sábado, 1 de enero de 2011

Capítulo 5 parte 1

Capítulo 5
Enitt
1

El estado de desesperación, impaciencia y consternación que sucedió al cierre del portal mágico aguzó mis percepciones, aunque lo lógico habría sido lo contrario. Ardía en deseos de acudir en rescate de la niña y de Artea, sobre todo de Artea. Maldecía mi mala suerte.
Eisset volvió junto al fuego y se quitó  la cadena de la que colgaba la Piedra. Luego se arrodilló en el suelo, envolvió el talismán con las dos manos y apoyó éstas sobre el regazo. Con voz casi inaudible, entonó unas letanías mágicas mientras se mecía hipnóticamente, con los ojos cerrados para que nada perturbase su concentración. Pasaron los minutos, con los murmullos y movimientos de la sacerdotisa crispándome mis alterados nervios.  Hacia delante, hacia atrás, hacia delante, hacia atrás. La Piedra parecía inactiva, y ya empezaba a desesperar cuando Eisset detuvo sus meneos de repente y se quedó muy quieta, mientras sus pupilas se movían rápidas bajo los párpados, como si soñara. Su expresión se tornó angustiosa,  comenzó a jadear y a sudar a pesar de la baja temperatura del ambiente, y de pronto su rostro reflejó terror. Un prolongado grito, su grito, rompió el silencio de la noche y el trance de la sacerdotisa, clavándose  en nuestros tímpanos. Corrí hacia ella, sobrecogido, me agaché y la cogí por los hombros. Ella dejó caer su cabeza hacia atrás, estallando en llanto, empujándome con rechazo sin entender siquiera quién era yo. Proctor retomó su forma humana y se aproximó a nosotros a grandes zancadas, yo dejé a Eisset y me retiré unos pasos. El dragón plateado la abrazó con ternura y le susurró unas palabras que tuvieron un efecto balsámico en la alterada sacerdotisa. Sin dejar de sollozar abrió los ojos y se abrazó a Proctor, sin dejar de repetir la misma letanía: “fue horrible” y “va a matarla”.
— ¿Quién va a matar a quién? ¡Explícate!— le exigí a Eisset, alarmado.
Ella me miró agitada, desprendiéndose del abrazo de Proctor. Luego pasó su mirada por el resto de los presentes, retrasando adrede el momento de pronunciar la sentencia.
— El Enlace… matará a Artea.
— Eso no puede ser…—gemí temblando de ira— ¡La Piedra se equivoca!
— He visto el futuro, Enitt.
—¡Tan sólo dime si conoces el emplazamiento del mago, Eisset!
Ella me miró de un modo extraño, preguntándose seguramente si mi interés, si mi angustia, iba más allá de los parámetros normales entre compañeros.
— Si, lo conozco. Con bastante exactitud —dijo levantándose.
Cogiendo un palo, despejó de hierba una pequeña zona y dibujó el Valle de la Eterna Primavera. Los demás se aproximaron, atentos a la información de Eisset.
— Ésta es la entrada sudoeste del valle, al norte están las montañas Beggum. Si ya te has situado, el emplazamiento del Enlace se halla en una profunda cueva situada justo aquí— explicó, haciendo un punto en la base de las montañas, al noreste de la entrada.
— Gracias, Eisset— le dije—. Proctor, si te parece bien deberíamos partir sin demora. Si ella tiene razón, no debemos perder ni un segundo. Hay que evitar que eso suceda; no estamos muy lejos, podemos llegar a tiempo.
— ¡No podrás evitarlo!— exclamó la sacerdotisa, angustiada— ¿Es que no lo entiendes? Hagas lo que hagas, ella morirá. No sabes qué puede ser el detonante, quizá el acudir sea lo que provoque su muerte…
Me detuve un segundo, pensando en las implicaciones de lo que me acababa de decir Eisset, pero no necesité más.
— Si ha de morir, prefiero que sea intentando rescatarla que cruzándome de brazos.
En ese momento, una figura se materializó a unos metros: Solomon. Briego enarboló la espada amenazadoramente, y Sivar cargó con rapidez una flecha en su arco, apuntándole. El mago se rió de ellos.
— No creeréis que realmente estoy aquí, ¿verdad? No, no me voy a poner de nuevo a vuestro alcance, no soy tan iluso. Pero tenemos negocios pendientes… Tengo algo vuestro, y vosotros tenéis algo que deseo. Os propongo un trueque, ellas por la Piedra de Izen.
— ¡No!— gritó la sacerdotisa. Todos la miramos, incrédulos.
— ¿No? —Se mofó el mago—. No parece haber consenso… Dejaré que lo debatáis entre vosotros. Tenéis media hora, tras la cual abriré una pequeña puerta. Si lanzáis a través de ella el talismán, las dos damas os serán devueltas. En caso contrario, las mataré.
— ¿Qué garantía tenemos de que nos las entregarás?—dije yo.
— Ninguna. Tendréis que confiar en mi palabra —respondió Solomon, regocijándose de nuestra disyuntiva—. Media hora.
El mago desapareció. Todos nos miramos, ellos incómodos, yo resuelto.
— Propongo que la entreguemos. Ya tenemos la información, no merece sacrificar dos vidas —resolví.
— No pienso entregar la Piedra –se empecinó Eisset, tajante—. Es demasiado valiosa, y no creo en la palabra de Solomon. Las matará de todos modos.
— ¡Maldita seas, mujer! —Le grité, furioso por su fanatismo inamovible. — ¿Qué pueden hacer ellos con la Piedra, sino destruirla? ¡No pueden manipularla! ¡Que se pierda la Piedra, ya no la necesitamos! Los Dioses no están… Y no vale dos vidas.
La Piedra tiene otras propiedades, Enitt. Algunas incluso aún por descubrir, sólo El  Mago Electo conocía todos sus secretos. No permitiré que la entreguéis, y menos estando nuestro mundo al borde del exterminio. Yo tampoco quiero sacrificarlas, pero no vamos a pagar semejante precio y es mi última palabra.
Nadie abría la boca, yo les miré sin poderme creer que no intervinieran a favor de Winter y la pequeña.
— Y vosotros, ¿no tenéis nada que decir?—les increpé. — ¿Ni siquiera tú, Proctor, pese a lo que dijiste no hace ni diez minutos?
Ninguno soportó mi mirada, y sentí la bilis subir por mi garganta ante su actitud.
— Odio tomar esta decisión, Enitt, pero ella tiene razón —dijo Liander con voz suave, mirándome con dolor—. Hemos de pensar en el bien de la mayoría.
Me acerqué a Eisset, aplaqué mi furia dispuesto a rogar por la vida de Artea.
— Eisset, por favor, reconsidera tu posición…No puedes dejar que las maten.
Ella me miró incómoda pero convencida.
— Lo siento, Enitt…
La ira creció de nuevo en mí, me sentí traicionado por mis propios compañeros. Mi mano se disparó guiada por la ira y la frustración y le di una bofetada a la implacable sacerdotisa. Ella reculó dos pasos y cayó al suelo, estupefacta y dolorida, y se llevó la mano a la roja mejilla. Proctor se agachó a su lado y me lanzó una mirada desafiante y desaprobadora.
— Iros todos a la mierda…— les solté. Ninguno tuvo el coraje de contestarme.
Me sentí solo y desvinculado de ellos. Me parecieron extraños, completamente ajenos a mí. Y de nuevo mi mente volvió a las palabras pronunciadas por aquel ente sin rostro y sus consejos: “desconfiarás de quien confíes”. Muy bien, eso ahora me convenía. Haría lo que yo y sólo yo creyera oportuno. También recordé la última sentencia: “sacrificarás  algo que amas”. No, eso no iba a hacerlo, no ésta vez.  Si el sacrificio –no podía ser otro, pues Winter era lo único tangible que amaba—  suponía dejar morir a Artea, no iba a doblegarme ni a consentirlo. Desobedecería a costa de lo que fuera, y al infierno con todo.

