domingo, 9 de enero de 2011

Capítulo 6 parte 4

4

La onda expansiva pasó por entre los xenotas sin alterarles lo más mínimo, pues ellos habitaban Álderan por imposición explícita de la diosa Hayymad además de ser inmortales; no fue así para aquellos entes contra los que luchaban a la entrada del desfiladero, que habían entrado desafiando el orden impuesto por los Dioses. La larga columna que venía del Portal se había desvanecido con la oleada de energía.  Todos entendieron lo que había ocurrido al verse solos allí.
Exterteer se volvió hacia los demás miembros del Consejo que habían estado luchando junto a él, consternado.
— ¡El Portal ha caído!
El grito telepático llegó hasta todos los de su raza, sembrando la confusión, el desánimo y la rabia.
— ¡Los humanos nos han engañado! — gritó Sievelax, furioso — ¡Ya no podemos regresar a Xenos!
Exterteer bajó su extraña lanza decepcionado, y lo mismo hicieron todos los xenotas allí reunidos. La esperanza de volver a su hogar había llenado sus corazones y les había dado una razón para salir del lago y luchar… pero ahora, ahora ¿qué?
Exterteer meditó unos instantes, mientras los gritos telepáticos de rabia se extendían por sus filas. Algunos de sus súbditos parecían a punto de teleportarse de vuelta al lago.
— Los humanos han hecho lo que debían hacer — sentenció ante los demás—. Luchan por su hogar, como lo hubiésemos hecho nosotros si Xenos se hubiese visto amenazada tan gravemente.
El silencio reflexivo se extendió entre sus filas, apagando la furia como si hubiera arrojado un cubo de agua al fuego. Los xenotas parecieron entenderlo y resignarse.
—Y ahora, ¿qué vamos a hacer? — dijo Sievelax.
— Seguir luchando. Pues, al fin y al cabo, éste es ahora también nuestro hogar.
Un grito telepático, unánime y estridente, llenó el aire del valle. Los xenotas levantaron de nuevo sus lanzas y dieron media vuelta, dejando a sus espaldas el desfiladero y cargando contra las numerosas huestes que marchaban unos kilómetros adentrados en el valle.
Los dragones también lo percibieron. Mientras Excelenior clavaba sus garras en pleno vuelo y se enzarzaba con un extraño ser volador a mordiscos en un picado vertiginoso, sintió que se había restaurado el Equilibrio. Sus fauces destrozaron el cuello del ser, el cual murió y se precipitó hacia el suelo en lugar de desaparecer, y batió sus poderosas alas en busca de un nuevo objetivo mientras informaba a los demás dragones. Todos ellos, mientras pasaban por encima de los ejércitos unidos de Álderan, gritaron la buena nueva a los hombres que luchaban en tierra:
— ¡El portal ha caído! ¡El portal ha caído!—decían con sus gruesas voces de dragón.
Los hombres prorrumpieron con gritos de júbilo, la esperanza renació en sus corazones y sus espadas fueron blandidas con más fuerza.
— ¡Sabía que Briego y sus amigos no nos fallarían! ¿A qué esperamos? —gritó Coriol, rey de los bárbaros— ¡Mostrémosles a esos hijos de perra lo que es la Muerte!

Lord Krons supo, en el instante en que fue informado de que el portal se había cerrado, que el mago había muerto. Nunca le gustó Solomon, demasiado soberbio, y ésa soberbia no le dejaba apreciar sus fallos ni corregirlos. Siempre sospechó que, para el mago, los planes del dios Balician eran sólo una catapulta para los suyos propios. Pero, sin el portal, los planes de su Señor fracasarían sin remedio. A pesar de que él era fiel a Balician, no era un fanático carente de seso: consideró una tontería sacrificarse a una causa a todas luces perdida, habrían más oportunidades de hacerse con el poder en el futuro, y quizás entonces el dios confiara en él para liderar a todos sus súbditos, sin nadie por encima de suyo. Así pues se esfumó de allí, se evaporó en el aire dejando un caballo sin jinete en el campo de batalla y a los entes más cercanos presas de la confusión.

