miércoles, 22 de diciembre de 2010

Capítulo 2 parte 3


3

 Le costó encontrar la puerta. La noche era muy oscura, y a esas horas intempestivas no había luz en las casas. La taberna estaba cerrada, los porticones cubrían las ventanas del edificio y los últimos borrachos descansaban ya sus excesos en sus camas. Entró en el callejón y buscó la puerta de la trastienda sin resultado, pues la vista era  inútil entre tales tinieblas. No le quedó otra que palpar la pared, mascullando maldiciones mientras el viento le lanzaba hojas y arena a la cara, avanzó a tientas hasta dar con el contorno del marco. Golpeó tres veces la madera con el puño, no le pareció oportuno usar el aldabón.
El rostro de Ross apareció en el quicio y una tenue luz dibujó un largo rectángulo en la oscuridad del suelo. Le permitió el paso y cerró con prisas, atrancando la puerta con un travesaño. Las botas de Enitt dejaban un rastro de barro en el suelo de piedra.
— Dame tu capa. La fiesta es abajo, en la bodega. Tú eres el último invitado que quedaba por llegar— bromeó Ross con una amplia sonrisa. — ¡Ah, me siento joven de nuevo!
Bajaron las estrechas escaleras y mientras lo hacían, el viejo escuchó varias voces que conversaban entre sí. Sintió un vacío en la boca del estómago, pero apretó los dientes y se obligó a ignorar sus apresurados latidos y el sonido de la sangre palpitando en sus oídos. La hora de la verdad.
Cinco personajes alrededor de una mesa frente a espumosas pintas de cerveza, a cuál más extraño, cesaron sus parlamentos y fijaron su atención en el recién llegado.
— Al caballero Liander parece ser que ya le conoces— dijo Ross—. Mejor que sea él quien haga las presentaciones. Toma asiento, por favor.
— Bien, ¿por quién empezamos…? Hum… Las damas primero. Ella es Artea, hechicera del más alto rango, pero nosotros la llamamos Winter. Su especialidad es la magia de hielo.
La mujer de ojos verde esmeralda le miraba con curiosidad. Él la miró con admiración: no le cupo duda de que era la mujer más bella que jamás había visto, y que ella sacaba ventaja de este don con indumentarias que insinuaban su excitante cuerpo, usando como un arma más la libido que despertaba en los hombres.  Supo instintivamente que esa belleza escondía una mente fría  y sin escrúpulos, una inteligencia afilada y letal a todas luces. Reprimió unas ganas tremendas de enredar los dedos en sus largos cabellos negros  y besarla en la boca, de abalanzarse sobre ella y…
— ¡Deja de jugar, Winter!— la reprimió un hombretón, intuyendo por la expresión de Enitt lo que acababa de pasar. Aunque su semblante trataba de parecer serio, sus ojos decían todo lo contrario. — Discúlpala, es un poco zorra.
La hechicera le lanzó una mirada venenosa.
— Sólo era una broma— dijo esta.
—Pues esas bromas tuyas tienen la virtud de dejar los testículos doloridos, ¿sabes?
— Él es Briego… Ya le irás conociendo— continuó Liander.
La gran estatura, la robusta complexión y la melena rojo fuego de Briego hacían de él el personaje más espectacular del grupo. Estaba cómodamente repantingado en la silla, con una pinta en la manaza, entre Liander  y un elfo; vestía una túnica parda corta adornada con pieles grises y, sobre ésta, una cota de mallas sin mangas elaborada por enanos, a la vista de las runas y símbolos grabados. Sus botas altas tocadas con piel en lo más alto de la caña, eran de clara manufactura bárbara.  Su gran espadón, que descansaba colgando de su cadera hasta apoyar en el suelo, también parecía forjada por enanos, al igual que sus muñequeras, y la mezcla de ambas culturas en la persona del gigante extrañaron un tanto al anciano.
— ¿Un bárbaro? — Preguntó Enitt, todavía turbado por el impulso erótico que la hechicera le imbuyera telepáticamente.
— Sólo a medias — respondió Briego—.  Por parte de padre. Mi madre es una enana de magna estirpe.
El anciano le miró perplejo.
— Sé lo que estás pensando… — dijo el elfo sentado a la diestra del hombretón con una media sonrisa maligna—. Si no la reventó el padre al concebirlo, debió reventarla el hijo cuando lo paría… —Enitt se mordió el labio para contener la burbujeante carcajada que subía por su  garganta, y no era el único. El elfo continuó, satisfecho de la expresión de enojo del bárbaro —. A mí lo que más me sorprende es la historia de amor en sí misma.  
 —El elfo es Sivar— se apresuró a intervenir el caballero para evitar una temible respuesta de Briego a las provocaciones del otro—. Alquimista, arquero y con algún que otro conocimiento de magia.
