domingo, 9 de enero de 2011

Capítulo 6 parte 5

5

Briego y Sivar empezaron a registrar las salas de ese mismo nivel. La cuarta puerta más allá de la sala del gólem estaba cerrada con llave.
Sivar sacó de su morral unas ganzúas y se agachó, mientras introducía la primera de éstas en la cerradura. El elfo forcejeó, intentando infructuosamente abrir la puerta por ese método. Briego pronto se cansó de esperar.
— Aparta, elfo. No hay cerradura que se resista a mi bota, siempre que no haya magia de por medio.
— ¡Espera,  Briego, espera un momento, casi lo tengo…!—decía el elfo enfrascado en lo que parecía un duelo.
Pero él, agotada su paciencia, se colgó la espada a la espalda,  tomó carrerilla, se agarró con ambas manos al marco superior y elevó sus piernas por encima de Sivar, golpeando la puerta como un mazazo. La madera se quebró a la altura de la manija y aquélla se abrió de golpe y por completo. El elfo, sorprendido, cayó de bruces al ceder la puerta contra la que se apoyaba, y casi se clavó la ganzúa en la caída. Se levantó hecho una furia.
— ¡Eres un auténtico idiota, bárbaro! ¡No se te ocurra volver a hacer una de las tuyas estando conmigo, o te arrepentirás!
— Bah, elfo, te tomas las cosas demasiado a pecho. ¿Rabias por el hecho de que mis métodos son más efectivos que los tuyos? E incluso más varoniles, añadiría —dijo Briego con una sonrisa socarrona, mientras traspasaba el umbral y entraba en la sala. Echó un vistazo y se dio la vuelta para salir. — Es una armería, no entiendo a qué tanto secreto. Vámonos.
Justo cuando había dado dos pasos hacia el pasillo, alguien le llamó desde dentro de la estancia.
  ¡Shhhhhhhhhhhh, shhhhhhhhhhhh, eh, tú, bárbaro…!
Briego se dio la vuelta a la vez que agarraba la empuñadura de su espada en la espalda y  la desenfundaba.
— ¿Quién coño anda ahí? ¡Muéstrate!
Sivar descolgó su arco del hombro y lo cargó con una flecha que tomó de la aljaba a su espalda, apuntó a la penumbra de la armería, tan solo iluminada por las antorchas del pasillo, y lo movió de un lado a otro buscando al intruso. El desconocido soltó una carcajada, al parecer divertido ante la situación.
— ¡No puedo moverme, soy una espada, mendrugo!
— ¡Ja! ¡El viejo truco de la espada parlante! No me creerás tan necio como para picar, ¿no, tunante? ¡Cuando te ponga la mano encima desearás ser verdaderamente una espada!
Sivar retrocedió y tomó la primera antorcha que pendía de la pared del pasillo, junto a la puerta. Se la pasó a Briego y retomó su posición, apuntando a la sala con su flecha. El hombretón, con la espada en una mano y la antorcha en la otra, se desplazó con cautela, registrando la armería. Pero, verdaderamente, allí no había nadie. Colgada de la pared, una enorme tizona con un rubí tan rojo como el pelo del bárbaro en la cruz de la empuñadura, empezó a brillar tenuemente. A la par que el halo rojo aparecía a su alrededor y la envolvía por completo, la voz, que verdaderamente provenía del rubí, sonó de nuevo entre aquellas paredes.
— El jodido mago debe haber muerto, puesto que puedo volver a hablar. No te imaginas la de años aburridos que llevo aquí metido… y encima acallado con los hechizos de aquél loco cabrón.
Briego se volvió hacia el elfo, con los ojos como platos.
— Sivar: esa espada habla de verdad… Y dice más tacos que yo… ¿estoy acaso perdiendo el seso?
— Yo también la oigo…—confirmó el elfo bajando el arco.
— ¡Pues claro que me habéis de oír, par de asnos, si es que no estáis sordos! Por cierto, soy Eloquor, espada mágica y parlante. Me caes bien, bárbaro, y eres de mi talla. Te ruego me tomes a tu servicio y me saques de este pútrido cuartucho.
Briego pareció dudar un momento. Miró a Sivar, y el elfo señaló la espada con la cabeza, invitando al hombretón a cogerla.  El bárbaro soltó la suya, que retumbó con ruido metálico al chocar contra el piso, la alcanzó y la tomó, irguiéndola en todo su esplendor. El metal de que estaba hecha parecía de la mejor calidad; una serie de runas grabadas en su filo le otorgaban poderes mágicos inusuales y su manufactura no se asemejaba a ninguna propia de los reinos de Álderan, pero era de una belleza y maestría que haría palidecer de envidia a los mismísimos elfos, considerados los mejores forjadores de las más bellas y letales espadas. Después de estudiar y admirar la tizona, Briego volvió a mirar al elfo.
— ¿Qué opinas?—le preguntó.
— Te va como anillo al dedo. Incluso es tan soez como tú…
—Hum… Está bien, Eloquor, te tomo a mi servicio; pero como me la juegues te convierto en una olla parlante.
— No seas zoquete, bárbaro: por mucho que lo intentaras, no podrías fundirme. Aunque… entiendo a qué te refieres. No tengas temor alguno de mí, pues seré un fiel compañero hasta el fin de tus días. Quede, pues, a tu servicio. Que así sea— concluyó la espada, y el halo rojo envolvió también la mano del bárbaro hasta que se la colgó a la espalda y perdió el contacto físico con ésta, momento en que el resplandor se extinguió.
— Sigamos buscando, Briego —dijo Sivar saliendo de la armería.
— ¡Soy un tío con suerte, elfo!—se jactaba el otro, contento con su nueva adquisición.
Pero Sivar no las tenía todas consigo de que eso fuera así.

