domingo, 9 de enero de 2011

Capítulo 6 parte 2

2

Jarko y la niña se materializaron en el interior de una estancia. No habían regresado, tal como él esperaba, a los alrededores de  Andien.
Cuando miró en torno a ellos, el muchacho se encontró con los rostros sorprendidos y angustiados de Proctor, Sivar, Briego, Enitt y su padre. La piedra en su pecho comenzó a refulgir.
— ¡Jarko!— gritó Ross al verles, perplejo—. ¿Qué hacéis aquí?
Proctor avanzó hacia él sin siquiera saludarle, apremiado, con el semblante tenso e inquieto, y agarró imperiosamente la Piedra de Izen que colgaba del cuello del muchacho hasta encerrarla en su puño. Luego lanzó un hechizo y algo saltó en pedazos, algo que había estado ahí pero que Jarko no pudo ver.
En ese momento el muchacho reparó en la presencia de Solomon en la estancia.
Un portal azul acababa de materializarse.
Proctor conjuró de nuevo, y también lo hizo la pequeña. El portal se disolvió para desesperación del mago.
Entonces Enitt se precipitó con la espada en alto y atacó de nuevo al iracundo mago. Los minutos de tensión en los que creyó que conseguiría escapar habían imbuido a Enitt de una furia implacable. Ahora dejó de pensar y se dejó arrastrar por la ira roja, por esa parte irracional que vivía dentro suyo y que Enitt no dejaba aflorar nunca. Ahora lo permitió, se entregó a su lado más oscuro de buena gana.
Sus poderosos mandobles castigaban al mago, lo cansaban y limitaban a la defensa. Partió de nuevo la vara, le hirió en el costado y Solomon sangró salpicando el suelo de piedra de gruesas y estrelladas gotas rojas.
El mago cayó de rodillas, incapaz de seguir soportando la fuerza de los embates del hombre. Cansado y postrado, arrojó los restos de la vara al suelo.
— ¡Detente! ¡Me rindo!— exclamó con un tono más agudo de lo normal. Lo  que fuese que vio en los ojos del hombre lo llenó de pánico—. No me mates…
Enitt le señalaba con la punta de la espada, inmóvil, con el rostro pétreo, frío. El mago estaba de rodillas, con ambas manos levantadas a la altura de los hombros. Los demás les observaban, en un silencio expectante.
Ira roja.
El rostro de Enitt no mudó su expresión cuando levantó la poderosa espada en un molinete y la hizo descender oblicuamente. La hoja, afilada como una navaja de afeitar, pareció traspasar el cuello del mago como si éste fuera fantasma. Solomon le miró con horror durante unos segundos; la sangre comenzó a manar por donde antes pasara la espada. Luego, la cabeza se deslizó sobre el cuello y cayó al suelo con un ruido sordo. El cuerpo se desplomó laxo, como un saco mal puesto, en dirección contraria.
Sus compañeros le miraron pasmados, todos menos uno.
— ¡Venganza!— exclamó Ross, mirando con aprobación a su amigo.
— La venganza está cumplida— dijo Enitt—. Por Artea… y por Ari.
La niña se acercó al cuerpo yaciente del mago y observó la piedra negra que descansaba ahora en el suelo. No la tocó, sin embargo fue a buscar a Enitt y le señaló el extraño amuleto.
El hombre de blancos cabellos acercó su mano y lo cogió. Nadie más de entre ellos hubiera podido hacerlo.
— ¡El gólem, Enitt!— dijo Ross.
— ¿Qué gólem?— exclamó Briego.
—Ocupémonos de él. Veamos qué es lo que guarda— propuso Enitt avanzando hacia la puerta.
 La niña lo detuvo.
Proctor levantó la Piedra de Izen y deslizó la cadena por la cabeza de la misteriosa pequeña, como obedeciendo una orden. Luego brindó una reverencia a la niña, que tomó la mano de Enitt. Ella separó de su pecho el talismán, mostrándoselo mientras zarandeaba su mano, y señaló el amuleto negro que él sostenía de la cadena. La niña pronunció con dificultad las primeras palabras que nunca hubieran salido de su boca.
— ¡Cerrar... puerta!
Su manita encerró ahora la Piedra blanca en su interior, mientras que con la otra apretó la de Enitt. El talismán pareció palpitar, y las figuras de ambos fluctuaron un par de veces, antes de desaparecer.
Briego miraba ahora el talismán con respeto, mientras su luz se diluía.
— Joder con la baratija...— susurró.




