sábado, 1 de enero de 2011

Capítulo 5 parte 2

2

Aquella acción desesperada, suicida e irreflexiva, entró en mi consciencia en el momento en que traspasaba el portal. ¿Qué iba a encontrarme al otro lado? Me daba igual, estaría de sobras preparado para lo peor, y sólo una cosa ocupó mi mente entonces: Artea.
Me vi sacudido por fuerzas físicas durante unos interminables segundos, mi cuerpo experimentó unas extrañas sensaciones, como si se disolviera y se volviera a formar.
De pronto me vi precipitado hacia un suelo de piedra, pero mis reflejos evitaron el golpe dando una voltereta y luego me puse rápidamente de pie. Aparecí en un gran salón, rodeado de guerreros de la peor calaña: esqueletos —Dioses, cómo odiaba a esos en particular—, humanos renegados, elfos oscuros y zheeremitas, principalmente. La luz que emanaba de la Piedra sita en mi mano parecía cegar a los guerreros de Solomon. Otra persona rodó a mi lado y se levantó con agilidad.
— Como en los viejos tiempos, ¿eh?
Sorprendido, vi a Ross a mi diestra.
— ¿Qué demonios haces tú aquí?— le dije sin dejar de mirar a nuestros enemigos, moviendo amenazadoramente la espada por delante de mí.
— Soy tu maldito mejor amigo, Enitt. ¿Responde eso a tu pregunta?— Contestó con idéntica actitud.
— Como en los viejos tiempos…
Mi mente pareció ser atravesada por un relámpago. Otra grieta en la muralla que contenía mi pasado se abrió de repente.

Ross, Ari y yo, batiéndonos a espada con decenas de elfos oscuros, mientras Winter y ese mago de la orden Blanca nos apoyan desde detrás con sus magias. Los demás luchan fuera, a la entrada de la Torre de Izen: Liander, Sivar y el Proctor dragón, ayudados por ese extraño bárbaro de roja melena, evitando que pudieran entrar fuerzas que nos emboscasen por la retaguardia.
 …Elfos oscuros, en aquellas escaleras, y más arriba, en el primer piso decenas de ellos… Espadas, hechizos, cuerpos derrumbándose ante mí, atravesados, mutilados, sangre, sangre que mancha escandalosamente el mármol blanco de los escalones y los vuelve resbaladizos…
 Cuando parece que controlamos la situación, después de acabar con la malvada madre matrona que tantos muertos había causado con su codicia, una nueva oleada surge por todas partes, frente a nosotros, llenando el vestíbulo, ocupando de nuevo las escaleras y cortándonos el ascenso, creando más confusión. Las espadas hablan, no callan ni un momento, no veo más que blancos donde golpear con mi acero, lucho por sobrevivir, pues los elfos oscuros son ágiles guerreros y tienen algunos recursos mágicos muy peligrosos. Cuando acabo con el último y mi concentración da paso a la realidad, no veo a mi esposa,  ni al mago. La llamo, no hay respuesta. Desesperado, la busco entre los cuerpos que cubren gran parte del  suelo… con alivio compruebo que no está. Corro por un pasillo, seguido por Winter y Ross, escucho el sonido de los hierros entrechocando según me aproximo, y un gemido. Doblo la esquina que da a una estancia amplia, en la cual un elfo oscuro gira su cabeza y me mira como sorprendido mientras Ari cae y rebota ligeramente contra el suelo, herida. Ross no da cuartel, y aprovechando la distracción que ha provocado nuestra llegada, se acerca al enemigo a la carrera y corta el cuello del descuidado elfo. Yo me dejo caer junto a ella, mirando con horror la sangre que se extiende con rapidez  debajo del cuerpo de mi amada, sus ojos dirigidos a la nada tornándose vidriosos, y escucho sus entrecortadas últimas palabras, que se clavaron en mí como dagas envenenadas.
— Tu deber era protegerme…
Entonces murió en mis brazos, y yo cargué con ese reproche además del dolor de su pérdida, llenándome de remordimientos hasta el punto de no desear vivir, culpándome de haberle fallado. Y a consecuencia de esto vino todo lo demás.

Pero ahora, en este momento, me he dado cuenta de que el reproche no era para mí. Tú estabas allí aquel día, pues entonces aún eras mago de la Orden Blanca. Te hablaba a ti, Solomon, ahora lo veo, ahora todo encaja. Eras tú quien debía protegerla, mago renegado, y en lugar de ello usaste tu magia para contribuir a su muerte… Qué bien te salieron las cosas. Y seguiste en la Orden impunemente, planeando contra ella y contra tu mundo, sin que nadie llegara a sospechar nada hasta que tu maldad y tu ambición te llevaron a abandonarla…
  Y ahora pretendes volver a hacerlo. Pretendes acabar otra vez con aquello que amo. Tu error ha sido creer que volvería a salirte  bien. Pero ésta vez sé quién eres y lo que eres, y también sé quién soy yo. Date por muerto, hijo de perra.