Liander y Winter  encontraron los aposentos del mago en la planta inmediatamente superior, junto a la sala donde yacía el cadáver de Solomon. Se trataba de una habitación amplia, ostentosa y recargada: el mago se había rodeado de todas las comodidades habidas y por haber, lujos, piezas de arte y muebles de la mejor calidad; con un simple vistazo se apreciaba el gran ego que poseyó en vida y el gran aprecio que sentía por sí mismo.  
En una de las paredes encontraron una pequeña puerta empotrada, una caja fuerte,  y consiguieron abrirla con facilidad.
— Seguro que estaba oculta con algún hechizo mimético —dedujo ella—, pero muerto el mago…
—… Se acabó la magia —concluyó el caballero.
Liander sacó unos pergaminos de la caja fuerte y los llevó al escritorio de caoba sito a unos pasos; luego los dividió en dos montones.
— Busquemos los planos. Toma la mitad, así iremos más rápidos.
Ambos comenzaron afanosamente a escrutar los papeles. Winter abrió la boca de sorpresa al mirar el primero de ellos.
— Liander, mira: son informes detallados de todos los países, aquí está todo… Incluso figura el nombre del agente infiltrado en cada reino, responsable de cada informe…
— Nos llevaremos los pergaminos y daremos caza a esos espías, pero ahora no te entretengas con eso, querida. Es crucial que liberemos a los Dioses.
— Sí, sí, claro… — dijo Winter volviendo a los demás rollos.
— ¡Aquí está! —exclamó el caballero mirando al pergamino que tenía medio desenrollado entre las dos manos. Permitió que se enrollara de nuevo y lo puso sobre su pila, que tomó entre los brazos—. Coge el resto de los papeles y volvamos a la sala.

