lunes, 27 de diciembre de 2010

Capítulo 4 parte 1

Capítulo 4
La puerta de los Planos
1

— Vaya, esto sí que no lo has olvidado…—dijo Ross, disfrutando de su renovada juventud, mientras entrechocaban los aceros.
Tan alegre se mostró por haber dejado atrás su artrosis y su voluminosa panza en cuanto se recuperó de la poción que no veía el momento de retar a Enitt a un combate a espada. Hasta ése momento no había sido posible. El otro aceptó encantado.
— Por cierto que no —contestó con una finta que no engañó a su amigo—. Sólo la edad me impedía manejar el hierro como se debe.
— Dímelo a mí —se mostró de acuerdo Ross, parada alta, giro, parada baja— , hasta la espada me parece más liviana…
El patio de armas de la fortaleza hervía de actividad. Los diferentes séquitos reales abandonaban Maingrú en ese momento, ningún dirigente quiso siquiera posponer la partida hasta después del almuerzo. Soplaban vientos de guerra. 
Briego se despedía, con un abrazo acompañado de unas palmadas en la espalda, de Coriol, rey de los bárbaros y del grupo de guerreros que formaban su cohorte, grandes amigos suyos. Sivar despedía la comitiva de elfos de Ímbrolas, sus compatriotas, y besaba con delicadeza la mano de la Dama Rian. Los demás mantenían una reunión con Eisset, ya recuperada en gran medida gracias al buen saber de Sivar.
Varios soldados ociosos observaban el combate entre Ross y Enitt, y cruzaban apuestas disimuladamente. Briego y Sivar se aproximaron al grupo, una vez los séquitos hubieron partido.
— ¿Cómo van las apuestas?—preguntó el bárbaro al que parecía ser el tesorero.
— Dos a uno a favor del moreno— dijo éste.
— Toma, cinco segets por el del pelo blanco.
— Yo otros cinco por el otro —apostó el elfo entregando las cinco monedas de oro.
 Ambos contendientes eran diestros, asombrosamente diestros, y aunque sudaban copiosamente, ninguno parecía acusar cansancio. Dos demonios moviéndose a una velocidad increíble, intercambiando golpes que hacían saltar chispas en los aceros, realizando piruetas y giros que deleitaban a los cada vez más abundantes espectadores. La contienda terminó cuando Enitt aprisionó con su espada a la de Ross y, con un giro completo de muñeca, le desarmó.
— ¡Ah, nunca aprenderás, pequeño elfo!— exclamó Briego agitando las monedas que acababa de ganar— ¡Estás junto al hombre más afortunado del mundo!
— Es cierto, no había caído en la cuenta… Afortunado en juego, desgraciado en amores… No había reparado que desde que hemos llegado aquí has dormido solo…
— ¡Qué, bellaco! —bramó el gigante— ¿Siempre has de decir la última palabra? ¡Ésta vez no tienes a Proctor ni a Liander para esconderte tras sus faldas de matronas protectoras, hijo de mil alimañas!
El ágil elfo esquivó sin dificultad un puñetazo que lanzó el irascible bárbaro. Los soldados comenzaron a cruzar apuestas otra vez.
— ¡Ven aquí, nenaza, pelea como un hombre!— rabiaba Briego, incapaz de alcanzar a Sivar, que reía divertido y se mofaba de su lentitud.
Ross y Enitt, al percatarse de lo que ocurría, quisieron detener al bárbaro pero fueron retenidos por la soldadesca, que no consentía que sus apuestas se fueran al traste.
Por fin, uno de los puños del pelirrojo alcanzó al elfo en la frente, y éste cayó desplomado. El colérico titán se desinfló entonces como un globo y se dejó caer a su lado, muerto de preocupación. Los soldados se dispersaron a sus quehaceres una vez cobrado el dinero, momento que los otros dos compañeros aprovecharon para acercarse.
— ¿Estás bien, Sivar?
— Ooooh, mi cabeza…—dijo éste acariciándose la frente, que empezaba a inflamarse.— ¡Pero qué bruto eres, Briego!
— Los Dioses maldigan este endemoniado carácter mío…—se lamentó el hombretón, arrepentido—. Lo siento, Sivar. ¿Puedes ponerte en pie?
— ¿Que si puedo ponerme en pie? ¡Todo me da vueltas,  maldito idiota! Anda, ayúdame a sentarme en ese escalón…
Briego agarró el antebrazo del elfo y tiró de él, levantándole. Le llevó hasta las escaleras que subían a un nivel superior de la muralla y se sentaron todos junto a Sivar.
Liander se aproximó entonces a ellos y reclamó su atención.
— ¿Qué tal ha ido?—preguntó Ross— ¿Ha consentido en entregarnos el amuleto?
— No, entregárnoslo no… Pero ha consentido en venir con nosotros a Delania, a buscar la guarida de esa sierpe de Solomon. Nuestra astuta hechicera consideró que si el problema era que Eisset no consentiría dejar la joya de los Dioses a nadie, la única solución consistía en que ella nos acompañase. Algo es algo.
Briego estalló en unas sonoras carcajadas.
— ¿Astuta, Winter? No lo dudo, pero la otra lo es más aún. Le habéis ofrecido en bandeja lo que seguro deseaba… seguir a Proctor.
Liander abrió mucho los ojos. Briego tenía razón, ahora captaba que había forzado la situación para que ellos mismos propusieran lo que quería que le propusiesen.
— Vaya, vaya  —dijo Sivar, frotándose aún el chichón—. La sacerdotisa ha resultado ser una auténtica arpía… Habremos de conducirnos con cuidado en el futuro, pues parece ser más lista de lo que pensábamos…
— No me gusta el cariz que toma el asunto —pensó en voz alta el caballero—. Traerá problemas.
— Los traerá —confirmó el elfo.— ¿Os habéis fijado de qué manera está ignorando Winter a Proctor? Debe estar muy enfadada, después de lo de ayer. Y si esto continúa ante sus propias narices…
— Creo que la estáis juzgando muy a la ligera —dijo Enitt—. Ante todo, Artea es muy profesional, no dejará que sus sentimientos interfieran en la misión.
— Con que Artea, ¿eh? —dijo Briego, que no se le escapaba ni una si se trataba del tema del corazón, o en su caso, de la entrepierna—. Artea es ante todo una mujer, Enitt. Aunque de eso ya te has dado cuenta, ¿no?
— Ten cuidado, Briego, no vayas a hablar de más…—se molestó Enitt, que frunció el ceño y fijó su mirada  en los ojos castaños del bárbaro, preguntándose si, dado que la habitación del bárbaro colindaba con la de la hechicera por el otro lado, quizá les había oído la noche anterior.
— Como no podemos hacer nada, nos haremos los tontos como hasta ahora. Eisset debe venir, pues necesitamos la Piedra —sugirió Liander.
— O bien alguno de nosotros debería hablar con Proctor…Y sugerirle sensibilidad —dijo Sivar.— ¿Algún voluntario?
Todos callaron y apartaron la mirada del elfo, que sonrió divertido.
— Menudo atajo de cobardes…
— Antes me enfrento a una docena de archidiablos que sugerirle a Proctor que mantenga su sensibilidad dentro de sus calzones…—afirmó Briego.
— No se trata de cobardía  —opinó Enitt, haciéndose oír por encima de las carcajadas de sus compañeros—. Nadie debería inmiscuirse en asuntos tan íntimos. No tenemos derecho. Podríamos empeorar las cosas.
— Pues eso, a hacernos los tontos…—dijo Briego.
— Será lo mejor. Y ahora deberíamos empezar a recoger nuestros pertrechos, caballeros. Partiremos después de comer —ordenó Liander. Luego se fijó en el chichón del elfo—. ¿Qué es eso, Sivar? ¿Te has dado un golpe?
— No, qué va.  Me lo han dado, para ser exactos… Mejor no preguntes.  

