sábado, 1 de enero de 2011

Capítulo 5 parte 5

5

Como cada día, Jarko se levantó antes del amanecer, desayunó apenas y salió a las afueras de Andien, a una arboleda que le ofrecía intimidad y tranquilidad, a practicar con la espada que le dejara Sivar.
Ese día era diferente. Ató al bayo, que parecía nervioso, con una extraña aprensión en el cuerpo. Reinaba un pesado silencio en el bosquecillo, los pájaros no alborotaban como solían ese amanecer. Jarko desenfundó la espada con cuidado y escrutó con la vista la maleza a su alrededor. No vio nada. Aún desconfiado, se agazapó y avanzó hasta más de la mitad del pequeño bosque y allí se detuvo. Agachado tras un espeso matorral, el muchacho notó erizarse de miedo todos los pelos de su cuerpo, el corazón comenzó a martillearle en el pecho y sintió un ligero mareo: zheeremitas.  Un grupo numeroso de tales criaturas parecía haber acampado allí. Había movimiento: los altos guerreros humanoides, parecidos a lagartos bípedos de fríos ojos amarillos y escamas verdes, afilaban sus aceros; otros recogían el campamento a las órdenes del que parecía ser el oficial. Ese zheeremita era mucho más imponente que los otros, ya de por sí más altos que un hombre: portaba una armadura negra como los abismos del infierno, una enorme espada de doble filo y su rostro era mucho más cruel que el de cualquiera de los demás. Jarko supuso que se disponían a atacar en breve, probablemente Andien. El muchacho comenzó a recular con cautela, sobrecogido al observar tan de cerca sus grandes dientes puntiagudos, sus lenguas bífidas y sus poderosas colas; tenía que llegar al pueblo y dar la alarma, pero inesperadamente  chocó contra algo. Ese algo lo agarró por la nuca, y Jarko, presa del pánico, deslizó el filo de su espada por el hueco de su axila hacia atrás. Un grito y el hecho de que le soltara, constataron que había logrado herir a su captor. No necesitó más, echó a correr como nunca antes lo había hecho, perseguido por cuatro zheeremitas, a quienes los gritos del compañero herido habían alertado. Oyó el silbido de flechas, una de ellas se clavó en un tronco junto al que pasaba, y el muchacho corrió ahora con bruscos cambios de dirección, utilizando también los árboles como escudo para no resultar un blanco fácil. Parecía estar llegando al final del bosquecillo, y en ese momento en que Jarko  empezaba a pensar que lo lograría, tropezó con una raíz que sobresalía del suelo y cayó pesadamente. Dolorido, se puso en pie como un gato, pero una garra hizo presa en sus cabellos y lo obligó a agacharse, inmovilizándolo.
Jarko se resistió, pero una patada en el costado que hizo que ante sus ojos bailaran manchas amarillas, le convenció de que era una mala idea. El muchacho se quedó quieto, resignado, mientras el zheeremita sujetaba los cabellos de su nuca tirantes, obligándole a mirar al suelo…
A sus pies, entre ellos, algo brilló. Parecía una piedra que emitía luz, engarzada a una arandela que atravesaba una cadena rota de oro. Jarko recordó inmediatamente las palabras de Sivar y, sin pensarlo, recogió el objeto del suelo. Al momento pasaron dos cosas, a cuál más extraña.
El zheeremita que le agarraba del pelo saltó por los aires sacudido por unos insólitos rayos blancos. No se levantó. Los otros tres enarbolaron sus espadas, pero no se acercaron.
Y a su lado apareció una linda niñita de rizos plateados, desnuda, que le miraba de pie frente a él con unos asombrosos ojos azul violeta. Jarko miró perplejo la manita que le tendió. Era obvio que intentaba guiarle, sacarle de ahí.
— ¡Agáchate!— le dijo el muchacho, mirando por encima del hombro a los tres guerreros, que parecían estar recuperándose de su estupor. Uno de ellos tenía ya un arco en la mano, y con la otra buscaba una flecha en su carcaj a la espalda.
La niña se agachó, pero para tomar su mano. Agarrándole con fuerza, estiró de él en dirección al caballo de Jarko, que esperaba en la linde del bosque. El arquero tensó la cuerda y apuntó; la flecha salió disparada en dirección a ellos, y el muchacho gritó al ver la saeta volar directa hacia él. El miedo le paralizó, ni siquiera tuvo el reflejo de tirarse al suelo. Cuando la flecha llegó a un palmo de su cuerpo, Jarko se encogió y casi sintió de antemano el dolor que le produciría el proyectil al atravesarle, pero la saeta no le llegó a tocar. Simplemente rebotó y se perdió entre las matas. Pasmado,  se dejó llevar por la  pequeña, mientras otras flechas seguían rebotando contra lo que parecía ser un escudo invisible.  Los guerreros no les siguieron, pues era de sobras conocido el temor que los zheeremitas sentían por cualquier manifestación de magia.


Los dragones volaban en todas direcciones, buscando las distintas tropas en camino. Una vez que eran encontradas, mantenían una rápida entrevista con los mariscales o incluso reyes, para explicarles la situación y urdir una estrategia a seguir, un punto de reunión para todos ellos en un intento de frenar con el total de fuerzas del mundo libre a los ejércitos de las sombras. Pero incluso los dragones, aunque omitían este detalle, veían la situación con un pesimismo cada vez mayor. A las numerosas huestes salidas de la Puerta de los Planos se unían ahora los ataques a las villas por parte de los zheeremitas y elfos oscuros, que los tercios de retén en las fortalezas debían  combatir. La guerra se había extendido a todos los territorios del único continente de Álderan, para desgastar a los regimientos defensores.
Los mariscales y los dragones se dieron cita en la Llanuras Verdes, allí convergerían en breve todas las tropas de los Reinos, para una ofensiva desesperada. La última ofensiva. Si eran derrotados, el mundo libre caería  para no levantarse jamás.

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