Ross y Jarko se hallaban en la cuarta planta. En el ala derecha no habían encontrado nada, de modo que empezaron a registrar el ala izquierda. Solo habían tres puertas en aquel pasillo, y las dos primeras habían resultado infructuosas. La tercera puerta, en cambio, tenía una ventana con barrotes y la madera que la constituía era basta, de poca calidad aunque robusta. Dentro había dos guardias que les vieron a través de las rejas cuando se acercaron a mirar, a pesar de que se apartaron rápidamente de éstas.
— ¿Quién va? —gritó uno de ellos, desenfundando su espada.
El otro lo imitó enseguida. Ross, apostado a un lado de la puerta y con la espalda contra la pared, se llevó el dedo índice a los labios para indicar a Jarko, situado al otro lado, que guardara silencio. Ambos esperaron hasta que los guardias salieron, momento en que se les echaron encima. Pero no lograron sorprenderles,  y ambos centinelas repelieron el ataque de padre e hijo.
El antiguo tabernero manejaba la espada al ataque; no así su hijo, quien la blandía defendiéndose y parando las estocadas que le lanzaba el guardia. La desesperación de Ross por socorrer a su hijo le valió un serio corte en el brazo, mas ni siquiera eso le amedrentó en absoluto. Con más fiereza si cabe, Ross redobló la velocidad de sus embates: su espada parecía estar en todas partes y el guardia se vio impotente para detener el filo de su colérico enemigo. De nada sirvió su cota de mallas: las anillas se abrieron ante la fuerza de una estocada directa a su vientre, y el hombre se dejó caer despacio, al contrario de su sangre, que abandonaba su cuerpo rápidamente dejando un charco a sus pies. Cuando Ross se acercó a Jarko, el muchacho se había crecido y era el segundo guardia quien paraba tajos a diestro y siniestro. El tabernero decidió no intervenir de momento, dejando que el chico resolviera la lucha por sí mismo. Debía aceptar que su hijo era ya un hombre, por mucho que le costara. Debía dejar que Jarko se hiciera un hombre. Y Jarko, para orgullo de Ross, acabó con el guardia.
— ¡Padre, estás herido! —exclamó el muchacho acercándose, preocupado, a su padre.
— Ya nos ocuparemos de ello más tarde. Entremos en la mazmorra, a ver qué encontramos — ordenó Ross cogiendo el manojo de llaves del cinturón del guardia que había abatido.
Tras pasar la puerta principal había una segunda puerta. Como estaba cerrada con llave, Ross usó el manojo hasta dar con la correspondiente a aquella cerradura y se vieron abocados a un luengo pasillo, a lo largo del cual estaban distribuidas varias celdas cerradas con puertas semejantes a la primera. La luz era muy escasa, tanto que apenas traspasaba los barrotes de los pequeños ventanucos de las puertas. Tomaron una antorcha de la pared y procedieron a registrar las celdas.
Los cuartuchos olían a orines y excrementos. Dentro de éstos, los reos, desnutridos, sucios y greñudos, yacían en el suelo cubierto de paja o sentados contra los muros, sin apenas fuerzas. Un par de ellos estaban muertos.
— ¡No tengáis miedo!—gritó Ross a los reos, viendo su reticencia y su pánico—. ¡El mago ha muerto y la fortaleza ha caído en nombre de los Dioses Blancos!
— Padre, no sabemos quiénes son estas personas. Es muy lógico pensar que, en un lugar gobernado por el mal, los reos serán gente buena, pero, ¿y si no es así? ¿No estamos dando por sentado algo que ignoramos? —reflexionó Jarko solo para el oído de su padre, siempre tan prudente.
— Está bien, hablaré con ellos antes de liberarlos.
 No eran delincuentes, eran personas que Solomon había considerado peligrosas para su causa o que había utilizado para sus planes.  Ross dejaba las celdas abiertas, anunciándoles que eran libres. Diez hombres y una mujer salieron al pasillo con andares de zombi, débiles y deslumbrados por la luz de las antorchas.
— Seguidme, os custodiaré a lugar seguro. No os separéis del grupo, pues podría quedar algún guardia con vida —les habló Ross, situándose en cabeza.
La procesión salió al pasillo principal y Jarko, que cerraba el grupo en retaguardia, tuvo que ayudar a la mujer ofreciendo sus hombros a su brazo, pues apenas se sostenía en pie, y el anciano a quien se agarraba se veía tan débil como ella.