Solomon estaba sentado en un trono que presidía el salón, al fondo del mismo. A su lado de pie, encadenada, y con unos extraños guantes metálicos en las manos atadas por delante de su cuerpo, estaba Artea. La niña yacía sobre una mesa, encadenada también y con los miembros extendidos hacia las esquinas. Olía a quemado y los muebles estaban dañados. Supuse que mi novia había vendido cara su piel, y me enorgullecí una vez más de ella.
— He traído la Piedra— le dije al mago—. Suéltalas y entrégamelas.
— Mis instrucciones eran entregar directamente la Piedra— contestó él, al parecer molesto.
— No confío en una alimaña como tú. Hemos venido para asegurarnos de que cumples el trato. Entréganos a tus rehenes y quédate con la Piedra, o atente a las consecuencias.
Solomon empezó a reír, burlándose de nosotros.
— ¿Te atreves a amenazarme, necio? Pues te diré más: de aquí no va a salir nadie, vivo al menos. ¡Matadles!
— El maestro afina los instrumentos…Bailemos, Enitt— dijo Ross con una sonrisa siniestra.
Blandí la espada con las dos manos, y en el momento que el talismán tocó el acero, éste comenzó a brillar con una luz azulada que la envolvía completamente.
Me lancé al ataque, y Ross me siguió. Me entregué a la furia que aquél último recuerdo de Solomon y su actual amenaza provocó, usándola para matar, para destruir, y me regocijé en ello. Nosotros, Ross y yo, éramos simbióticos, complementarios, un todo cuando luchábamos juntos espada con espada. Pero aquellos desgraciados no lo sabían.
Los aceros cobraron vida y bailaron la danza de la muerte, tiñéndose de sangre y salpicando sangre. Ni siquiera teníamos que esforzarnos para conseguir esa letal eficacia, fluía en sincronización entre nosotros y los enemigos caían a nuestros pies. Mi filo azul desmontaba con un simple toque a los esqueletos, probablemente a causa de la magia de la Piedra, y quebraba las espadas que osaban golpear con fuerza contra él. Ahorraré explicar el efecto que causaba cuando encontraba un cuerpo en su camino.
Cuando terminé con la vida del hombre con quien luchaba, mientras Ross se debatía con el último de los esbirros de Solomon y volví mi atención al mago, éste se hallaba tras Artea amenazando su cuello con una daga. La niña estaba desatada y a su lado, y el mago la sujetaba por los cabellos sin contemplaciones. A dos escasos metros, un nuevo portal creado por el mago durante la lucha flotaba expectante.
— Tirad las armas o la mato— dijo mientras la víctima de la espada de Ross se desplomaba.
Sin dudarlo, dejé caer mi acero y Ross el suyo, que resonaron al tocar el suelo.
— Y ahora entrégale la Piedra a la mocosa— añadió, empujándola hacia nosotros.
— No. Dejaré la Piedra en el suelo y me las llevaré a las dos.
— Te entregaré a la hechicera, pero no a la niña. La necesito, sabes que ni yo ni ninguno de mis servidores puede tocar el talismán.
— He dicho que me las llevaré a las dos— insistí, muy a pesar mío, pues estuve tentado de aceptar su oferta.
Pero una mirada a los ojos de la pequeña y el contacto de su mano cogiéndose de la mía fue suficiente para disuadirme e intentar salvarla de un aciago destino. Estaba seguro que el mago no guardaba buenas intenciones para con ella.
— Tener la Piedra en tu poder es suficiente ventaja, aunque yazca intocable en el suelo—añadió Ross.
— Enitt, no…—trató de hablar Artea.
— ¡Calla! …De nuevo os recuerdo que no estáis en posición de negociar. Dale la piedra a la niña— dijo apretando la daga contra el cuello de Winter. Unas gotas de sangre roja se deslizaron bajo el filo del arma.
Puse la Piedra en la mano de la pequeña, con una rabia ardiente en mi interior.
— Ahora ven aquí, niña.
La pequeña se acercó a él pero, de pronto, se agarró a la mano de Winter. El amuleto brillaba como un sol en su mano cerrada.
— Deja libre a Artea, mago.
El mago miró al portal y empujó a la chiquilla, que ya había soltado la mano de Winter, a su interior. Luego él mismo retrocedió de espaldas hacia allí, sin soltar a la hechicera. Cuando estaba a un paso se detuvo.