Las Llanuras Verdes, tranquilas praderas otrora, hervían de actividad. Los distintos ejércitos iban llegando, sumando sus huestes a las ya numerosas que aguardaban la batalla decisiva.
El rey Coriol desmontó el gran percherón y lo dejó al cuidado de sus hombres, que se mezclaron con las huestes internacionales buscando un espacio para que sus numerosas tropas pudieran acampar. El soberano de los bárbaros preguntó por la tienda de comandancia y se dirigió derecho hacia ésta. La gran tienda, concurrida en esos momentos, albergaba a todos los mariscales –además del rey Biriz y el Gran Señor Thelentor— donde también dos de los dragones, con apariencia humana, contribuían a diseñar una estrategia que les llevara a la victoria.
— Majestad— le dijo Excelenior—, bienvenido al campamento. Con vos llegado al fin, estamos ya aquí todos. Lamento no poder cumplir con la cortesía y ofreceos una tienda para que reposéis unas horas tras tan largo viaje, pero carecemos de ese tiempo. Las huestes de Balician se acercan.
— Habláis con un rey bárbaro, Gran Señor, no con una delicada damisela— rebatió el rey con una sonrisa—. Mis hombres y yo mismo hemos venido a luchar por Álderan tan pronto como se precise.
— ¡Ése es el talante de los bárbaros de los Yermos, por los Dioses!— exclamó el rey Birizz, festejando su arrojo.
— Tal que el de los enanos de las montañas Beggum, por cierto— respondió el rey Coriol, devolviendo el cumplido a su colega—. Ponedme al corriente de la situación, os lo ruego. No hemos tenido más noticias que las escuetas explicaciones que nos ofrecieron vuestros hermanos dragones.
— Actualmente, tres frentes se desplazan por Álderan. Uno hacia el norte, hacia Selenia; otro hacia el sur, hacia Dunamun; el tercero y más numeroso hacia el este, hacia nosotros. Sux ha caído, el rey Isir murió junto con buena parte de sus ejércitos intentando defenderla, Delania entera está perdida, arrasada al paso de las huestes oscuras— dijo Excelenior—. No queda nadie para hacerles frente.
— Yo he visto cómo luchan esos demonios— intervino el mariscal Serecam, nativo de Tornia—. Nada les detiene. No hay barreras que los contengan, y las armas convencionales poco pueden contra sus corazas mágicas y sus espadas. He visto romper a Cirne, la espada de Isir, como si fuera de madera durante la toma se Sux...
— ¿Qué estrategia seguir contra algo que nos supera?— se lamentó el mariscal Malden, natural de Quarante—. Daré sin dudarlo mi vida por Álderan, pero temo que sea en vano...
— Si pensamos de ese modo, ya estamos derrotados— dijo la capitana de las amazonas del Gran Bosque.
— ¿Acaso no lo estamos de todos modos?— habló Serecam de nuevo—. Pensar con optimismo es una insensatez, es no ver la realidad. No estamos preparados para afrontar a éste enemigo. Bien poca ayuda podremos brindar al continente, pasarán sobre nosotros y continuarán su conquista sin ninguna resistencia.
— Eso no va a ocurrir— dijo el rey Coriol—. Vamos a luchar como nunca, vamos a pelear por sobrevivir. Y si caemos, al menos venderemos cara nuestra piel.
— Os recuerdo que Los Siete están trabajando. No es la primera vez que nos salvan del desastre;  hemos de darles tiempo. ¿Se sabe algo de ellos?— preguntó Thelentor.
— Nada— dijo Excelenior.
—Ojalá tengas razón, gran Señor Thelentor— dijo el comandante Niekk, oficial superior de los tercios enviados desde Ruanev—. Nosotros, los cambiantes, podemos imitar a la perfección todo lo que tocamos; las armas, las aptitudes, los cuerpos y hasta la magia de las criaturas que nos amenazan. Pero somos muy pocos, y eso no iguala las cosas.
Anthas, el otro dragón dorado, irrumpió en la tienda.
— Traigo nuevas— dijo, acaparando la atención de todos—. Algo está haciendo frente a las huestes oscuras, cerca del Desfiladero. Y con gran efectividad.
— ¿Algo? ¿Qué quieres decir con algo?— preguntó el rey Coriol.
— Creo que son Xenotas— especuló Anthas.
El rey Birizz soltó un bufido airado.
— No es momento de leyendas y cuentos, mi señor.
— No son cuentos, majestad— saltó el mariscal Serecam—. Algún rumor oí acerca de que se ocultaban bajo las aguas del lago Fargas, en mi Tornia natal. Ellos terminaron con la amenaza zheeremita, hace años, según unos hechiceros; es la única explicación posible al repliegue y retirada repentina de su ejército. Aunque es cierto que nadie ha visto a ningún xenota.
— Lleva a uno de mis cambiantes allí— dijo el comandante Niekk a Anthas—. Que tome contacto y podrá copiarlo; luego lo traes de vuelta y los demás haremos lo propio. Aunque seamos sólo mil quinientos, si ellos tienen éxito, nosotros también lo tendremos.
— No perdamos un segundo, entonces— dijo el dragón.

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