sábado, 1 de enero de 2011

Capítulo 5 parte 4

4

Al acercarse a Sux, el espectáculo que contemplaron los hombres de vanguardia de los ejércitos unidos de Tornia, Andarathiel, Ímbrolas y Selenia, les heló la sangre. Sux ardía, el humo de varios incendios se elevaba en el aire, constatando que la capital estaba atravesando serias dificultades.  La ciudad estaba rodeada  por las huestes de Balician, mas ni en sus peores pesadillas pudieron imaginar semejante número. Y aún seguían llegando, una oscura mancha en el horizonte que se extendía en lontananza.  El miedo y el desánimo hicieron presa en sus corazones. Sólo una cosa impidió que su moral llegara a cotas insalvablemente bajas: unas manchas en el cielo que se batían, subían y bajaban atacando con enormes lenguas de fuego: los dragones.
Pero, por mucho pesimismo que albergaran, no tenían ni idea de lo que ocurría dentro de las murallas de Sux. Los guerreros y soldados delanianos se las veían con criaturas carentes de todo principio físico de este  mundo: las murallas eran franqueadas por la mayoría de entes, unas por teletransporte, otras las atravesaban sin más, como si se tratasen de un holograma. Los demás entraron por las puertas, echadas abajo por hechizos y fuerza bruta. Sin nada que contuviera fuera de la ciudad a las hordas, era cuestión de pocas horas no solo que Sux cayera, sino que todos sus habitantes fueran exterminados.  
Lo que ninguno de los soldados sabía era que dos nuevos frentes se separaban en el Valle de los Vientos, a la salida del Desfiladero de la Rosasangre, uno hacia el norte, hacia Selenia y otro hacia el sur, hacia Dunamun.

El rey Isir se batía con los guerreros infernales, flanqueado por Excelenior. Los engendros caían bajo la poderosa espada del soberano, Cirne, así como bajo las garras y el fuego del dragón dorado. Toda la ciudad era un caos de reyertas, fuego y ruido de aceros, estampidos de conjuros lanzados de ida y vuelta que se estrellaban contra el enemigo, las paredes o el suelo; el ruido de la guerra repicaba en cada barrio como funestos tañidos de campana tocando a muertos, y los gritos, los gritos desgarradores de dolor o de terror, que hacían que las mujeres ocultas en las casas se taparan los oídos, llorosas, y que los niños se agarraran a sus faldas, asustados. Sin embargo, aunque ni el miedo ni la desesperación tenían cabida en los corazones de los hombres, que luchaban por sobrevivir, supieron al poco que estaban condenados. Nada podría detenerles. No eran de este mundo.
Isir de Delania cayó atravesado por una espada infernal, y Sux cayó poco después, en las últimas horas de la tarde, sin que los dragones ni los ejércitos venidos de los reinos vecinos pudieran evitarlo. Estando ya perdida la ciudad, los diezmados regimientos  no tuvieron más opción que la retirada para evitar la total aniquilación, con la esperanza de unirse al resto de los tercios que estaban en camino. El ejército de las sombras dejó unas tropas de retén en la ciudad tomada, y continuaron su camino en la conquista de Alderan. Lord Krons hubiese sonreído con prepotencia si hubiese tenido boca.