Eisset y Proctor regresaron pronto a la sala de los orbes, pues no habían hallado nada relevante. Briego y Sivar fueron los siguientes en aparecer, y al poco rato entraron Liander y Winter. El bárbaro no pudo evitar jactarse de su nueva espada. A los hechiceros no les hizo gracia lo que el hombretón les explicó.
— Tenemos que revisar esa espada, Briego —le dijo Proctor—. Podría ser maligna, incluso podría poseerte, nada de extrañar habiéndola encontrado aquí.
— Bah, paparruchas. Esta espada estaba confinada en una armería desde hace años, según me dijo ella misma. No sería así si fuera maligna.
— Pero puede serlo.
— No lo creo. En todo caso, algo traviesilla.
— ¡Deja esa espada en el suelo ahora mismo, descerebrado! —le gritó Sivar, harto de la resistencia del bárbaro.
Briego la tomó de su espalda y la depositó a regañadientes en el suelo, echando una mirada venenosa al elfo. Los tres hechiceros, Proctor, Winter y Eisset, se aproximaron para estudiar las runas del filo y las insignias de la empuñadura.
— Esta espada… No puede ser. Es un mito, ¡no puede existir de verdad! —exclamó Eisset.
— Pues, por lo visto, existe. No hay duda alguna, pues este blasón y las demás insignias son antiquísimas, en desuso, tan solo reconocibles por estudiosos versados en el tema —apuntó Winter, quien lo era precisamente, pues siempre sintió debilidad por la Historia—. ¡He aquí a Eloquor, la espada parlante de la reina Mejjere! Dentro de su rubí reside el alma de Aba, su consejero y amante, uno de los hechiceros más poderosos que hayan existido. La leyenda cuenta que, hace mil doscientos años, en la Guerra de los Perdidos, cuando los zheeremitas  atacaron el palacio real en Delania y acorralaron a la reina y a sus leales caballeros, Aba se interpuso entre ella y la espada que iba a darle muerte. Al morir, en su desesperación por proteger a su amada, su alma se alojó en la espada de la reina, haciéndola invencible. Pero no se volvió a encontrar referencia alguna a Eloquor tras la muerte de Mejjere, de ahí que se convirtiera en leyenda. Me extraña que Solomon no la empleara en su beneficio, si es que llegó a saber lo que era.
— Ah, erudita hechicera, porque soy yo quien elige la mano que ha de empuñarme—dijo la espada, sobresaltándoles—. Solo yo decido a aquél a quien sirvo, siempre dentro del bien, y mi listón, tras haber pertenecido a tan extraordinaria dama, comprenderéis que está muy alto. Pues bien, el muy cretino no lo entendió y me castigó con un conjuro que me dejó mudo.
— ¿Tu listón está muy alto y has elegido a Briego? Aquí hay algo que no cuadra… —susurró Sivar.
— ¡Hijo de mil alimañas! ¡Nunca me has valorado, y la envidia habla por tu boca!—le lanzó el bárbaro con arrogancia, que le había oído perfectamente—. Mi fiel espada sí lo hace, ¿verdad, Eloquor?
— Bueno, en realidad, debido al aburrimiento producto de tantos años confinado en este agujero en las montañas, un bárbaro de nobles sentimientos me pareció una buena opción. No estaba en situación de ser escrupuloso.
Sivar estalló en carcajadas tras la declaración de la espada. Y aún rió más cuando Briego llamó “perro sarnoso” a Eloquor.
— No te enfades, amo —dijo la espada, conciliadora, mientras Sivar se limpiaba las lágrimas con el dorso de su mano—, valoré tu bravo corazón y tu fuerte brazo. Y tu bondad, por supuesto. Pero debes comprender que Mejjere era… excepcional. Acabé resignándome a que nunca habré de encontrar a nadie que la iguale, y menos que la supere. Ah, y dile a ese estúpido elfo que deje de reír, pues él aún daba menos la talla.
Los papeles se invirtieron: al elfo se le congeló la risa en la boca, mientras Briego reía a mandíbula batiente.
— Entonces, ¿no has vuelto a servir a nadie tras la muerte de Mejjere?—preguntó Eisset.
