domingo, 9 de enero de 2011

Capítulo 6 parte 1

Capítulo 6
Los dioses perdidos
1

Cuando Enitt y Ross se lanzaron en ataque —espadas en ristre— contra el mago, poco se imaginaban la pericia que gastaba Solomon en el manejo del bastón. Ambos extremos subían y bajaban, interceptando y desviando estocadas y lances, a una velocidad diabólica. El mago realizaba giros armonizados al movimiento del bastón y a los ataques de los contendientes que confundían a éstos, y lograba no sólo defenderse neutralizando sus golpes, sino que, de tanto en tanto, les golpeaba con fuerza en puntos especialmente dolorosos. Y, además, no dudaría en usar su magia si ellos le daban oportunidad, por muy cansado que le hubiera dejado su duelo personal con la extraña niña.
Ambos miembros de Los Siete buscaban huecos por donde deslizar sus espadas, y por un par de veces los encontraron; pero la armadura mágica que portaba Solomon impidió que los aceros se clavasen en su carne. Y, en un descuido, golpeó a Ross en la frente con el extremo de la gruesa vara, noqueándole. El antiguo tabernero cayó unos metros hacia atrás, impulsado por el propio golpetazo.
Enitt sintió acrecentarse en su interior esa furia salvaje y oscura, primigenia, pero no dejó que le dominara. Necesitaba su parte racional en esta lucha, no sólo la fuerza bruta. Tampoco dejó que las continuas paradas del mago le frustraran, esperó con paciencia que cometiera un error. Pero el mago erraba poco, y cuando lo hacía y Enitt lograba introducir su filo, el maldito escudo lo rechazaba. No sabía cómo iba a salir de ésta. No podía dañar al mago, ni mantener ese ritmo de lucha eternamente.
Justo cuando empezaba a sentirse fatigado, la puerta se abrió. Enitt saltó al lado opuesto con una pirueta, pues dio por sentado que se trataba de guerreros de la fortaleza. Entonces oyó, con un alivio revitalizador, el vozarrón de Proctor.
— Ah, mago tramposo: esta lucha no es justa…
El dragón plateado susurró una palabra, y un remolino de energía surgió de su mano, cruzó el cuarto y envolvió a Solomon; el archimago movió los brazos como aspas de un molino y disipó el pequeño tornado. Proctor preparaba ya un nuevo hechizo con el que atacarle.
— ¡No!—gritó Enitt—. Déjamelo a mí…
Proctor lanzó un conjuro que aparentemente no cambió nada, mientras Sivar se agachaba para atender a Ross; el hombre del pelo blanco arreció en sus ataques con fiereza. El acero asomó sobre el bastón, que erró en la parada, y mordió la carne del mago dejando una línea roja en medio de la tela cortada. Proctor había dejado a Solomon sin su armadura. Esto animó a Enitt sobremanera, y acometió contra él como presa de un ataque de locura asesina; los movimientos de ambos parecieron irreales de tan rápidos y espectaculares, hasta que, en un arrebato, Enitt partió la vara del mago. No se detuvo ahí, siguió golpeando al atribulado Solomon, que a duras penas interceptaba los golpes con los trozos del bastón. En un momento entre embate y embate, el mago juntó ambas mitades y la vara pareció soldarse sola. Su boca insinuó una sonrisa siniestra ante la expresión de fastidio del contendiente. Intentó golpearle en el rostro, pero Enitt esquivó el lance, giró en una vuelta completa y contraatacó con una estocada ascendente que hirió a Solomon en el brazo.
Solomon, consciente de que perdía fuerzas, materializó de nuevo una barrera que le separaba de los otros; se preparaba para crear un nuevo portal y huir del peligro.
— ¡No le dejes, Proctor, no dejes que lo consiga!— gritó Enitt atormentado ante la posibilidad de que el mago se escabullera, ya que sabía que si lo hacía ésta vez huiría lejos, fuera de su alcance.
Proctor lanzó un hechizo que no consiguió romper la barrera.
— ¡No puedo! ¡Por el gran dragón de Maralid, no puedo disiparla!— gritó frustrado mientras lo intentaba una y otra vez.
— ¿Qué es eso?— dijo Sivar, señalando al archimago— ¿qué es eso que parece absorber la luz, lo que aferra en su cuello?
Todos se fijaron en ello: entre los dedos cerrados del mago, una piedra negra palpitaba y emitía un halo oscuro que parecía tragarse la luz.
— Una piedra negra que sirve al mal, tal como nuestro perdido amuleto de magia blanca servía al bien...— argumentó Proctor—. No puedo hacer nada, mi magia no alcanza contra ese poder.