— Dejar a un poderoso enemigo vivo es de estúpidos, ¿no es así, hechicera?
Supe lo que iba a hacer en cuanto pronunció esa sentencia. Lo supe también porque lo había vaticinado Eisset, aunque me hubiera resistido a creerla. Me agaché como un resorte y cogí mi espada, mientras arrancaba a correr para alcanzar a Solomon antes de que el filo de su daga cruzara el expuesto cuello de Artea, pero no lo conseguí… Mientras corría hacia ella, sus ojos seguían clavaros en los míos, inexpresivos. Solomon le cortó el cuello de un rápido tajo, empujó su cuerpo con violencia hacia mí para obstaculizarme, y entró deprisa en el portal, que se cerró de inmediato impidiendo que Ross, que ya se precipitaba hacia él, se colara detrás suyo.
Abrí los brazos, dejando caer la espada, y sujeté a Artea. Sangraba a borbotones, se atragantaba con su propia sangre. La deposité con cuidado en el suelo, sin saber qué hacer, sin poder ayudarla, desesperado. Mis ojos se anegaron de lágrimas mientras veía cómo la vida abandonaba los suyos y la abracé, impotente, sujetando inútilmente su garganta en un intento vano de detener la hemorragia. Murió en mis brazos. Durante un terrible momento estuve también en otra sala, separada por el tiempo y el espacio, abrazando a otra mujer que murió también en mis temblorosos brazos. Mis hombros se estremecieron por los sollozos, abrazándolas, llorándolas a las dos. Otra vez me sentía invadido por aquel vacío, aquella angustia tan conocida. Otra vez vivía y revivía el mismo calvario.
Solo que ésta vez sabía de quién debía vengarme, e iba a convertir la venganza en mi prioridad, en lo único que en ese momento diera sentido a mi vida. Ira roja, en mi cabeza y en mis ojos: Solomon no tenía ninguna posibilidad frente a un asesino suicida, pues poco me importaba sobrevivir con tal de llevármelo por delante.
Ross esperó sobrecogido a que recuperara el control y me sosegara, intuyendo que entre la hechicera y yo había algo que él se había perdido. También sus ojos brillaban con el reflejo de las lágrimas.
 Cuando fui capaz de ello, levanté en brazos el cadáver de la hechicera y la deposité en la mesa. Incluso en la muerte seguía siendo bellísima. Artea… mi Artea.  Ira roja…
— El portal del mago debe haberle teleportado a otra estancia de la fortaleza— le dije a Ross apretando los dientes, al volverme hacia él—. No creo que haya ido lejos.
— ¿Estás bien, Enitt? ¿Tienes fuerzas para hacerlo?— me preguntó él agarrando con su mano mi hombro en un gesto de camaradería.
— Lo que más deseo ahora mismo es atravesar con mi espada a ese maldito mago. Se habrá puesto a buen recaudo, detrás de sus principales fuerzas. No será tarea fácil llegar a él.
— ¿Cuándo ha sido eso un problema para nosotros?— me apoyó Ross.
Le miré a los ojos, y sentí una oleada de afecto hacia el antiguo tabernero.
— Gracias, amigo mío. Gracias por haber traspasado ese portal conmigo.
Ross palmeó mi hombro, emocionado y triste.
— Es un honor luchar a tu lado, hermano. Vamos— dijo, agachándose y recogiendo mi espada del suelo. Yo la tomé cuando me la ofreció; aún permanecía en ella el brillo azulado que le imbuyera la Piedra de Izen. Miré por última vez el cuerpo de Artea, y en ese momento me di cuenta de que iba empapado en su sangre. Juré que no sería la única que me salpicaría esa noche.
Besé los labios tibios de la hechicera antes de salir, sintiéndome culpable por tener que dejar allí su cuerpo, y levanté mi espada vertical ante mi rostro.
— ¡Por Artea!— Juré.
Ross puso su espada del mismo modo frente a sí, y juró venganza conmigo.
— ¡Por Artea!
Eché a andar, seguido por Ross, abrí la puerta y salí a un ancho pasillo. Un diablo menor que caminaba por él se paró en seco y se me quedó mirando indeciso. Yo no reduje mi paso seguro y, al llegar a su altura, le corté la cabeza con un escueto molinete de mi espada sin alterar lo más mínimo mi marcha y seguí caminando, indiferente.

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