La comitiva esperaba en el patio de armas con sus escasos equipajes a que los caballerizos les entregaran  sus monturas. A Eisset y los Siete se unían en el viaje a Delania, concretamente al Valle de la Primavera —lugar donde la piedra ubicó el paradero del mago oscuro Solomon— los dragones dorados Anthas y Excelenior.
Colocaron los fardos de avituallamiento en uno de los caballos y los propios, bien asegurados, en las sillas de cada uno. Pronto estuvieron listos para la partida, montados en sus corceles, mientras esperaban a que Eisset terminara de despedirse de sus novicias. Pero Excelenior no montó. Su plan era tomar  su verdadera forma y sobrevolar al grupo en avanzada para avalar la seguridad del camino. Llevaban la Piedra de Izen, y eso suponía  correr un gran riesgo, pues su propia existencia amenazaba los planes que imaginaban trazados por Balician, el Dios Oscuro.  
Enitt acercó su caballo a Liander.
— Nos atacarán— le dijo al otro, simplemente.
El caballero le miró de hito en hito.
— ¿Has tenido acaso otra visión?
— No, pero no me hacen falta visiones para saberlo. Sé que necesitamos La Piedra, pero corremos un gran riesgo al sacarla de aquí. Tengo mis dudas, no sé si hacemos lo correcto. ¿Has pensado que quizá estén esperando eso mismo?  Es la única forma de hacerse con ella.
Liander miró a los grandes portones de la muralla exterior, que abrían un grupo de soldados del fuerte en ese momento.
— Sí, lo he pensado. Pero no tenemos otra opción, Enitt. Incluso Eisset, tan reacia a poner en peligro la Piedra, lo admitió. Sin la joya nunca encontraremos la localización del mago oscuro, lo sabes, y por otro lado si Balician estima necesario hacerse con la Piedra, entonces estas murallas no le detendrán. No sería la primera vez que la Torre de Izen cae en manos enemigas. 
Eisset subió por fin al caballo y Sivar se acercó a los dos compañeros.
— Estamos listos— anunció.
Liander se volvió hacia Excelenior.
— Cuando gustes —le dijo.
El atractivo y majestuoso caballero avanzó hasta mitad del patio y realizó la metamorfosis, dejando boquiabiertos a todos los presentes sin excepción. Donde un momento antes se erguía el caballero, de pronto creció y se formó rápidamente un dragón hasta alcanzar un tamaño descomunal. El gran dragón dorado reflejaba algunos rayos de sol con sus escamas pulidas haciendo que su imagen pareciera irreal, un sueño terrorífico de belleza inquietante que paralizaba de miedo y de admiración. El fabuloso animal desplegó sus alas membranosas y las abrió en todo su esplendor, incrementando la percepción de su poderío a todo aquél que lo contemplaba. Batió las alas levantando nubes de polvo y arena, produciendo ecos rítmicos en su movimiento y se elevó muy por encima de las murallas. El grupo picó de espuelas a los caballos y los dirigieron hacia los portones abiertos, que daban acceso al inseguro destino del mundo, siguiendo el rumbo del dragón.

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