El esbelto elfo agachó levemente la rubia cabeza a modo de saludo. Vestía una casaca verde oscura sobre polainas grises con un ancho cinturón de piel flexible, a la manera de los elfos; botas altas y unos guantes de piel que le llegaban hasta los codos.
— Y el último de los Siete, Proctor —prosiguió—. Su verdadero nombre es  impronunciable, al menos para mí, así que lo abreviamos. Él es el miembro más carismático del grupo, porque él es…
— ¿Por qué ahorrarle la sorpresa?— le interrumpió Briego al punto con una expresión divertida, acompañando la frase con un alegre manotazo en el hombro de Liander.
El caballero dudó un momento, mirando directamente a los ojos azules de Enitt.
— Está bien, dejaremos que lo descubras por ti mismo.
Proctor tenía algo que le ponía nervioso. Su rostro parecía estar tallado en mármol,  inexpresivo y hasta ligeramente arrogante; una espesa melena plateada lo enmarcaba, cayendo lisa hasta media espalda,  pero sus ojos… Sus insólitos ojos color gris metálico parecían antiguos, llenos de experiencia vivida en primera persona, desmintiendo la juventud de su apariencia. Era el único de ellos que vestía túnica, una rica túnica color gris perla con bordados de oro e incrustaciones de piedras preciosas, hasta los pies.  
— Y ahora que ya les conoces a todos, comentaremos las nuevas— el caballero se llevó la jarra a la boca y bebió un trago—. Si el Gran Oráculo nos ha vuelto a reunir, es que la situación es crítica, sin duda.
— ¿…el Gran Oráculo?— preguntó Enitt.
— Si, se reunió contigo hace unos días, aquí en la taberna— apuntó Ross—. A ti se te cayó un vaso…
— Ya lo recuerdo— le cortó con una mirada de mal talante.
— En el norte la situación pende de un hilo— explicó la hechicera—. Los suministros empiezan a escasear, sobre todo la comida, pues dependen en gran medida de la importación. El rey Arnamion empieza a estar en una situación comprometida, pero no obstante es fiel a la causa. Si las caravanas dejan de llegar, es posible que estallen tumultos o algo peor. Si alguien desea desestabilizar el gran reino de Selenia, ha dado en el clavo. En todo caso, no pienso perderle de vista, aunque no creo que el origen del problema venga del norte.
— Los reinos del sur…—dijo Liander—. Malas cosechas, reyes en continuo conflicto…Si, lo más probable es que algo así pase desapercibido en río revuelto mejor que en aguas calmas. Hay que vigilar tanto la política como la economía. Buscar quién almacena previendo un conflicto militar.
— Los informes reales de malas cosechas pueden ser en realidad un ardid para almacenar suministros sin alertar a los reinos vecinos— razonó Sivar.
— O para desabastecer a los reinos con los que les atan tratados comerciales— añadió Winter.
— ¿Qué se supone que buscamos?— preguntó de nuevo Enitt, que no entendía nada.
— Indicios de guerra, magos oscuros manejando reyes como si de piezas de ajedrez se trataran. Ejércitos de las tinieblas preparándose para atacar— le explicó Liander—. Y no  en una guerra normal. Una guerra que se fragua entre dioses, y que implicará a todos los planos. Todos. En nosotros  recae el deber de guardar el nuestro de los servidores de Balician, el dios del mal, que seguro están ya organizados. Balician es un dios arrogante que pretende subyugar a los demás dioses. Lo intenta desde que el mundo es mundo, nunca lo ha conseguido pero aprende de sus errores y cada vez es más peligroso.
— Y, ¿qué demonios podemos hacer nosotros? ¿Matar a ese dios? ¿Enviarle a las mazmorras?
— Las guerras entre dioses son para los dioses. Nosotros hemos de evitar que conquiste nuestro mundo, que es un modo de combatirle. No se puede matar a un dios, sólo pueden controlarle los demás dioses.
— Pues parece ser que no lo hacen muy bien— apuntilló el viejo.
—Es inevitable. El mal no se conforma con ser la segunda opción. Quiere el poder, y maquina e intriga en las sombras para acapararlo. Es un conflicto que existe desde que el mundo es mundo, y que siempre existirá.
Enitt dibujó una sonrisa de desprecio y apoyó los brazos en la mesa, inclinándose hacia su interlocutor y lanzándole una mirada intensa.
— Tus explicaciones no hacen más que desalentarme, caballero Liander. Porque, si es así, tarde o temprano acabará imponiéndose el mal. Es una causa perdida a corto o largo plazo. Dime, fanático paladín del bien ¿por qué arriesgar el pellejo entonces?
— ¿Y las malditas pociones?— estalló Briego, quisquilloso ante el pesimismo del viejo.— ¡Que el brujo le dé el bebedizo de una vez, si es que queremos avanzar en algo esta conversación! 
— Creo que Briego tiene razón— opinó Winter—. Deberíamos dárselas ya. Así no nos sirve para nada. Necesitamos al auténtico Enitt.
Liander miró a Sivar y asintió con la cabeza.
— Dáselas.