— No. Ella misma me colgó de esa pared poco antes de su muerte.
— ¿Ella misma? Entonces, esta fortaleza ¿perteneció a Mejjere? —se sorprendió Winter— . No hay referencia a ésta en ningún documento.
— Sí, perteneció a la reina Mejjere, pero ésta era una ubicación secreta: de ahí que estuviera excavada en la roca, hacia el corazón de la montaña, en lugar de levantarla hacia los cielos, y por supuesto explica el hecho de que no haya constancia de ésta. Fue abandonada tras un terremoto, hace casi mil años, que la dejó medio derruida. Pero los servidores de las fuerzas oscuras la encontraron hace siglos y ese mago infame y sus siervos la restauraron y habitaron, hace más de treinta años.
—Mil doscientos años colgada de una pared… Sin duda la fortuna te sonríe, Briego. Puedes quedarte la espada —zanjó  el tema Liander—. Y ahora dejemos las clases de historia para otro momento y volvamos a aquello que nos ocupa. Aquí están los planos del artilugio.
Liander desenrolló el pergamino en su totalidad y Winter lo pegó extendido en la pared más próxima por medio de la magia. Briego recogió la espada y la envainó de nuevo a su espalda antes de reunirse con los demás frente a los planos, los miró y frunció el ceño soltando un sonoro bufido de fastidio. Tras unos minutos de observación, ninguno de ellos acababa de entender lo que veía. En ello seguían cuando Ross, Jarko y sus once invitados aparecieron por la puerta.
— ¿Habéis encontrado los malditos planos?—preguntó el antiguo tabernero.
— Si, los encontramos. ¿Quiénes son toda esta gente, Ross?—dijo Liander, sorprendido.
—Encontré las mazmorras. Solomon retenía a esta pobre gente, pero están tan débiles que no creo que puedan escapar por su propio pie.
Un solo vistazo a aquellas personas convenció al grupo de que Ross estaba en lo cierto. Todos ofrecían una imagen deplorable: vestidos con harapos, sucios, demacrados, con el pelo largo y enmarañado y unas barbas descuidadas y manchadas. Apenas había carne que cubriera sus huesos, y sus ojos se hundían en las cuencas dando la impresión de estar demasiado abiertos, pues tan solo la piel revestía sus calaveras.
— Deberíamos buscarles algo de comer. ¿Alguno ha encontrado un almacén de comida o una cocina?—preguntó Winter.
— Sí —contestó Proctor, moviéndose hacia la puerta—. Vuelvo enseguida con las viandas. De todos modos, poca ayuda puedo ofrecer aquí con eso.
El dragón señaló el pergamino al pasar por delante, y Ross reparó entonces en los planos colgados en la pared.
— ¿Son éstos?
— Sí, pero no estamos sacando nada en claro. Son endiabladamente complicados. Sinceramente, creo que nos llevará demasiado tiempo entenderlos y encontrar el modo de desactivar esa máquina —continuó Liander con desánimo.
—Yo puedo ayudar —intervino uno de los excarcelados de más edad con un hilo de voz.
El grupo miró con suspicacia al anciano, no muy seguros de su cordura.
— ¿Seguro que puede entender este galimatías del demonio?—preguntó Briego al hombre.
— Por supuesto. Esos planos los diseñé yo —respondió  éste con una tenue sonrisa casi desdentada.
— ¿Lo hizo usted? ¿Usted diseñó y construyó ese aparato? ¡Vaya, esto sí que es tener suerte!, ¿eh, Liander?— se alegró el pelirrojo.
— ¿Por qué lo hizo? Sabía para qué fin quería Solomon el invento… Sin duda sabe que los Dioses Blancos están encerrados en esos orbes gracias a su diseño, y que  nuestro mundo, como consecuencia, está siendo atacado con impunidad—saltó Eisset sin poderse contener.
Al reconocer en ella a una sacerdotisa de la Orden Blanca, casi todos los recién liberados se postraron como pudieron a sus pies en señal de sumisión; no así el anciano, que la miró con ojos de reproche.