Los dos diablos menores pusieron unos guantes especiales a Winter antes de atarla, para evitar que pudiera usar su magia, mientras otros dos subían y encadenaban a una mesa a la extraña niña.
— ¿Qué…qué vas a hacerle…?—preguntó temblorosa la hechicera al ver a la niña tumbada con las extremidades extendidas.
— Tú se lo vas a hacer— se rió él—. En cuanto aparezca la Piedra, vas a introducírsela en la garganta.
Winter le miró perpleja, pero comprendió enseguida lo que pretendía con ello el mago.
— Jamás le haré daño, maldito cabrón. Ni te ayudaré a destruir el amuleto.
El mago se acercó a ella hasta que sus narices casi se tocaron, y la miró furioso e intimidador.
— Lo harás o acabaré contigo.
— Me matarás de cualquier modo. Es estúpido dejar vivo a un poderoso enemigo.
— Encontraré el modo de someterte, hechicera.
Solomon volvió al trono y habló a sus guerreros. Los treinta, más o menos, se congregaron a su alrededor esperando sus órdenes.
— Voy a abrir un portal. Estad atentos, pues es posible que aparezcan intrusos en lugar de la Piedra.
Y el mago pronunció en un murmullo las arcanas palabras que dieron como resultado la apertura de un aro negro ribeteado de llamas azules, el portal por donde Los Siete debían entregar la Piedra.

Respiraba con rapidez a causa de la agitación que sentía, miraba a los huidizos ojos de mis compañeros con frialdad y desdén. Deslealtad. Ese era para mí el peor de los pecados. A mi modo de ver, la Piedra no iba a salvar el mundo por mucho que lo asegurara Eisset; era en este momento un símbolo obsoleto que servía de bien poco si excluíamos el valor de trueque por las dos vidas. No entendía por qué los demás no lo veían tan claro como yo.
Justo en ese momento el portal se abrió: la media hora había expirado. Miré el contorno azulado y el negro vacío, y sin pensarlo, comencé a correr hacia él, sacando la espada. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, una voz me detuvo y giré, quizá curioso por el tono cómplice de la voz.
— ¡Enitt, toma!— dijo Briego, arrancando el colgante del talismán del cuello de la sacerdotisa, que todavía permanecía sentada en el suelo.
El bárbaro me lanzó la Piedra, y yo la cogí al vuelo con la mano libre. Luego me encaré de nuevo hacia el pequeño portal que flotaba en forma de aro, cogí carrerilla y lo traspasé de un salto, lanzándome de cabeza. Pero alguien más lo traspasó conmigo.

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