niña le lanzó una mirada desvalida con sus preciosos ojos violetas. Briego refutó sus propios argumentos ante esa mirada y su bravo corazón se enterneció mientras sentía la cálida manita apretando la suya propia. Algo, un estremecimiento de extraño afecto y compasión, sacudió el alma del hombre y, de pronto, la idea de apartarla de su lado le pareció insoportable. Ahora quería que se quedara con ellos y deseó, por encima de todo, protegerla.
 Suspiró y separó con esfuerzo su mirada de la brujilla de ojos violetas, para pasearla por los rostros de sus sonrientes compañeros, que comprendieron qué había ocurrido por la sucesión de expresiones del transparente bárbaro.
— No he dicho nada…

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