Proctor y Winter estudiaban la misteriosa puerta que les cerraba sospechosamente el paso a una estancia que, presumiblemente, escondía algo importante. Gracias a sus hechizos, la poderosa capa mágica que protegía la puerta entera era visible ahora.
— No lo entiendo —dijo Briego—. Si el mago ha muerto, ¿no debería haber finalizado el hechizo? ¿No es eso lo habitual?
— Sí, lo es —respondió Winter con voz monótona, concentrada como estaba en descubrir qué magia era aquella—. Pero toda esta situación no tiene nada de habitual, Briego. Proctor, ¿podría ser que haya utilizado la Piedra Negra para hacer esto?
— Es lo más probable — el dragón dejó de mirar la puerta y fijó sus ojos en el antiguo tabernero—. Ross, detecto que Liander y Eisset están en la entrada de la fortaleza. ¿Serías tan amable de ir en su busca y traerles aquí?
— No faltaba más. Vamos, Jarko, acompáñame.
— Voy con vosotros, por si acaso —se ofreció Briego.
El hijo de Ross sacó su espada tal como hizo su padre, y los tres salieron de la estancia. Cuando regresaron, ni la hechicera ni el dragón habían avanzado nada con sus esfuerzos.
— Hola de nuevo, amigos —saludó Liander—. Winter, me alegro de verte sana y salva. Ross me ha explicado de camino lo que ocurrió contigo, y no sabes cuánto me alegro de que, a veces, las interpretaciones de las visiones lleven a errores. Quizá de esto saque mi Señora Eisset una afortunada lección que la lleve a ser más moderada en adelante.
La sacerdotisa miró con arrogancia a Liander pero enrojeció hasta la raíz del cabello. Después se acercó al dragón y tomó su mano.
— ¿Cuál es el problema con esta puerta? ¿No lográis disipar el hechizo que la protege?
—Necesitaríamos un milagro. El mago utilizó la Piedra Negra del Dios Balician para levantar la protección, así que me temo que es imposible— respondió Proctor.
— No para la Piedra Blanca. ¿Dónde está?
— Con Enitt. La tenía la niña, y se fue con él. También se llevó la Piedra Negra de Solomon.
— ¡Maldito estúpido inconsciente! —estalló Eisset. — ¡No tiene ni idea de lo que tiene entre manos, la furia de los Dioses caiga sobre su cabeza!
Winter se volvió hacia ella echando chispas por los ojos.
— No vuelvas a maldecirle o insultarle en mi presencia, Eisset, porque no lo toleraré. Eres tú quien no tiene ni idea de quién es Enitt, porque no te has molestado en conocerle en todos aquellos años en que fue familia tuya.
Antes de que Eisset pudiera contestar, si es que pensaba hacerlo, Proctor llamó la atención de todos.
— ¡Atención! Pedíamos un milagro… pues aquí lo tenemos: la protección ha caído.
— ¿Qué has hecho, Proctor? ¿Cómo…?—empezó a preguntar Sivar.
— Yo no he hecho nada —le interrumpió el dragón.
— No, tú no — terció la sacerdotisa, blanca como el papel y con expresión desolada—. Enitt acaba de destruir ambas Piedras… Es la única explicación posible…
— Enitt…—susurró Winter, palideciendo visiblemente—. Si ha destruido las Piedras… ¿qué habrá sido de él?
— Habrá muerto, probablemente —respondió Eisset, seca.
— ¡Realmente no has aprendido nada, sacerdotisa! — Bramó Briego—. ¡Guarda tu lengua, si sólo sabes pronosticar muerte!
— Winter, querida —habló Liander—, no creo que Enitt haya muerto. La niña está con él.
— ¿Sabéis la devastación que debe haber ocasionado la destrucción de las Piedras? —dijo ella, desolada—. Quizá ni la niña haya sobrevivido…
— Deberías darle un voto de confianza. Enitt es muy capaz, además de haber nacido con una flor en el culo, ¿recuerdas? —Intervino Ross con voz suave, intentando convencer a la hechicera. —  Yo creo que sigue vivo.