Siguió al alquimista escaleras arriba, hasta el primer piso, hasta su habitación, a pesar de la desconfianza que no podía evitar sentir. La cerradura, cuidada y bien engrasada, cedió ante el movimiento de la llave sin apenas ningún ruido. Una vez dentro, Sivar volvió a cerrar con llave. Una pequeña lámpara de aceite alumbraba sutilmente la estancia, iluminando con pereza los escasos muebles que contenía, tampoco eran muchos los pertrechos de su inquilino. La pequeña ventana estaba cubierta por una cortinilla gruesa, que se movía ligeramente al compás del silbido del viento que entraba por los marcos mal ajustados.
El elfo tomó dos frascos de cristal que parecían esperar pacientemente sobre la cómoda, y miró a Enitt a través del espejo ovalado que colgaba sobre ésta.
— Tiéndete en la cama, es posible que pierdas el conocimiento.
Enitt se sentó en el borde y se sacó con esfuerzo las botas manchadas de barro, su carácter considerado no encontraba ético ensuciar el camastro de Sivar. Luego se estiró obedientemente sobre las mantas.
Sivar le ofreció las botellitas, ya destapadas.
— Primero has de tomar la poción verde.
— ¿Por qué dos?— se extrañó el viejo cogiéndolas con cuidado.
— Una para devolverte la memoria. La otra para devolverte tu verdadero ser.
No quiso preguntar. Ya no tenía fuerzas para luchar contra aquella demencia. Las preguntas, las dudas, pesaban como una losa atada a su cuello, la desazón se cebó en él. Aquellos frascos podían contener la panacea o el peor veneno, ya daba lo mismo. No tenía más remedio que encomendarse a su destino, cualquiera que fuera éste. Súbitamente, las palabras del Gran Oráculo emergieron en su mente: “confiarás en alguien en quien desconfíes”… Sin ninguna duda, estuvo seguro que el Ente se refería a ese momento. Y se tomó hasta la última gota.

Al instante se vio sacudido por mil espasmos, y Sivar, que ciertamente lo sabía de antemano, le colocó entre los dientes un trapo retorcido para evitar que se mordiera la lengua. Una dolorosa agonía se extendía desde su estómago hasta sus extremidades, en su mente se sucedieron a velocidad de vértigo unas imágenes tras otras, superponiéndose entre ellas, sin darle tiempo a reconocer nada de lo que veía. Cuando el dolor pareció llegar al umbral de lo físicamente soportable, perdió el conocimiento.

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