Los cuatro centinelas apostados ante las puertas de adamantita miraban en dirección al valle, aburridos. Una sucesión de ruidos y un pequeño estruendo llamaron su atención y buscaron su origen girándose hacia la entrada y levantando la cabeza hacia la montaña. No esperaban encontrarse al gran dragón plateado que vomitaba ya una lengua de fuego hacia ellos, y cayeron abrasados antes de poder reaccionar. Proctor salvó de un salto la distancia que separaban las peñas sobre la entrada y la pequeña plataforma frente a ésta. Volvió a adquirir su apariencia humana tan pronto desmontaron los dos pasajeros, y echó mano a sus poderosos conjuros para desbloquear la entrada. Casi le dio risa la facilidad con que se abrieron las puertas del duro metal: típica prepotencia de los magos humanos. Con la cautela debida, se adentraron en los dominios del mal.
— ¿Puedes localizarlos?— preguntó Sivar al Gran Señor.
Proctor proyectó su poderosa mente imbuida en magia, recorrió las estancias de aquella planta tocando levemente las mentes de las criaturas que las habitaban. Encontró a sus compañeros en ese primer nivel, acompañados de dos poderosas mentes. Supo el dragón que sólo podía tratarse de Solomon y de la extraña niña, así que se retiró enseguida para que el mago no le descubriera. Pero a pesar de haberles encontrado, siguió buscando al tercer miembro del grupo, bajó uno, dos niveles… tres niveles. Entonces ya no buscó su mente, sino que se concentró en su imagen… Winter…Winter… Artea… Y entonces  la vio.
El frío dragón sintió fundirse algo en su pecho, contemplando con su mente el cuerpo de la que poco ha fue su amante. Un millar de imágenes se sucedieron simultáneamente, superponiéndose a la principal, recordando los años compartidos con ella. El frío dragón, pese a todo, no estaba preparado para verla así. Ensangrentada, con un profundo corte en el esbelto cuello, sus ojos no completamente cerrados ya no brillaban con esa chispa vital, sino con la soledad de la muerte; pero seguía tan hermosa como siempre… Todo perdido, toda esa fuerza, ese carácter, lo que ella era, perdido sin remedio… La conmoción transformó su pétreo rostro, lo tornó más humano; sus orgullosas facciones se contrajeron de dolor, rabia, pena… Quiso gritar, y de su boca salió un rugido terrible que no era humano y que se propagó por toda la fortaleza: no le importó que el enemigo le oyera. Quería cobrar con muerte la pérdida.  
Sus compañeros vieron  sobrecogidos la solitaria lágrima que cruzó su rostro, pero no dijeron nada, puesto que entendieron con pesar  para quién habían llegado tarde. Miraron hacia los poco iluminados corredores, atragantándose con su propia tristeza.  Los labios de Proctor se abrieron de nuevo con un extraño jadeo.
— Winter está… muerta…—balbuceó—. Enitt ha fracasado…
Los otros alargaron su silencio asimilando esa certeza, un silencio conmovido, cargado de remordimientos y dolor, un silencio de tumba.  No vieron cómo otra lágrima recorría rápida, como una estrella fugaz en un cielo de verano, el triste rostro del frío dragón. Porque el dragón nunca fue tan frío como él mismo creía.
Briego se acercó a él y puso su manaza sobre su hombro, impresionado tanto por la noticia como por verle por primera vez mostrar sus sentimientos. El grandullón luchaba  por contener las lágrimas, emotivo, apasionado como era.
— Proctor, hemos de seguir…
— Sí. Hemos de seguir. Hay que seguir... Por aquí…—dijo, con un temblor en la voz.
Una docena de guerreros drow aparecieron súbitamente por el pasillo, espadas en mano, buscando la fuente del fenomenal rugido. Rápidamente, al verles, se reagruparon dispuestos a atacarles. A ellos les vino muy bien poder descargar su rabia con alguien.

Al principio, el mago no se dio cuenta de nuestra irrupción. Bastantes problemas tenía ya. Sin embargo, nosotros observamos atónitos la escena que teníamos delante, aunque no estábamos seguros de comprender lo que ocurría allí. Él y la niña, frente a frente, parecían estar manteniendo una lucha de poderes y voluntades; mientras junto a ellos, sobre una mesa, un bebé muy pequeño, que a  saber de dónde lo había sacado Solomon, lloraba a gritos. La niña sostenía en su mano levantada la Piedra de Izen colgando de su cadena rota, y su brazo temblaba como si dos fuerzas opuestas tiraran de él en distintas direcciones. No sabíamos el macabro propósito del mago, pero intuíamos que, viniendo de él, no sería nada bueno. Nos lanzamos hacia Solomon, sólo para chocar contra una barrera mágica que no habíamos visto. Entonces fue cuando se percató de nuestra presencia. La momentánea distracción tal vez hiciera que su concentración menguara, pues la pequeña aprovechó para lanzarle con la otra mano un chorro de energía blanca, que le despidió hacia atrás e hizo visible por un instante un escudo negro que rodeaba al mago. Solomon se recuperó enseguida y dejó de prestarnos atención. Pero en esos escasos segundos, la potente luz que emanaba de entre los dedos de la niña se extinguió, y mientras un rabioso rugido surgía de la garganta del frustrado nigromante, la pequeña abrió su mano, vacía ahora, y súbitamente cayó al suelo convertida en un montón de arena. Ross y yo nos miramos atónitos, tan atónitos como el mismo Solomon, que avanzó hacia la ropa vacía que yacía en el suelo y la pisoteó con el pie, comprobando que realmente lo estaba. Si no hubiese sido por las tristes circunstancias que me impedían ver las cosas con el sarcasmo habitual en mí, me hubiera reído en la cara del mago. Porque había perdido de nuevo la Piedra, y ahora ya nadie sabía dónde estaba.
El mago, furioso hasta perder su acostumbrada cobardía, se volvió en nuestra dirección.
— Ya empiezo a estar harto de vosotros dos…— masculló.
La barrera mágica cayó, a la par que un pesado y largo bastón aparecía en las manos de Solomon. Esbocé una siniestra sonrisa: era hora de cobrarme las deudas.

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