Winter pareció reflexionar unos momentos, con la mirada perdida en el suelo. Luego levantó la vista y miró de nuevo a Ross, y una tímida sonrisa se dibujó apenas en la comisura de sus carnosos labios.
— Sí, yo también. Prefiero creer eso, hasta que no se demuestre lo contrario… —resolvió ella—. Sigamos adelante.
Proctor acercó la mano a la manija de la puerta con cuidado, hasta asirla; luego la accionó y tiró para sí. La puerta se abrió hacia afuera, dejando ver una gran estancia que parecía una especie de laboratorio. En el mismo centro del recinto, lejos de las mesas llenas de tubos, frascos, vasos de precipitación y probetas de cristal, nueve grandes esferas azules que irradiaban una tenue luz llamaron la atención del grupo. Se hallaban distribuidas dibujando un círculo y asentadas en unos pies metálicos que las sostenían, como si se tratara de las horas de un gran reloj; en su centro, proyectando un haz de luz también azul a cada una de ellas, se erigía un maquiavélico artefacto que parecía funcionar con algo más que magia. Rayos de electricidad azul recorrían el extraño aparato de arriba abajo.
— ¿Qué demonios es eso? —preguntó Briego, expresando en voz alta lo que todos pensaban.
De inmediato, Proctor, Winter y Eisset se acercaron cautelosamente a los orbes. Observaron las esferas azules desde fuera del círculo que formaban, una a una. Luego estudiaron el artefacto desde lejos.
— Tal vez me toméis por loco… pero esto me parece que contiene… Winter, ¿es posible?
—Sí, Proctor, a mí también me lo parece. Aquí, dentro de estos orbes, ¡están los Dioses perdidos! —exclamó Winter.
Un pesado silencio cayó sobre el grupo, tan solo roto por el zumbido que emitía el extraño artefacto.  Jarko lo cortó unos minutos después.
— Y, ¿cómo los sacamos de ahí?
— Parece que el aparato del centro es lo que mantiene los orbes cerrados  —observó Eisset—. Nunca vi nada parecido.
— Esto es demencial…Solomon ha muerto y la Piedra Negra ha sido destruida, ergo no puede ser que funcione con magia. Entonces, ¿cómo puede generar tanta fuerza como para impedir que los Dioses se liberen? ¿De dónde saca tal cantidad de energía? — recapacitó Winter, asombrada.
— Es una buena pregunta —dijo Proctor—, tan buena que podría significar la diferencia entre vivir y morir. No podemos actuar a la ligera, tenemos que descubrir qué es eso y cómo funciona. Estudiemos bien la situación antes de tocar nada.
Liander se tocó la corta barba, gesto que solía acompañar a sus reflexiones.
— Dividámonos por parejas y busquemos un libro o pergamino, quizá en los aposentos de Solomon. Creo probable que el mago tuviera los planos  y explicaciones aquí, en la fortaleza, y bien cerca suyo.
— Buena idea —aplaudió Sivar.
— Proctor… —se entrometió Ross con aspecto preocupado—, suponiendo que deis con el modo de liberarles, en el momento en que salgan de los orbes… ¿correríamos peligro de muerte?
— No lo sé con seguridad, pero no me parece probable. Empero, antes de preocuparnos de eso, busquemos los planos.
Salieron por parejas al pasillo que daba a las escaleras. Cada una de las parejas se asignó un piso en el que buscar, dejando para más tarde —si acaso no encontraban lo que buscaban—, los niveles más profundos. Los pasillos y las escaleras estaban desiertos, salvo por los cadáveres que yacían, silenciosos e inmóviles, en el suelo. No parecía haber nadie vivo en aquella fortaleza. Sin embargo, no se fiaron de las apariencias y avanzaban con suma cautela, espadas en ristre.

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