Jarko estiró del brazo de la pequeña, reaccionando por fin al darse cuenta de que no se dirigían hacia el caballo.
— ¡Eh! No pretenderás que vayamos al pueblo corriendo, teniendo montura... Además, ésa no es la dirección correcta.
La niña no le hizo ni caso, tiró de su mano una y otra vez insistiendo en continuar en la misma dirección.
— ¡He dicho que por ahí no!— se impacientó el muchacho, todavía alterado por el miedo y los extraños sucesos por los que acababa de pasar.
La niña soltó su mano y agarró la cadena de oro que sobresalía de los dedos de Jarko. Le quitó el amuleto al sorprendido muchacho y, pasando su pulgar e índice por los eslabones rotos, los reparó. Luego estiró del jubón del muchacho, indicándole que se agachara. Jarko, demasiado desconcertado para negarse, lo hizo así; la niña pasó la cadena restaurada por su cabeza, y él sintió un ligero cosquilleo allí donde la piedra descansaba en su pecho.
La pequeña volvió a asir su mano, pero no insistió en avanzar ahora. Le miró a los ojos profundamente, sin siquiera pestañear. A Jarko se le puso la piel de gallina.
Todo lo que les rodeaba perdió consistencia, pareció girar en un remolino de colores en torno a ellos; el muchacho comprendió que se estaban desplazando mediante la magia. Sintió una presión en todo su cuerpo, le faltó el aire y se mareó ligeramente. Cerró los ojos y aguantó la respiración.
La presión disminuyó de golpe y el mareo desapareció, Jarko abrió entonces los ojos y se quedó pasmado una vez más: estaban en el lugar más extraño que hubiera podido imaginar nunca. Lo que tenía delante era una ciudad, de eso no le cupo duda, pero los edificios eran translúcidos y se ondulaban espectralmente. La gente también. Después, cuando movió su mano en un ademán de mesarse el cabello, se dio cuenta de que estaba bajo el agua.
Jarko se agitó, presa del pánico, intentando subir a la superficie; la niña se lo impidió agarrando su mano con fuerza, con demasiada fuerza para alguien tan pequeño. No pudo seguir aguantando la respiración y, con horror, aspiró mientras luchaba contra ella. No entró agua en sus pulmones, como temía, sino que en su lugar una revitalizante bocanada de aire le devolvió a la vida que creía perdida. El muchacho, algo más calmado, se enfadó con la pequeña.
— Podías haberme avisado...— la regañó con una voz amortiguada por el agua.
Ella tan sólo le sonrió, pícara, y tampoco ahora dijo nada. Luego desvió sus ojos hacia la ciudad que tenían delante.
— Supongo que me has traído a Xenos— reflexionó el muchacho, atando cabos—. Si, ahora debemos estar bajo las aguas del lago Farca, y esa gente entonces serían los xenotas con quienes se entrevistaron Winter y Proctor. Demonios, Sivar no me mintió...
La pequeña estiró de su mano, incitándole a continuar caminando hacia la ciudad maldita.
No tardaron en ser detectados por los centinelas. Tres de ellos se aproximaron portando una extraña indumentaria, una ropa que se ajustaba a su cuerpo de cabeza a pies y sólo dejaba al descubierto sus rostros de grandes ojos negros, cuyas pupilas ocupaban por completo. No tenían nariz; en su lugar unos velos de piel se extendían desde el centro de la cara hasta donde debieran estar las orejas en caso de haberlas, puesto que quedaban ocultas por la tela, Jarko se quedó con la duda de si carecían de ellas o no. Sus pequeñas bocas no tenían labios, aparecían de vez en cuando según se movieran los velos de piel que las cubrían.
Los centinelas estaban armados con una especie de picas que se agrandaban al llegar al extremo de insólita punta roma, redondeada, sin ningún filo a la vista. Sin embargo, cuando las bajaron para apuntarles con ellas, el muchacho se estremeció y le parecieron tanto o más amenazadoras que las picas convencionales.
Les detuvieron. Jarko sintió una sensación extraña en la mente, e intuyó que les estaban sondeando. De pronto, levantaron las armas y se postraron ante la pequeña.
Si mantuvieron una conversación telepática o no, él no podía saberlo; mas intuyó de nuevo que así había sido, ya que uno de los guardias les condujo directos a la ciudad, en concreto al más grande de los edificios de toda la urbe de Xenos.
Los xenotas ante quienes les llevó el centinela no portaban la misma indumentaria que el resto de ellos, como apreciaron cuando caminaban por las calles de camino a su destino. Los cuatro personajes llevaban una especie de túnicas vaporosas que flotaban a su alrededor, igual que lo hacían los largos velos que salían del centro de sus rostros y subían hasta enmarcarlos, en un efecto parecido al del cabello humano.
Las muestras de respeto hacia la niña se repitieron, al igual que las conversaciones telepáticas entre ellos. Jarko se sobresaltó cuando oyó unas palabras en su mente, o más bien unas ideas. Los xenotas intentaban comunicarse también con él.
— Nuestro pueblo ayudará contra seres de otros planos— vinieron a decir—. Pero a condición de no cerrar la Puerta de los Planos hasta que la usemos para volver a nuestro hogar.
— Gracias por vuestra ayuda— se apresuró a responder él—. Mis amigos dijeron que érais guerreros excepcionales y, según las noticias que llegan, nada halagüeñas para nosotros, vuestro ofrecimiento es de suma importancia. Habéis de saber, ya que no quisiera que acudierais sin conocimiento de causa, que las hordas extraplanarias son muy superiores en todo a las locales. Habrán víctimas.
— No, humano, no las habrá en nuestras filas. Somos inmortales, sobre todo en éste plano. Nadie ni nada puede tocarnos aquí, sin embargo nuestras armas siguen siendo efectivas. No tenemos nada que perder.
El xenota imbuyó entonces en su mente un mapa de Álderan.
— ¿Dónde está la puerta?
La niña marcó con su mente el Desfiladero de la Rosasangre.
— Nosotros detendremos el suministro de nuevos entes— le hizo entender— .Somos cuatro mil efectivos, tanto machos como hembras estamos versados en las artes de la guerra. No será un problema.
Después, el xenota dejó de prestarle atención. Y, unos segundos más tarde, todos desaparecieron. Jarko miró atónito a la niña, ella tomó nuevamente su mano y le sonrió, una sonrisa reconfortante. Una sonrisa que decía “todo irá bien”.
La realidad que le rodeaba comenzó a perder consistencia: habían cumplido parte de su misión, pero aún quedaba algo por hacer.

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