— Solomon me capturó hace años y me retuvo aquí. Me torturó, y cuando vio que no me doblegaba trajo a mi hija y logró someterme a través de ella. No podía dejar que la matara, señora… No podéis acusarme tan a la ligera.
— ¡Ya sé quién sois, anciano! —exclamó Liander con excitación— ¡Sois Marcuus, el ingeniero de la corte de la reina Nevelia, en Quarante! Vuestra reputación como ingeniero os precede, añado, no me extraña que fuerais un objetivo para Solomon. De pronto he recordado las proclamas de la reina, colgadas en todos los pueblos del país, ofreciendo una suculenta recompensa a quien pudiera dar información sobre vuestro paradero, o el de vuestra hija.
— Mi reina debe creerme prófugo, un traidor…
Las facciones del anciano se hundieron ante éste pensamiento, sus ojos se entristecieron más si cabe. Liander puso su mano sobre el hombro del otro, en un intento por consolar al pobre hombre.
— En absoluto, caballero Marcuus. Su majestad Nevelia jamás creyó que hubierais desaparecido por propia voluntad. Y el hecho de que nunca obtuviera una pista la llevó a temer que hubierais sido asesinados, vos y vuestra hija, y enterrados en tumbas anónimas. Pero, pese a eso, todavía hoy, cinco años después de vuestra desaparición, las proclamas se siguen reponiendo, por orden de la reina, cuando la lluvia las hace ilegibles o el viento las arranca de los postes.
Las últimas palabras de Liander emocionaron al anciano hasta hacerlo llorar. El hombre se llevó las manos a la cara y sus hombros se convulsionaron, presa de profundos sollozos. Su hija, llorosa también, se levantó como pudo y fue hasta donde estaba su padre para abrazarle, conmovida. Marcuus se sentía halagado, reconfortado por el hecho de que Quarante, reino al que había dedicado su vida y sus esfuerzos, no se había olvidado de ellos en todos estos años.
Proctor llegó en ese momento y comenzó a repartir pan y embutidos a los famélicos indultados, y la mayoría empezó a comer sin dilación. Briego se agenció también yantar, al ver que había sobrado: el bárbaro siempre estaba hambriento.
— Y ahora, noble Marcuus, os ruego nos ayudéis: ¿cómo detenemos ese rayo que retiene a los Dioses en los orbes?
— Solo yo puedo hacerlo. Pero debéis salid todos de esta sala, por si algo fuera mal.
— Me quedaré a ayudarte, anciano —se ofreció Proctor.
— No, señor; no quiero a nadie aquí. Podría ser peligroso y no quiero la muerte de nadie sobre mi conciencia.
— Estáis muy débil, es probable que necesitéis ayuda; además, soy un dragón plateado: no es tan fácil acabar conmigo.
— ¡Oh, un… dragón plateado! Padre, estoy pensando…¿recordáis las historias que me contasteis de niña? ¿Del grupo que velaba por nuestro mundo, entre los cuales milita un dragón plateado?   ¡Son Los Siete, ergo la leyenda es cierta, son ellos! —exclamó la hija de Marcuus, exaltada.
Incluso pareció vivificarse y rejuvenecer, aunque en realidad era más joven de lo que aparentaba con ese penoso aspecto. El resto de los liberados se sorprendieron por las palabras de la mujer y lanzaron quedas exclamaciones, mirándoles con esperanza y expectación: seguramente habían oído las leyendas, pero la mayoría de ellos ni siquiera habían nacido la última vez que el grupo hubo de reunirse.
— Sí, señora, estáis en lo cierto, lo somos —reconoció Proctor, agachando ligeramente la cabeza a modo de escueta reverencia ante la ilusión que reflejaban los ojos de la mujer—.  Y ahora, salid de la sala sin más dilación. Liander, será mejor que los lleves a la otra ala del primer piso, por si acaso.
— Suerte, compañeros. ¡Vamos, id saliendo! —dijo Liander.

1 comentario:

  1. Hola, recien, e empezadp a leer tu historia, está bastante intresante ^^

    Por cierto, estas totalmente invitada a mi blog

    Un saludo

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