miércoles, 22 de diciembre de 2010

Capítulo 2 parte 2

2

El elfo paseaba arriba y abajo por la habitación, nervioso. Unos suaves golpes en la puerta le detuvieron. Se acercó, no sin antes sacar una daga de la funda de su cinturón.
— ¿Quién va?— preguntó, acercando su rostro al quicio.
— Liander— contestó en un susurro apenas audible una voz. El elfo guardó la daga y giró la llave.
La puerta se abrió lo justo para que el fornido caballero se introdujera en el interior del cuartucho. Se saludaron con un fuerte agarrón en el antebrazo, y después de los convencionalismos el recién llegado se desprendió de la capa y la tiró con descuido sobre la cama. El rostro del elfo era un poema, sus bellas facciones se retorcían en un gesto de sumo desagrado. Procedente de la habitación vecina, se elevaban en el aire unos gemidos monumentales de una pareja haciendo el amor
—¿Qué ocurre, Sivar? Esa voz… No será…
— Briego no conoce la palabra discreción — escupió enfadadísimo, señalando con el dedo a la pared derecha.
. Liander sacudió la cabeza y sonrió, lo que al parecer acrecentó el desagrado del elfo.
— Es incorregible. No sé cómo lo hace… Si apenas acabáis de llegar— se mofó el caballero.
— ¿Eso es todo lo que vas a hacer al respecto?
Sivar  tomó la jofaina llena de agua y salió al pasillo, pero Liander le detuvo agarrándole del brazo.
— Vamos, vamos, no irás a interrumpirle ahora precisamente… Y tú eres el que hablas de discreción.
Entraron de nuevo en el cuarto, el uno echando chispas por los ojos, el otro conteniendo la risa.
—¿Has visto ya a Enitt?— preguntó Sivar, tratando de ignorar los gemidos.
— Le he visto.
—… ¿Y?
El caballero se sentó en la cama.
— No le reconocerías. Viejo, amargado… asustado. Espero que tengas las pociones a punto como se te ordenó.
— Las tengo — aseguró mirando hacia el morral que descansaba en un rincón del cuarto.
Un jadeo prolongado, o más bien un gruñido de oso, distrajo la atención de los dos contertulios.
— Hijo de perra…—masculló Sivar.
Luego se impuso un silencio bien recibido.             
— ¿Ha llegado ya la hechicera? —Continuó Liander.
— Se aloja en la habitación del fondo del pasillo. Y Proctor, cómo no, en la de al lado.
— Bien. Ya estamos todos.


Solomon terminó el pentagrama y lo examinó con mucho cuidado, apartando de ambos lados de la cara su blanca y larga melena. Si alguna de las líneas tuviera una discontinuidad, por pequeña que fuera, si alguna runa estuviera mal escrita o trazada, se pondría a merced de la Bestia. La invocación de esa noche iba a requerir muchas de sus fuerzas, pero necesitaban aliados. Debía arriesgarse.
Satisfecho de su trabajo, se situó él mismo dentro de otro pentagrama más pequeño, levantó la falda de la túnica negra para comprobar que sus botines no pisaban ninguna línea y cerró los ojos. Se concentró. Recitó las palabras arcanas sin error alguno, con la correcta entonación. Le invocó por su nombre verdadero. Y esperó.  
La niebla a ras de suelo anunciaba el éxito de sus esfuerzos. Luego, unas llamas salvajes, de otro mundo, llenaron la estrella sin salir de sus líneas, aprisionadas por el poder del pentagrama. Por fin, el gran archidiablo se dejó ver.
Solomon observó su aura oscura, su espada afilada, capaz de cortar hasta la mismísima alma de sus víctimas, las llamas que recorrían su correosa piel, el látigo de fuego cuyo extremo bifurcado descansaba a sus poderosos pies. No se permitió el lujo de sentir miedo. Él era quien controlaba la situación. No podía sentir miedo.
— Eretné, yo te he invocado, y debes obedecerme por el poder del pentagrama, por el poder de los planos, por el poder de tu verdadero nombre— recitó el mago, mientras el demonio revisaba sin disimulo el pentagrama buscando un error fatal. Decepcionado, miró a Solomon con un odio sobrenatural.
— Estás corriendo un gran riesgo, mortal —bramó con una voz potente, grave y venenosa.— ¿Cómo osas molestarme?
— Sé lo mucho que te gusta este plano. También sé que hace muchos siglos ya que nadie se atreve a invocarte. Si nos sirves, tendrás lo que quieres. Sangre. Almas que reclutar, que devorar. Miles de almas.
— Tu arrogancia es patética. Ya tengo almas, no has de ser tú quien me las procure, mortal. Deja de retenerme, no tienes nada que me interese.
El mago estuvo a punto de desesperarse. Cada momento que pasaba su poder se debilitaba por el gran desgaste que suponía el controlar a un ser tan poderoso. Debía convencerle lo más pronto posible o tendría que renunciar. Harían falta semanas para recuperarse lo suficiente como para volver a intentarlo, y no quedaba tiempo.
— Te ofrezco caos, demonio. Caos. Guerra. Muerte. Libertad en este plano.
Los ojos del archidiablo se cerraron hasta quedar como dos rendijas ardientes. Le interesaba, lo veía.
— Naturalmente, me entregarás tu rajjak. Como garantía. Tendrás carta blanca, pero yo tendré el control —dijo con voz segura, reprimiendo el impulso de secar con la mano las gotitas de sudor que perlaban su frente. Estaba llegando al límite de sus fuerzas.
— No entregaré mi rajjak —reiteró el demonio con voz de trueno, más enfadado por el atrevimiento de un ser tan insignificante.
— Ah, Eretné, no creerás que soy tan cretino como para no tomar precauciones. Si te suelto en este plano sin control, destruirás y matarás sin distinciones, y a mí el primero. Te lo devolveré en cuanto hayas cumplido con tu cometido, y para demostrártelo…
El mago, sacando  fuerzas de sus últimas reservas, se lanzó un geas a sí mismo.  El potente hechizo  implicaba la obligación de cumplir un mandato,  o la muerte por magia si se ignoraba éste o no se conseguía. El mandato del geas que se lanzó a sí mismo obligaba mágicamente al hechicero a devolver el rajjak al demonio al finalizar las tareas encomendadas. Eretné escuchó el contenido de la maldición, pero no se movió;  nada en su expresión había cambiado.  No lo he conseguido, pensó el mago. Ya no le quedaban fuerzas. Le dejó marchar. La estrella de cinco puntas se vació con un estruendo, y Solomon se dejó caer al suelo, agotado, decepcionado, furioso. Allí, de rodillas, jadeante y fracasado, miró al centro del pentagrama, cuya niebla se estaba disipando y luego estalló en carcajadas. En el suelo descansaba un solitario anillo, el rajjak del archidiablo, su piedra—alma.
    


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